Conflictividad socioambiental y lucha por la tierra en Colombia: entre el posacuerdo y la globalización. Pablo Ignacio Reyes Beltrán. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Pablo Ignacio Reyes Beltrán
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789587944679
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superó el desinterés y olvido en el que estaba sumido el tema e impuso obligaciones ciudadanas respecto al ambiente, también significó superar el modelo antropocéntrico profundamente arraigado en la tradición occidental.

      2. Posteriormente, los artículos 79 y 80 de la Constitución Política de 1991 consagraron, respectivamente, que:

      […] todas las personas tienen derecho a gozar de un ambiente sano. La ley garantizará la participación de la comunidad en las decisiones que puedan afectarlo. Es deber del Estado proteger la diversidad e integridad del ambiente, conservar las áreas de especial importancia ecológica y fomentar la educación para el logro de estos fines. (art. 79)

      El Estado planificará el manejo y aprovechamiento de los recursos naturales, para garantizar su desarrollo sostenible, su conservación, restauración o sustitución. Además, deberá prevenir y controlar los factores de deterioro ambiental, imponer las sanciones legales y exigir la reparación de los daños causados. Así mismo, cooperará con otras naciones en la protección de los ecosistemas situados en las zonas fronterizas. (art. 80)

      Tales mandatos constitucionales están acompañados de una gran cantidad de herramientas institucionales que pretenden garantizar la materialización de dichas aspiraciones, como lo son, entre otros, los artículos 289, 300, 317, 331, 333, 334 y 361, en virtud de los cuales se asignan responsabilidades a los entes gubernamentales para que adopten medidas que resulten acordes a la protección y conservación del ambiente. 3. La importancia de las anteriores disposiciones normativas sería reconocida tiempo después por la Corte Constitucional, a través de lo que algunos juristas denominan subreglas de derecho (López, 2002) o normas adscritas (Bernal, 2005), las cuales concretan el carácter indeterminado y abstracto de la ley (Guastini, 2010). Así, el máximo tribunal constitucional afirmó que estábamos ante una constitución “verde” o “ecológica”:

      […] en primer lugar al conjunto de normas específicas en las que el Constituyente plasmó mandatos de protección al ambiente; en segundo término, a un eje transversal de la Carta y un valor implícito en el sustrato axiológico del orden normativo y, por último, a un derecho fundamental, a la vez colectivo y autónomo. (Sentencia T-411 de 1992)

      El anterior criterio fue ampliado en la Sentencia C-449 de 2015, en la que se explicó que:

      […] la defensa del medio ambiente sano constituye un objetivo de principio dentro de la actual estructura del Estado social de derecho. Bien jurídico constitucional que presenta una triple dimensión, toda vez que: es un principio que irradia todo el orden jurídico correspondiendo al Estado proteger las riquezas naturales de la Nación; es un derecho constitucional (fundamental y colectivo) exigible por todas las personas a través de diversas vías judiciales; y es una obligación en cabeza de las autoridades, la sociedad y los particulares, al implicar deberes calificados de protección. Además, la Constitución contempla el “saneamiento ambiental” como servicio público y propósito fundamental de la actividad estatal (arts. 49 y 366 superiores). (Sentencia T-449 de 2015)

      En ese orden de ideas, se puede concluir preliminarmente que el ambiente ha recibido una protección progresista por parte de las autoridades gubernamentales colombianas. De una ausencia absoluta de reglamentación, se ha pasado a un ámbito de amparo mínimo que adquirió relevancia con la entrada en vigor de la Constitución de 1991 y los posteriores pronunciamientos de la Corte Constitucional. Empero, lo anterior no es suficiente, pues existen muchos aspectos por mejorar. Así, por ejemplo, desde la institucionalidad, no basta con tener tipos penales que castiguen las conductas atentatorias del medio ambiente (artículos 328 y subsiguientes del Código Penal), además, la Fiscalía General de la Nación y los jueces deben procurar judicializar a los máximos responsables de dichas conductas.

