-¿Quién vive? ¡Alto, si eres de los nuestros! -gritó de pronto Bennet.
Acababa de ver a un hombre deslizarse por entre los tejos del cementerio. Mas aquél, al escuchar su requerimiento, abandonó su escondite y puso pies en polvorosa en dirección al bosque. Los hombres que se hallaban en el pórtico, que no se habían percatado hasta entonces de la presencia del intruso, se dispersaron. Los que habían echado pie a tierra volvieron a montar precipitadamente, y el resto salió en persecución del fugitivo. Pero tuvieron que dar un rodeo en torno al lugar sagrado y era evidente que se les escaparía la presa. Hatch, lanzando un juramento, dirigió su caballo hacia los setos para cortarle el paso, pero la bestia rehusó saltar y dejó a su jinete tendido sobre el polvo. A pesar de que se levantó al instante y de nuevo se apoderó de las riendas, había transcurrido el tiempo suficiente para que el fugitivo ganase una buena ventaja, perdiéndose así toda esperanza de capturarle.
Quien mostró tener más cabeza fue Dick Shelton. En lugar de empeñarse en la inútil persecución, descolgó la ballesta que llevaba a su espalda, la armó, colocó en ella una saeta, y mientras los demás desistían ya de la persecución, se volvió hacia Bennet y le preguntó si debía disparar.
-¡Dispara! ¡Dispara! -gritó el cura con sanguinaria violencia.
-Apuntad bien, master Dick -exclamó Bennet-, y dad con él en tierra como manzana madura.
El fugitivo se hallaba a pocos pasos de su refugio; pero esta última parte del prado ascendía en pronunciado declive, de forma que su carrera resultaba, proporcionalmente, mucho más lenta. Entre la grisácea luz del ocaso y la irregularidad de movimientos del fugitivo, el blanco no tenía nada de fácil. Por otra parte, Dick, al alzar su arco, sintió una especie de lástima y un vago deseo de errar el tiro. Voló al fin la saeta.
Vaciló el hombre y cayó; sus enemigos prorrumpieron en triunfal vocerío. Pero su alegría fue prematura. El hombre había sufrido una caída sin importancia; rápidamente se puso en pie, se volvió para agitar su gorro mofándose de ellos, y pronto desapareció entre la espesura del bosque.
-¡Mala peste se lo lleve! -gritó Bennet-. ¡Tiene pies de ladrón! ¡Por san Banbury que sabe correr! Pero le disteis, master Shelton; aunque os ha robado la saeta. ¡Ojalá no tenga nunca más suerte que la que yo le deseo!
-Pero ¿qué hacía rondando la iglesia? –preguntó sir Oliver-. Mucho me temo que haya cometido alguna maldad. Clipsby, desmonta y mira con cuidado por y entre esos tejos a ver si encuentras algo.
Partió Clipsby y al rato volvía con un papel en la mano.
-Esto encontré clavado en la puerta de la iglesia -dijo, entregándoselo al párroco-. Nada más he hallado, señor cura.
-¡Vaya! ¡Por el poder de nuestra santa Madre Iglesia! -exclamó sir Oliver-. ¡Esto raya en sacrilegio! ¡Que se haga porque es voluntad del rey o del señor feudal mandarlo... bien, pase; pero que cualquier descamisado vagabundo venga a pegar papeles en la puerta del presbiterio... eso, eso es casi un sacrilegio!... Por menos han llevado a la hoguera a muchos hombres. Pero, a ver, ¿qué se nos dice aquí?... Va desapareciendo la luz por momentos...
Master Richard, vos que sois joven y tenéis buena vista, ¿queréis leerme este libelo?
Dick Shelton tomó el papel y leyó en voz alta. Contenía algunos versos, toscas coplas de ciego que apenas si rimaban, escritas en burdos caracteres y con mala ortografía. Algo corregidos y mejorados, decían más o menos:
Tenía en el cinto cuatro flechas negras por las cuatro penas que he soportado y para los cuatro hombres malvados que nos tiranizan y nos atropellan. Una dio en el blanco, una ya acertó pues al viejo Appleyard muerto lo dejó. Otra, master Hatch, para vos, no miento por quemar Grimstone hasta los cimientos. A Oliver Oates otra irá a parar que a sir Harry Shelton mandó degollar. Y para sir Daniel la cuarta será y todos dirán que bien hecho está. Cada cual tendrá lo que ha merecido una flecha negra por cada maldad y ahora caed de rodillas, rezad ¡porque ya estáis muertos, vosotros, bandidos!
