«No es mi intención ni pensamiento que será tan acertado lo que yo dijere aquí que se tenga por regla infalible, que sería desatino en cosas tan dificultosas. Como hay muchos caminos en este camino del espíritu, podrá ser acierte a decir de alguno de ellos algún punto».
(SANTA TERESA DE JESÚS, Fundaciones c. 5, 1)
BIEN DICE TERESA. En estos caminos del espíritu cada uno ha de ir por el propio. Con ella y con el poeta diremos que cada caminante siga su camino[1]. ¿Qué pretenden, entonces, estas líneas? Simplemente dejar constancia de algunas experiencias —positivas y no tanto— sobre las distintas fases de la vida interior, invitando al progreso. A conjurar el peligro del estancamiento espiritual: ese estado que se ha dado en llamar almas retardadas[2]. Porque en los ámbitos de lo divino no basta dejar que el tiempo pase: no avanzar es retroceder. Si eso sucede, las ilusiones de juventud serían decepciones de madurez o amarguras de ancianidad. O sorpresas de catástrofes espirituales donde menos las esperábamos.
Con la santa de Ávila soy, pues, consciente, de tratar aquí cosas dificultosas. Pero me atrevo a hacerlo por si acierto a decir algo en algún punto. Si eso sucediera, daría por bien empleado mi trabajo.
[1] En 1938 el director de la escuela de Oficiales del Estado Mayor le pidió a Antonio Machado un lema para la institución. Le sugirió este.
[2] REGINALDO GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, tomo I, pp. 531ss. Por almas retardadas designa el teólogo dominico a quienes, pasado el tiempo, no progresan en su vida espiritual. Como el niño que no atraviesa con normalidad el punto de inflexión para la adolescencia. Continúa su crecimiento biológico, pero no el psicológico, y resulta entonces enano perpetuo. Algo análogo ocurre en la vida espiritual.
I.
EL PROGRESO EN LA VIDA ESPIRITUAL
«Si dices: ¡ya basta!, estás perdido».
(SAN AGUSTÍN, Sermón 169, 18)
ES DESIGNIO DE DIOS que ninguna creatura viva reciba desde el principio la perfección a que está llamada: el cambio forma parte de nuestra naturaleza[1]. Solo Dios puede decir: Yo, Yahveh, no cambio[2]. Detenerse es decaer: «Quien no crece y va adelante, vuelve atrás»[3]. «Quien no avanza, retrocede»[4]. «Desde que uno deja de avanzar, inmediatamente decae»[5].
De este progreso, y de los riesgos de menguar por descuido o confusión, intentamos hablar en estas páginas.
INFANCIA, ADOLESCENCIA, EDAD ADULTA
Santo Tomás compara las etapas de la vida espiritual con las de la corporal[6]. Los principiantes o incipientes son niños. Los aventajados o proficientes, jóvenes. Quienes han alcanzado mayor desarrollo —un cierto grado de perfección—, adultos.
Pero, ¿qué caracteriza cada etapa? De manera simplificada —en realidad, muy simplificada—, diremos que la infancia es la etapa de la obligación. La juventud, la de las virtudes. Y en la edad adulta, lo que rige es el amor. Pero apresurémonos a decir que la clasificación no es rígida: el incipiente o el proficiente se mueve también por el amor, y en el perfecto debe continuar, y con mayor exigencia, el ejercicio de las virtudes.
Incluso en estos últimos podrían resurgir burdas tentaciones, como si de principiantes recién salidos del pecado se tratara. O un principiante puede experimentar de pronto elevaciones místicas. Los esquemas rígidos no empatan con la soberana actuación del Espíritu de Dios. Ni con las pruebas que Él envía.
Pero, sin duda, el esquema ayuda: presenta la vida interior como algo progresivo, tendiente a la plenitud: la del amor a Dios.
Diremos también que —como en la vida humana— en la del espíritu hay momentos de transición. Todo ser humano ha de abandonar el estado anterior para acceder al nuevo. Y eso entraña —como el paso de la crisálida a la mariposa— dolores de crecimiento. Los progresos espirituales suelen presentarse a la par de renuncias y aflicciones. Quien no está dispuesto a hacerlo, quien rehúye las nuevas exigencias, no es que se quede como está, sino que le acecha el peligro ya mencionado: ser alma retardada[7].
