Yo vuelvo con la memoria —que es presente: no lo olvido nunca— a aquel 26 de junio de 1975. Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer nació definitivamente al Amor, porque su corazón necesitaba ya un Emaús interminable, quedarse para siempre junto a Cristo. En Hacia la santidad había escrito: «Nace una sed de Dios, un ansia de comprender sus lágrimas; de ver su sonrisa, su rostro (...). Y el alma avanza metida en Dios, endiosada: se ha hecho el cristiano viajero sediento, que abre su boca a las aguas de la fuente»[46]. Y más adelante: «Me gusta hablar de camino, porque somos viadores, nos dirigimos a la casa del Cielo, a nuestra Patria»[47].
Allí habita, con la Trinidad Beatísima; con María, la Santa Madre de Dios y Madre nuestra; con San José, a quien tanto amaba. Muchos, en todas partes, le confiamos nuestras oraciones, seguros de que Dios Nuestro Señor se complace en quien quiso ser —y lo fue durante su vida en esta tierra— un siervo bueno y fiel [48].
Los escritos del Fundador del Opus Dei publicados hasta ahora —y especialmente Camino, Santo Rosario, Es Cristo que pasa, Conversaciones— han superado los cinco millones de ejemplares y están traducidos a más de treinta idiomas. Sale a la luz este segundo volumen de homilías, con el mismo fin: servir de instrumento para acercar almas a Dios. La Iglesia atraviesa momentos difíciles, y el Santo Padre no se cansa de exhortar a sus hijos a la oración, a la visión sobrenatural, a la fidelidad al sagrado depósito de la Fe, a la comprensión fraterna, a la paz. En estas circunstancias no podemos sentirnos desanimados: es la hora de poner en práctica, hasta el heroísmo, las virtudes que definen y trazan la imagen del cristiano, del hijo de Dios que procura «que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra»[49], mientras camina por la ciudad temporal.
La vida del cristiano que se decide a comportarse de acuerdo con la grandeza de su vocación, viene a ser como un prolongado eco de aquellas palabras del Señor: ya no os llamaré siervos, pues el siervo no es sabedor de lo que hace su amo. Mas a vosotros os he llamado amigos, porque os he dado a conocer cuantas cosas oí de mi Padre [50]. Prestarse dócilmente a secundar la Voluntad divina, despliega insospechados horizontes. Mons. Escrivá de Balaguer se goza al subrayar esa hermosa paradoja: «Nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos»[51].
Hijos de Dios, Amigos de Dios: esa es la verdad que Mons. Escrivá de Balaguer quiso grabar a fuego en los que le trataban. Su predicación es un constante mover a las almas para que no piensen «en la amistad divina exclusivamente como en un recurso extremo»[52]. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre: nuestro Hermano, nuestro Amigo; si procuramos tratarle con intimidad, «participaremos en la dicha de la divina amistad»[53]; si hacemos lo posible por acompañarle desde Belén hasta el Calvario, compartiendo sus gozos y sufrimientos, nos haremos dignos de su conversación amistosa: calicem Domini biberunt —canta la Liturgia de las Horas— et amici Dei facti sunt, bebieron el cáliz del Señor y llegaron a ser amigos de Dios[54].
Filiación y amistad son dos realidades inseparables para los que aman a Dios. A Él acudimos como hijos, en un confiado diálogo que ha de llenar toda nuestra vida; y como amigos, porque «los cristianos estamos enamorados del Amor»[55]. Del mismo modo, la filiación divina empuja a que la abundancia de vida interior se traduzca en hechos de apostolado, como la amistad con Dios lleva a ponerse «al servicio de todos: utilizar esos dones de Dios como instrumentos para ayudar a descubrir a Cristo»[56].
Se engañan los que ven un foso entre la vida corriente, entre las cosas del tiempo, entre el transcurrir de la historia, y el Amor de Dios. El Señor es eterno; el mundo es obra suya y aquí nos ha puesto para que lo recorramos haciendo el bien, hasta arribar a la definitiva Patria. Todo tiene importancia en la vida del cristiano, porque todo puede ser ocasión de encuentro con el Señor y, por eso mismo, alcanzar un valor imperecedero. «Mienten los hombres, cuando dicen para siempre en cosas temporales. Solo es verdad, con una verdad total, el para siempre cara a Dios; y así has de vivir tú, con una fe que te ayude a sentir sabores de miel, dulzuras de cielo, al pensar en la eternidad que de verdad es para siempre»[57].
Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer conoce ahora directamente esos sabores y dulzuras de Dios. Ha entrado en la eternidad. Por eso sus palabras, también las de estas homilías que presento, han adquirido —si cabe— más fuerza, penetran más hondamente en los corazones, arrastran. Termino con un texto que puede servir para contagiarnos de otra de sus pasiones dominantes:
«Amad a la Iglesia, servidla con la alegría consciente de quien ha sabido decidirse a ese servicio por Amor. Y si viésemos que algunos andan sin esperanza, como los dos de Emaús, acerquémonos con fe —no en nombre propio, sino en nombre de Cristo—, para asegurarles que la promesa de Jesús no puede fallar, que Él vela por su Esposa siempre: que no la abandona. Que pasarán las tinieblas, porque somos hijos de la luz (cfr. Eph V, 8) y estamos llamados a una vida perdurable»[58].
ÁLVARO DEL PORTILLO
[*] Texto escrito por Álvaro del Portillo para la primera edición de Amigos de Dios, en diciembre de 1977 (N. del E.).
[1] San Agustín, Sermo 51, 26 (PL 38, 348).
[2] Lc XIV, 10.
[3] Hacia la santidad, n. 296.
[4] Ps XXVI, 8.
[5] Vida de oración, n. 247.
[6] El trato con Dios, n. 145.
[7] Hacia la santidad, n. 296.
[8] 1 Thes IV, 3.
[9] La grandeza de la vida corriente, n. 5.
[10] Ibidem, n. 7.
[11] Humildad, n. 108.
[12] La libertad, don de Dios, n. 38.
[13] Humildad, n. 96.
[14] Ioh III, 30.
[15] Mt XI, 29.
[16] Humildad, n. 108.
[17] Vida de fe, n. 202.
[18] Vivir cara a Dios y cara a los hombres, n. 173.
[19] Cfr. Camino, n. 355.
[20] Virtudes humanas, n. 89.
[21] Hacia la santidad, n. 294.