La incontable multitud de los que alaban al Cordero en la Jerusalén celestial visten túnicas blancas. «Uno de los Ancianos tomó la palabra y me dijo: “Esos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido?”. Yo le respondí: “Señor mío, tú lo sabes”. Me respondió: “Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero. Por esto están delante del trono de Dios, dándole culto día y noche en su Santuario; y el que está sentado en el trono extenderá su tienda sobre ellos”»[23]. No es posible estar ante el trono de Dios y contemplar su Rostro sin antes purificarse con la Sangre del Cordero.
[1] Cf. SAN AGUSTÍN, De natura Boni, c. 1: ML 34, 305; SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 9, a. 2.
[2] Malaquías 3, 6.
[3] SANTA CATALINA DE SIENA, Epístola 122.
[4] SAN BERNARDO, Epist. 34, 1; 91, 3; 254, 4: Nolle proficere, deficere est.
[5] SAN LEÓN MAGNO, Sermón 60, 18; S. AGUSTÍN, Sermón 169, SAN BERNARDO, Epístola 254, 4.
[6] Cf. Suma Teológica, II-II, q. 24, a. 9, c.
[7] El notable escritor francés León Bloy (1846-1917) termina su libro La mujer pobre con una frase estremecedora y memorable: «Solo existe una tristeza, la de no ser santo».
[8] Suma Teológica, II-II, q. 24, a. 9, c.
[9] Suma Teológica, II-II, q. 24, a. 9, c.
[10] Las virtudes morales se sintetizan en las cuatro cardinales: «Las virtudes que deben dirigir nuestra vida son cuatro. La primera se llama prudencia, y nos hace discernir el bien y el mal. La segunda, justicia, por la cual damos a cada uno lo que le pertenece. La tercera, templanza, con la cual refrenamos nuestras pasiones. La cuarta, fortaleza, que nos hace capaces de soportar lo penoso» (SAN AGUSTÍN, Enarr. In Ps 83, 11).
[11] «Además de las virtudes morales, naturalmente adquiridas, están otras infusas que llevan el mismo nombre (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) y que, si aparentan tener materialiter el mismo objeto, lo tienen formaliter muy distinto, produciendo de suyo actos de un orden trascendente» (JUAN GONZÁLEZ ARINTERO, La evolución mística, BAC, Madrid 1952, p. 194-5). «Conforme van las almas siguiendo con docilidad estos impulsos del Espíritu, así van sintiendo cada vez más claramente sus toques, notando su amorosa presencia y reconociendo la vida y las virtudes que les infunde. De ahí que poco a poco vengan a obrar principalmente por medio de los dones, que se manifiestan ya en alto grado y como algo sobrehumano» (Id., p. 20).
[12] SAN JUAN DE LA CRUZ, Noche, libro 1, n.º 1.
[13] Para una amplia y clara explicación de la oración de meditación ver los números 2705 a 2708 del Catecismo de la Iglesia Católica.
[14] Ver nn. 2709 a 2719 del Catecismo de la Iglesia Católica.
[15] De acuerdo a la definición de santo Tomás, los dones del Espíritu Santo son «hábitos o cualidades sobrenaturales permanentes, que perfeccionan al hombre y lo disponen a obedecer con prontitud a las inspiraciones del Espíritu Santo» (Suma Teológica, I-II, q. 68, a. 3). Son fundamentalmente instrumentos receptivos —al modo de los aparatos que captan las ondas electromagnéticas, inaccesibles para los sentidos naturales—, pero se tornan animados por el soplo actual de Dios, y resultan a un tiempo flexibilidades y energías, docilidades y fuerzas que hacen al alma más pasiva bajo el influjo de Dios y, simultáneamente, más activa para seguirlo y secundar sus obras.
[16] Suma Teológica, II-II, q. 24, a. 9, c.
[17] I Juan 4, 18-19.
[18] Gálatas 5, 18.
[19] Romanos 8, 21.
[20] Confesiones l. 8, c. 11, n. 25.
[21] El beato Álvaro del Portillo testifica este proceso en la vida de san Josemaría: «Sería muy largo de comentar adecuadamente la riqueza de la vida de oración de este sacerdote, ¡siempre sacerdote!, en la que el Espíritu Santo le llevó a altísimas cumbres de unión mística en medio de la vida corriente, atravesando también durísimas purificaciones pasivas de los sentidos y del espíritu» (Sacerdotes para una nueva evangelización, Clausura del XI Simposio Internacional de Teología, Universidad de Navarra, 19 de abril de 1990).
[22] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n.º 300.
[23] Apocalipsis 7, 13-15.
II.
DOS ACENTOS DE LA VIDA INTERIOR
HEMOS DICHO QUE LA ETAPA de los adelantados se caracteriza por la vía ascética y la de los perfectos por la vía mística. Esta terminología era desconocida para los Santos Padres y los teólogos medievales. La vida espiritual se concebía como un todo.
Pero desde el siglo XVIII, por múltiples razones, el planteamiento de la teología espiritual comienza a escindirse. El compacto bloque aparece dividido en dos apartados. Un punto de inflexión tiene lugar con la publicación del libro Direttorio ascético y, separadamente, el Direttorio místico, de Juan Bautista Scaramelli, S. J. (1687-1752). Dice en la introducción: «La ascética es la ciencia que dirige a las almas a la perfección por los caminos ordinarios de la gracia; se diferencia de la mística en que esta conduce a la misma perfección, pero según los caminos extraordinarios de la gracia»[1].
Parecería que la ascética fuera para el común de los cristianos mientras que la mística o contemplación se reservaba para quienes iban por caminos extraordinarios. No era ya la mística un momento del desarrollo progresivo de la gracia santificante, sino la constatación de fenómenos espectaculares: éxtasis, levitaciones, estigmas, raptos, toques sustanciales... Afortunadamente, una controversia larga y provechosa sobre esta distorsión, tuvo lugar en las primeras décadas del siglo XX, produciendo fructíferas clarificaciones[2]. El Catecismo de la Iglesia Católica salió definitivamente al paso reafirmando la doctrina de siempre: «El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama ‘mística’, porque