Abundemos algo más sobre cada etapa de la vida interior.
PRINCIPIANTES O INFANTES ESPIRITUALES
Es principiante o incipiente quien vive su primera conversión o, propiamente, su justificación (del griego, dikaiosis). Este concepto —fundamental en la teología católica— señala el paso del estado de pecado al estado de gracia. Si alguien permanece en pecado mortal, no es que sea incipiente en la vida espiritual, es que no ha nacido a ella. Pero si la gracia santificante llegó a él, ha comenzado su vida nueva. El inicio es balbuciente, y no presenta aún virtudes consolidadas: tendrá que ceñirse a lo preceptivo, es decir, a la obligación de la ley. Haciéndose violencia si es preciso, su horizonte se concretará en cumplir el Decálogo y resguardarse de los asaltos de la concupiscencia. Su cometido será fundamentalmente negativo: evitar que la gracia santificante desaparezca. «Existen diversos grados de caridad según las diversas obligaciones (studia) que el progreso en esa virtud impone al hombre. El primer deber que le incumbe es evitar el pecado y resistir a los halagos de la concupiscencia que nos impelen en sentido opuesto a la caridad: es el deber de los incipientes, en quienes la caridad tiene que ser sostenida para que no desaparezca»[8].
La etapa es, pues, prevalentemente negativa: se trata de mantenerse en pie, evitando el pecado mortal. Luego el venial, para continuar la batalla contra las imperfecciones voluntarias. El principiante se mueve más en parámetros humanos que en divinos. Sus movimientos espontáneos proceden básicamente de objetos exteriores y algo, poco, del influjo del Espíritu de Dios, ya presente en él, pero en ciernes. Vive el Evangelio más como temor que como amor. Intentará cumplir las leyes, pero no como espacios de crecimiento sino como sistema de obligaciones. Sus oraciones serán escasas y laboriosas, y en ellas apenas tendrá conciencia de estar con Dios. Su vida transcurrirá normalmente sin acoger la presencia del Señor.
El infante en la vida espiritual experimenta vivamente tendencias contrarias al Espíritu. Carece de celo apostólico y tampoco está en condiciones de ejercitarlo. Sufre esporádicamente considerables desórdenes interiores. Enzarzado en sangrientas batallas, experimenta la vida en Cristo como ejercicio duro y fatigoso.
Superar esas dificultades requiere —según la terminología de san Juan de la Cruz— adentrarse en las purificaciones activas, especialmente las de los sentidos externos: la represión de apetitos desordenados que podrían acercarlo al peligro. Ha de mortificar —mortem-facere, dar muerte— el sentido de la vista, del oído, del tacto, del gusto, cuando le presentan algún objeto pecaminoso. Pero también cuando no, cuando se trata de algo lícito pero que lo aparta de la línea que se ha trazado. Con la purificación activa o mortificación irá logrando que el peligro de retornar a su situación primera sea más remoto. Esa purificación activa incluirá no solo la penitencia corporal, sino también la de los sentidos internos: memoria e imaginación, cuando se ven acechados por cualquier género de tentaciones, o simplemente cuando llevan al sujeto a vagar por espacios fútiles.
El progreso para el principiante vendrá dado, pues, por esa parte negativa a que nos hemos referido. Si desea seguir adelante, intentará liberarse de cuanto le resulta rémora para su avance: desprenderse de objetos o entretenimientos vacuos, huir de la complacencia en logros personales, rectificar metas egoístas, romper la esclavitud del materialismo, de la sensualidad, de las aficiones desordenadas… así va integrando su existencia en dirección al crecimiento de la gracia —principalmente con la frecuente recepción de la Eucaristía y la Confesión—, al tiempo que programa su día con prácticas de piedad, convenientemente distribuidas. Si es fiel, pronto habrá desarraigado sus defectos principales e irá, insensiblemente, transitando hacia la siguiente etapa.
LA ETAPA DE LOS PROFICIENTES, O EL ADOLESCENTE ESPIRITUAL
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