Aunque "carácter" y "personalidad" se emplean a menudo como sinónimos también en la literatura psicológica actual, nos parece importante establecer la distinción terminológica que vamos a manejar en este estudio. Vamos a distinguir carácter frente a personalidad y también frente a temperamento, aunque éste no sea un término que vayamos a emplear. Por "temperamento" entendemos las características genéticas, cuasi físicas, energéticas, el substrato biológico del que emerge la personalidad y que hace referencia al tono vital: flemático, sanguíneo, asténico, atlético... Por "personalidad" entendemos las cualidades personales que sobre ese substrato biológico se han ido construyendo con la aportación de la "urdimbre primigenia", de las circunstancias vitales que nos han tocado y de la especial manera de reaccionar ante ellas, determinadas por nuestro temperamento. En cuanto al "carácter" nos quedamos más con los aspectos estrictamente reactivos a las experiencias vitales que llegan a constituir una coraza defensiva, cuya función en origen es proteger la esencia de nuestro yo, nuestra personalidad natural, pero que se endurece y que terminamos confundiendo con nuestra naturaleza. Por último, en el contexto del eneagrama, hablamos de "rasgo principal" refiriéndonos a cada uno de los nueve tipos que vienen determinados por una pasión dominante y un estilo cognitivo peculiar. En el concepto de "rasgo" incluimos aspectos temperamentales, facetas de la personalidad y fórmulas adaptativas caracteriales, aunque el acento está puesto sobre todo en lo estrictamente caracterial.
El carácter como adaptación reactiva implica una cierta pérdida de consciencia de sí que el trabajo con el eneagrama pretende recuperar. Justificamos este trabajo en la creencia de que la consciencia, y en especial la consciencia de sí, es lo que nos hace específicamente humanos. Sólo los hombres, en toda la creación, podemos observar nuestro mundo interno. Gran parte del trabajo consiste en la tarea de autoobservación.
Max Scheller cuando intenta elaborar una antropología filosófica se plantea la esencia del hombre en relación con otros seres vivos y su puesto metafísico en el mundo. Dice que la palabra "hombre" indica los caracteres morfológicos distintivos que posee el hombre como subgrupo de los vertebrados y mamíferos (marcha erecta, transformación de la columna vertebral, equilibrio del cráneo, potente desarrollo cerebral...) y que la misma palabra "hombre" designa a la vez algo totalmente distinto: un conjunto de cosas que se oponen al concepto de animal en general. En el primer caso, la palabra "hombre" expresa el concepto sistemático natural, mientras que en el segundo se refiere al concepto esencial. El concepto esencial es el principio que hace del hombre un hombre: el espíritu. La persona, así entendida, es el centro en que el espíritu se manifiesta dentro de las esferas del ser finito. Para él, el espíritu es algo que va más allá del Logos, de la razón, es la capacidad de conciencia. No tiene ninguna connotación religiosa. El acto espiritual está ligado a la conciencia de sí. El animal no tiene conciencia de sí, está "incrustado" en la realidad vital correspondiente a sus estados orgánicos, hambre, sueño, sed, necesidad sexual... El hombre puede aprehender los objetos, sin la limitación experimentada en función de sus impulsos vitales, de forma no determinada por su estado fisiológico-psíquico. Puede "objetivar". Pero, no sólo eso, sino que puede convertir en objetiva su propia constitución fisiológica y psíquica y cada una de sus vivencias y volverse consciente de sí. El animal no vive sus impulsos como suyos, sino como movimientos y repulsiones que parten de las cosas mismas del medio; incluso el hombre primitivo no dice «yo detesto esta cosa», sino «esta cosa es tabú». La conciencia cambia esta mirada.
Según la visión de Scheller, el hombre es el único ser vivo que, por su dimensión espiritual, puede elevarse por encima de sí mismo y convertir las cosas, y entre ellas a sí mismo, en objeto de conocimiento.
