Robert Louis Stevenson
La flecha negra
e-artnow, 2021
EAN 4064066446079
Índice
La flecha negra: Libro Primero
La flecha negra: Libro Segundo
La flecha negra: Libro Tercero
La flecha negra: Prólogo
Cierta tarde, muy avanzada ya la primavera, se oye en hora desusada la campana del Castillo del Foso, en Tunstall. Desde las cercanías hasta los más apartados rincones, en el bosque y en los campos que se extendían a lo largo del río, comenzaron las gentes a abandonar sus tareas para correr hacia el sitio de donde procedía el toque de alarma, y en la aldea de Tunstall un grupo de pobres campesinos se preguntaban asombrados a qué se debería la llamada.
En aquella época, que era la del reinado de Enrique VI, el aspecto que presentaba la aldea de Tunstall era muy parecido al que actualmente tiene. No pasaría de unas veinte las casas, toscamente construidas con madera de roble, que se hallaban esparcidas por el extenso y verde valle que ascendía desde el río. Al pie de aquel, el camino cruzaba un puente y, subiendo por el lado opuesto, desaparecía en los linderos del bosque, hasta llegar al Castillo del Foso, desde donde continuaba hacia la abadía de Holywood. Hacia la mitad de camino se alzaba la iglesia rodeada de tejos. A ambos lados, limitando el paisaje y coronando las montañas, se encontraban los verdes olmos y los verdeantes robles del bosque.
Sobre una loma inmediata al puente se erguía una cruz de piedra, a cuyo alrededor se había reunido un grupo -media docena de mujeres y un mozo alto vestido con un sayo rojizo discutiendo acerca de lo que podía anunciar el toque de rebato. Media hora antes, un mensajero había cruzado la aldea, con tal prisa que apagó la sed con un jarro de cerveza sin desmontar siquiera del caballo, tan urgente era su mensaje. Mas ni él mismo sabía de qué se trataba; únicamente, que llevaba pliegos sellados de sir Daniel Brackley para sir Oliver Oates, el párroco encargado de cuidar del Castillo del Foso en ausencia del dueño.
Se oyó entonces el galopar de otro caballo, y al rato, saliendo de los linderos del bosque y cruzando con estrépito el puente, llegó a caballo el joven master Richard Shelton, que se hallaba bajo la tutela de sir Daniel. Él, al menos, sabría algo de lo que ocurría, por lo que, llamándole, le suplicaron que se lo explicara. El muchacho, un joven que aún no había cumplido los dieciocho años, de rostro curtido por el sol y ojos grises, con jubón de gamuza con cuello de terciopelo negro, verde capuchón sobre su cabeza y una ballesta de acero terciada a la espalda, detúvose de buena gana. Al parecer, el correo había traído importantes noticias. Era inminente la batalla. Sir Daniel había ordenado que todo hombre capaz de tensar un arco o de empuñar un hacha partiese inmediatamente hacia Kettley, bajo pena de incurrir en su enojo.
Pero nada sabía Dick acerca de por quién habían de luchar ni del lugar donde se libraría la batalla. El mismo sir Oliver no tardaría en llegar y Bennet Hatch se estaba preparando en aquel momento, pues él había de acaudillar a los hombres.
-¡Esto será la ruina de esta tierra! -exclamó una mujer-. Si los barones viven en guerra constante, los campesinos tendrán que alimentarse de raíces.
-Nada de eso -dijo Dick-: el que nos siga recibirá seis peniques diarios, y los arqueros, doce.
-Eso será si viven -repuso la mujer-; pero ¿y si mueren, señor?
-Nada más honroso que morir por su señor natural.
-No será el mío -replicó el hombre del sayo-. Yo seguí a los Walsingham, y como yo, todos los de Brierley, hasta hace un par de años por la Candelaria. ¡Y ahora he de pasarme al bando de los Brackley! La ley lo hizo, y no la naturaleza. ¿Qué me importan a mí sir Daniel ni sir Oliver, que entiende más de leyes que de honradez? Yo no tengo más señor natural que el pobre rey Enrique VI, a quien Dios bendiga, ese infeliz inocente que no sabe cuál es su mano derecha ni cuál su izquierda.
-Mala lengua tenéis, amigo -dijo Dick-, si así difamáis a vuestro buen amo y a mi señor, el rey, en la misma calumnia. Pero el rey Enrique, ¡loados sean los santos!, ha recobrado el juicio y todo lo pondrá en orden pacíficamente. En cuanto a sir Daniel, muy valiente os mostráis a espaldas suyas. Pero no soy ningún chismoso, así que no hablemos más del asunto.
-Nada he dicho en vuestro agravio, master Richard -repuso el campesino-. Sois todavía un muchacho, pero cuando seáis un hombre, os encontraréis con la bolsa vacía. Y no digo más: ¡que todos los santos del cielo ayuden a los vecinos de sir Daniel y la Virgen bendita proteja a sus pupilos!
-Clipsby -dijo Richard-: lo que estáis diciendo no puedo escucharlo, sin faltar a mi honor.
Sir Daniel es un amo bondadoso para mí, y mi tutor.
-¡Vamos! ¿Queréis descifrarme un acertijo? -repuso Clipsby-. ¿De qué bando es sir Daniel?
-No lo sé -murmuró Dick, enrojeciendo, pues su tutor, en los disturbios de aquella época, cambiaba continuamente de partido, y a cada uno de esos cambios acompañaba algún aumento en su fortuna.
-Claro -repuso Clipsby-; ni vos ni nadie, pues, en verdad, se acuesta siendo de los Lancaster y se levanta de los de York.
En aquel preciso instante, el puente retumbó bajo los cascos de un caballo. Se volvieron los del grupo y vieron llegar, a galope, a Bennet Hatch. Era éste un hombre de rostro moreno, pelo entrecano y aspecto torvo; iba armado con espada y lanza, una celada cubría su cabeza y su cuerpo una cota de cuero. Hombre de relieve en aquellos lugares, se le consideraba la mano derecha de sir Daniel, lo mismo en la paz que en la guerra, y, a la sazón, por conveniencia de su amo, ejercía el cargo de alguacil.
-¡Clipsby! -gritó-: Corre al Castillo del Foso y manda a todos los rezagados por el mismo camino. Bowyer os dará cotas y celadas. Hemos de salir antes del toque de queda. Fíjate bien: al que sea el último en llegar a la puerta, sir Daniel le dará su merecido. Conque mucho cuidado, porque ya te conozco y sé que no eres hombre en quien se pueda confiar.
Y dirigiéndose a una de las mujeres, añadió:
-Nance, ¿dónde está el viejo Appleyard? ¿En la ciudad?
-En su campo, con toda seguridad -respondió la mujer.
El grupo se dispersó, y mientras Clipsby cruzaba pausadamente el puente, Bennet y el joven Shelton cabalgaban juntos por el camino, atravesando la aldea y dejando atrás la iglesia.
-Verás cómo ese cascarrabias -dijo Bennet- se pasa el tiempo murmurando y hablando sin ton ni son de Enrique V. ¡Y todo porque estuvo en las guerras de Francia!
La casa adonde se encaminaban era la última de la aldea, y se alzaba solitaria entre unas lilas. Más allá de ella, por los tres lados, se abría la pradera, elevándose hasta las márgenes