Después de las tres homilías sobre la fe, la esperanza y la caridad, viene una sobre oración; pero la necesidad de la vida de trato con Dios está ya presente desde la primera página. «La oración debe prender poco a poco en el alma»[28], con naturalidad, sencilla y confiadamente, porque «los hijos de Dios no necesitan un método, cuadriculado y artificial, para dirigirse a su Padre»[29]. La oración es el hilo de ese cañamazo de las tres virtudes teologales. Todo se hace una sola cosa: la vida adquiere un sonido divino y «esa unión con Nuestro Señor no nos aparta del mundo, no nos transforma en seres extraños, ajenos al discurrir de los tiempos»[30].
En medio de los comentarios ajustados y precisos a la Escritura Santa y del recurso asiduo al tesoro de la Tradición cristiana, irrumpen esos arranques de amor, como un río impetuoso: «¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más, que me permitieran vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo»[31].
¿Por qué un amor tan fuerte? Porque Dios lo infundió en su corazón y, a la vez, porque supo secundarlo con su libre voluntad y contagiarlo a millares y millares de almas. Quería en los dos sentidos de la palabra: amaba y quería querer, corresponder a esa gracia que el Señor había puesto en su alma. La libertad en el amor se hizo pasión: «Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús. Esta libertad me anima a clamar que nada, en la tierra, me separará de la caridad de Cristo»[32].
El camino hacia la santidad que nos propone Mons. Escrivá de Balaguer está tendido con un profundo respeto a la libertad. Se deleita el Fundador del Opus Dei con las palabras de San Agustín, con las que afirma el Obispo de Hipona que Dios «juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían»[33]. Esa ascensión al Cielo es, además, sendero apropiado para el que está en medio de la sociedad, en el trabajo profesional, en circunstancias a veces indiferentes o decididamente contrarias a la ley de Cristo. No habla el Fundador del Opus Dei a gente de invernadero; se dirige a personas que luchan al aire libre, en las más diversas situaciones de la vida. Es ahí donde, con la libertad, se da esa decisión de servir a Dios, de amarle por encima de todo. La libertad resulta imprescindible y, en libertad, el amor se enrecia, echa raíces: «El santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana»[34].
Se fomentan, por tanto, para nuestro trato con el Señor, dos pasiones: la del amor y la de la libertad. Sus fuerzas se unen cuando la libertad se decide por el Amor de Dios. Y esas torrenteras de gracias y de correspondencia pueden ya contra todas las dificultades: contra el terrorismo psicológico[35] que se alza contra los que desean ser fieles al Señor; contra las miserias personales que no desaparecen nunca, pero que se convierten en ocasiones para afirmar de nuevo, con la libertad del arrepentimiento, el amor; contra los obstáculos del ambiente que hemos de superar con una siembra de paz y de alegría[36].
Hay momentos en los que, en las anotaciones sobre ese gran juego divino y humano de la libertad y del amor, se vislumbra un poco del sufrimiento —del dolor de amor, por la falta de correspondencia de la humanidad a la misericordia divina— que acompañó siempre la vida de Mons. Escrivá de Balaguer. Era difícil darse cuenta, viéndole. Pocas personas pasarán por este mundo con tanta alegría, con tan buen humor, con tal sentido de la juventud y de vivir al día. No era nostálgico de nada, salvo del Amor de Dios. Pero sufrió. Muchos de sus hijos que le han conocido de cerca, me han comentado luego: ¿cómo era posible que nuestro Padre padeciese tanto? Lo hemos visto siempre alegre, atento a los más pequeños detalles, entregado a todos nosotros.
La respuesta, indirecta, está en algunas de estas homilías: «No olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios»[37].
Por ese saber abrazarse apasionadamente a la Cruz del Señor, Mons. Escrivá de Balaguer podía decir que «la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo y de la humillación mía»[38]. Siempre secundó dócilmente las mociones del Espíritu Santo, de modo que su conducta fuese un reflejo de la imagen hermosa de Cristo. Creía al pie de la letra en las palabras del Maestro, y con frecuencia fue atacado por los que no parecen soportar que se pueda vivir de fe, con esperanza y con amor. «Quizá alguno piense que soy un ingenuo. No me importa. Aunque me califiquen de ese modo, porque todavía creo en la caridad, os aseguro que ¡creeré siempre! Y, mientras Él me conceda vida, continuaré ocupándome —como sacerdote de Cristo— de que haya unidad y paz entre los que, por ser hijos del mismo Padre Dios, son hermanos; de que la humanidad se comprenda; de que todos compartan el mismo ideal: ¡el de la Fe!»[39].
La pasión del amor y de la libertad, la conciencia de que hemos de movernos en el ámbito divino de la fe y de la esperanza, se hacen apostolado. Una homilía —Para que todos se salven— está íntegramente dedicada a este tema. «Jesús está junto al lago de Genesaret y las gentes se agolpan a su alrededor, ansiosas de escuchar la palabra de Dios (Lc V, 1). ¡Como hoy! ¿No lo veis? Están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen. Quizá algunos han olvidado la doctrina de Cristo: otros —sin culpa de su parte— no la aprendieron nunca, y piensan en la religión como en algo extraño. Pero, convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y, aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor»[40].
El nervio del apostolado, esa apasionada comunicación del amor impaciente de Dios por los hombres, atraviesa las fibras de todas las páginas de este volumen. Se trata de «pacificar las almas con auténtica paz» y de «transformar la tierra»[41]. Mons. Escrivá de Balaguer vuelve con continuidad su mirada al Maestro, que enseñó a los hombres a hablar de la felicidad eterna con el paso terrestre de sus pisadas divinas. No me resisto a transcribir una página de Hacia la santidad, en la que el Fundador del Opus Dei comenta una escena evangélica que le enamoraba: el apostolado de Jesús con los dos discípulos de Emaús, que habían quizá perdido la esperanza.
«Su paso era normal, como el de tantos otros que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos, con una conversación que disminuye la fatiga. Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia»[42].
Es Cristo que pasa. Aquellos dos hombres, cuando ven que Jesús hace ademán de continuar el camino, le dicen: continúa con nosotros, porque es tarde y va ya el día de caída [43]. «Así somos: siempre poco atrevidos, quizá por insinceridad, o quizá por pudor. En el fondo, pensamos: quédate con nosotros, porque nos rodean en el alma las tinieblas, y solo Tú eres luz, solo Tú puedes calmar esta ansia que nos consume»[44].
Este deseo de Dios, que todos llevamos dentro, ofrece el terreno diario para el apostolado del cristiano. Los hombres estamos clamando por Él, y lo buscamos aun en medio de las conciencias dudosas o con los ojos pegados al suelo. «Y Jesús se queda. Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también