JOHN AMEND-ALL de la Verde Floresta y sus alegres compañeros Ítem más: tenemos más flechas y buenas cuerdas de cáñamo para otros secuaces vuestros.
-¡Malos tiempos para la caridad y el perdón cristiano! -exclamó tristemente sir Oliver-. ¡Qué malo es el mundo, y cada día empeora más! Por la cruz de Holywood os juro que tan inocente soy del mal causado a ese caballero, de palabra u obra, como el niño que espera el bautismo. Tampoco es cierto que le degollaran, pues también en eso están equivocados. Todavía viven testigos que pueden demostrarlo.
-No importa eso, señor cura -interrumpió Bennet-. No hay que hablar más del asunto.
-Nada de eso, master Bennet. Y hazme el favor de no propasarte. Yo he de hacer que resplandezca mi inocencia. No permitiré perder la vida bajo el peso de una calumnia. Pongo a todos por testigos de que nada tengo que ver en este asunto. Ni siquiera estaba entonces en el Castillo del Foso. Precisamente me habían mandado a un recado antes de las nueve de la noche...
-Sir Oliver -interrumpió Bennet-, puesto que, por lo visto, no queréis acabar este sermón, acudiré a otro medio. Goffe, toca llamada. ¡A caballo!
Y mientras sonaba el toque de corneta, Bennet se acercó al sorprendido cura y le susurró al oído, acompañándose de violentos ademanes.
Dick Shelton vio cómo los ojos del cura se fijaron un instante en él con una mirada de asombro. Motivos tenía de inquietud, pues aquel Harry Shelton era su propio padre natural.
Pero sus labios permanecieron mudos y su rostro impasible.
Hatch y sir Oliver discutieron durante un largo rato la situación. Decidieron reservar diez hombres, no sólo como guarnición del Castillo del Foso, sino para dar escolta al cura a través del bosque. Como Bennet habría de quedarse atrás, master Shelton tomaría el mando del refuerzo. No cabía otra elección: los demás eran hombres rudos, torpes y nada diestros para la guerra, mientras que Dick no sólo era popular sino que tenía un carácter resuelto y cierta gravedad superior a sus años. Sir Oliver le había dado una buena instrucción, y el mismo Hatch le había enseñado el manejo de las armas y los primeros principios del mando. Bennet siempre se había mostrado amable y servicial con él. Era Bennet uno de esos hombres crueles e implacables con sus enemigos, pero rudamente fiel y cariñoso con sus amigos; por eso, mientras sir Oliver entraba en la casa próxima para escribir el relato de los últimos acontecimientos a su señor, Bennet se acercó al pupilo de éste para desearle que le diera Dios muy buena suerte en su empresa.
-Debéis hacer todo el camino dando un gran rodeo, master Shelton -le advirtió Hatch-. Por lo que más queráis, dad la vuelta al puente. Llevad siempre delante, a cincuenta pasos, un hombre de confianza para que atraiga sobre sí los tiros; y marchad siempre con cuidado, a la callada, hasta que hayáis dejado atrás el bosque. Si los bribones caen sobre vos, seguid cabalgando; nada ganaréis con hacerles frente. Y continuad siempre adelante, master Shelton; no retrocedáis, si en algo apreciáis vuestra vida; acordaos de que en Tunstall no podéis esperar auxilio. Y ahora, puesto que vais a servir al rey en la guerra y yo he de quedarme aquí con evidente peligro de perder la vida, por lo que sólo los santos del cielo saben si hemos de volver a vernos en este mundo, voy a daros mis últimos consejos antes de vuestra marcha. No perdáis de vista a sir Daniel: no es hombre de fiar. No depositéis vuestra confianza en el clérigo ese: no es malo, pero no es más que un monigote o un instrumento en las manos de sir Daniel. Cuidad mucho de buscar buenos amos donde quiera que vayáis; ganad amigos poderosos.
Y acordaos, aunque sólo sea durante el tiempo necesario para rezar un padrenuestro, de Bennet Hatch. Otros bribones, mucho peores que él, hay en este bajo mundo. Y ahora, ¡que Dios os dé buena suerte!
-Y que el cielo te acompañe, Bennet -contestó Dick-. Siempre fuiste un buen amigo para mí, y así lo diré en todo tiempo y ocasión.
-Otra cosa, señor -añadió