      Infortunadamente, la práctica judicial enseña que, en el caso concreto de la minería ilegal, la mayoría de los operativos dejan como resultado trabajadores capturados por situaciones de flagrancia, cuyas oportunidades se reducen única y exclusivamente a trabajar en yacimientos mineros que no cuentan con permiso de las autoridades competentes. Aunque el hecho puede ser altamente reprochable, lo cierto es que antes de desplegar todo el sistema penal en su contra, lo ideal sería brindar oportunidades educativas y laborales a estos ciudadanos y a sus familias, para que la explotación ilícita de yacimientos sea una decisión libre y no, como actualmente sucede, una imposición producto de las necesidades de la población vulnerable. Aunado a ello, el máximo tribunal constitucional podría fortalecer la esfera de protección si reestructura su propia jurisprudencia. Las instituciones también podrían hacer mayor pedagogía y las estructuras sociales como la familia, los colegios, universidades, etc., podrían concientizar, educar, guiar y acompañar en la construcción de la paz ambiental.

      EL DERECHO AMBIENTAL Y EL CONFLICTO ARMADO COLOMBIANO

      La relación entre el conflicto armado y la disputa por los recursos naturales escasos se encuentra ampliamente documentada (Bouvier, 1991). En lo que sigue se expondrán algunos elementos de los vínculos del conflicto armado colombiano con el medio ambiente. Para ello se recomienda la obra La paz ambiental de César Rodríguez, Diana Rodríguez y Helena Durán (2017), quienes, en el marco de publicaciones que ha adelantado el Centro de Estudios Dejusticia a propósito de la implementación del acuerdo de paz, analizaron el diagnóstico, los desafíos y las propuestas para el momento histórico en el que se encuentra avocado el Estado colombiano.

      Inicialmente, es pertinente indicar que la distribución de los recursos naturales, al lado de la crisis democrática, ha sido considerada una de las causas eficientes de uno de los conflictos bélicos internos más largos de la humanidad. Así lo reconoce el Centro Nacional de Memoria Histórica (2013) cuando afirma que “la apropiación, el uso y la tenencia de la tierra han sido motores del origen y la perduración del conflicto armado” (p. 21). De hecho, como bien lo concluye el profesor Jaramillo (2016) en su artículo Hablemos de reforma agraria:

      […] el problema no permite pensar que se trata simplemente de una cuestión de orden público cuya solución debe ser de corte policivo, sino que es más bien fruto de la descomposición de las relaciones sociales en el campo cuyo origen está, a su vez, en el monopolio y la consiguiente subutilización de la tierra agropecuaria. (p. 60)

      El texto mencionado es un artículo publicado a mediados de los años ochenta, mediante el cual, el profesor Jaramillo denuncia una política de Estado “antirreformista” en materia de distribución de tierras. En él se rememoran las experiencias de los años setentas y, a partir de allí, se trata de encontrar justificaciones para los brotes de violencia que reaparecieron en el país durante la década siguiente. Y no es para menos. Basado en datos estadísticos, evidencia la magnitud del conflicto y la indiferencia institucional por superarlo, pues a pesar de que varias disposiciones normativas consagran políticas a favor del movimiento campesino desposeído de tierras, lo cierto es que, debido a los trámites burocráticos y a la aquiescencia del Gobierno del presidente Belisario Betancur, los grandes terratenientes habían visto en el marco jurídico de tierras la mejor oportunidad para venderle al Estado parcelas no adecuadas para el agro a precios muy elevados, muchas ubicadas en zonas de conflicto armado. Así las cosas, se concluye que en Colombia no ha habido una verdadera reforma agraria y que la política de tierras imperante en la época, paradójicamente, resultaba favoreciendo a los grandes latifundistas que durante años habían concentrado la tierra.

      Con los anteriores trabajos de investigación se evidencia, entonces, el papel protagónico de la distribución de la tierra como causa del origen del conflicto armado. El propósito de este artículo no es el de auscultar por los orígenes de la violencia en el territorio nacional, sino simplemente vislumbrar la estrecha relación que guarda su génesis con la inequitativa distribución de la tierra. Vemos que la presencia de grupos armados al margen de la ley en el territorio colombiano ha traído consigo efectos paradójicos para el ambiente. Algunos han llegado a afirmar que el ambiente no necesariamente es víctima del conflicto, sino que muchas veces también ha sido beneficiado de este (Londoño y Martínez, 2013).

      A la pregunta sobre cuándo el ambiente puede ser considerado víctima del conflicto, la doctrina nacional da cuenta de las siguientes situaciones, que, con fines ilustrativos, se agruparán como