Volviendo a centrarnos en el carácter desde un punto de vista estrictamente psicológico, las opiniones de los diferentes autores discrepan en cuanto a la concepción del carácter y a la posibilidad de su modificación. Para Alfred Adler, el carácter es un estilo de vida que se mantiene fiel a sí mismo desde los primeros años hasta el fin de la vida; para Karl Abraham, en cambio, es mudable y el hecho de su permanencia no es esencial. Para Wilhelm Reich, los rasgos de carácter están tan incorporados que no se viven como algo extraño o enfermo, y por eso, salvo en situaciones de especial dificultad, las personas no se proponen cambiarlos. En la misma línea, Millon plantea que los rasgos caracteriales están tan profundamente arraigados en el inconsciente que resultan muy difíciles de cambiar. Otto Fenichel sostiene que el carácter está en función del yo, entendiendo el yo como parte de la personalidad organizadora e integradora, que se mantiene en las distintas situaciones vitales. La denominación de carácter destaca la forma habitual de reaccionar, las maneras constantes de solucionar conflictos. Habla del predominio de cierta constancia en las maneras que escoge el yo para realizar sus tareas. Es como si el yo eligiera estas maneras. Reich, por su parte, habla del carácter como una defensa yoica contra los peligros que amenazan desde el mundo exterior y desde los impulsos interiores. Lo considera un modo típico de reacción que, una vez establecido, se convierte en un mecanismo automático, independiente de la voluntad. Es una alteración crónica del yo que denomina "coraza".
En general coinciden en que se establece muy tempranamente, pero mientras para unos es fruto de las circunstancias externas que le ha tocado vivir al individuo en la infancia, para otros tiene también un componente biológico, no sólo biográfico.
Aunque entendiendo, como Fenichel, el carácter como función yoica, Juan Rof Carballo va más allá cuando nos habla de la constitución del yo. Para él, las posibilidades de desarrollo de la esencia humana se concretan a través de la relación transaccional con las personas del medio, especialmente con la madre. Habla así de una "urdimbre primigenia" que, al mismo tiempo que "constitutiva", hereditaria en cierta medida, es también "transaccional", se transmite a través de las generaciones y se mantiene durante toda la vida. Esta urdimbre es como un tejido, como una trama que debe ser terminada después del nacimiento porque la inmadurez psicobiológica del niño así lo exige. La función materna, como para Donald Winnicott, es fundamental en la constitución de esta trama, pero él añade, por un lado, la influencia transgeneracional y, por otro, una serie de funciones más amplias que la del "sostén" que introdujo Winnicott. Entre estas funciones cabe destacar, junto a la "tutelar" y amparadora, cercana a la idea de sostén, una función "liberadora" que permite el desarrollo de la individualidad y una función de "orden", que permite un encuadre de crecimiento y una cierta mediación con la realidad. De la mayor o menor adecuación de estas funciones y de sus fallas van a derivar características yoicas diferentes.
Para nosotros, el trabajo terapéutico con el carácter tiene dos niveles: uno estrictamente psicológico donde el objetivo es ablandar la rigidez de la estructura caracterial y relativizar la solución adaptativa encontrada; y otro que tiene un sentido espiritual que va más allá de proporcionar una vida cómoda, psicológicamente hablando. Se trata de acercarnos al máximo a nuestro ser espiritual, libre y consciente de sí.
Carácter y "enajenación del yo"
El primer paso en el trabajo con el carácter es el que nos lleva a cuestionarlo, a plantearnos que muchas de nuestras actitudes y hábitos no son tan "naturales" como nos hace pensar la familiaridad con ellos, sino que están condicionados por el entorno en que nos tocó vivir. A menudo, impide el carácter la manifestación de nuestro ser espontáneo, rechazando o tratando de eliminar determinados aspectos que surgen inesperadamente y sentimos que escapan a nuestra voluntad. Cuando así ocurre se produce una reacción de condena y rechazo aún mayor, manteniendo la guerra contra nosotros mismos.
Todos venimos al mundo con un yo potencial que, si las condiciones de nuestro entorno durante la infancia lo permiten, si disponemos de lo que Winnicott llama un "ambiente facilitador", va a desarrollarse para convertirse en nuestro yo verdadero. Este "yo" (llamémosle self verdadero, esencia, yo auténtico...) es, en palabras de Karen Horney, la «fuerza interior central» que hace posible el desarrollo humano y la fuente de los intereses y sentimientos espontáneos. Podríamos decir que esta