-¿Mi padre? -exclamó Shelton-. ¡Mi padre me dejaría ir! Si es cierto que sir Daniel le mató, cuando llegue la hora esta mano dará muerte a sir Daniel; pero ni a él ni a los suyos los abandonaré en el momento del peligro. Y en cuanto a mi juramento, mi buen Jack, tú vas a relevarme de él ahora mismo. Por las muchas vidas que ahora peligran, de pobres hombres que ningún mal te hicieron, y, además, por mi propio honor, tú vas a dejarme ahora libre de ese peso.
-¿Yo, Dick? ¡Jamás! -repuso Matcham-. Y si me abandonas serás un perjuro, y así lo pregonaré por todas partes.
-¡Me hierve la sangre! ¡Dame ese gancho! ¡Dámelo!
-¡No quiero dártelo! -le contestó Matcham-. ¡He de salvarte a pesar tuyo!
-¿No? -gritó Dick-. ¡Pues te obligaré a ello!
-¡Inténtalo! -replicó el otro.
Quedaron mirándose frente a frente, dispuestos ambos a saltar. Brincó entonces Dick, y aunque Matcham giró rápidamente y emprendió la huida, le ganó la delantera. Dick, con otro par de saltos, le quitó el gancho, retorciéndole la mano en que lo empuñaba, le arrojó violentamente al suelo y quedó frente a él, amenazándole con los puños. Matcham quedó tendido en el lugar donde había caído, con la cara sobre la hierba, sin ofrecer resistencia. Dick aprestó entonces su arco.
-¡Ya te enseñaré!... -gritó furioso-. ¡Con juramento o sin él, lo que es por mí, pueden ahorcarte! Girando sobre sus talones, echó a correr. Instantáneamente Matcham se levantó y corrió tras él.
-¿Qué quieres? -gritó Dick parándose-. ¿Por qué me sigues? ¡No te acerques!
-Te seguiré si se me antoja -repuso Matcham-. El bosque es de todo el mundo.
-¡Atrás! -rugió Dick, apuntándole con el arco.
-¡Ah! ¡Qué valiente! -replicó Matcham-. ¡Dispara!
Algo confundido Dick bajó su arma.
-Escucha -dijo-: ya me has hecho bastante daño. Sigue tu camino en paz, porque, de lo contrario, lo quieras o no, te obligaré a hacerlo.
-Bien -dijo Matcham tercamente-. Tú eres el más fuerte de los dos. Haz lo que quieras. Yo no dejaré de seguirte, Dick, a menos que me obligues.
Dick estaba casi fuera de sí ante tal insistencia. No tenía valor para golpear a una pobre criatura tan incapaz de defenderse; pero en verdad que no conocía otro medio para librarse de aquel molesto y acaso -como ya comenzaba a pensarlo- infiel compañero.
-Estás loco -gritó-. Pero, ¡imbécil! ¿No ves que corro en busca de tus enemigos, tan deprisa como los pies puedan llevarme?
-No me importa, Dick -repuso el otro-. Si tú vas a que te maten, yo moriré contigo. Mejor quisiera que me encarcelasen contigo que estar libre y sin ti.
-Bien -respondió el otro-. No puedo detenerme más discutiendo. Sígueme, si es preciso; pero si me traicionas, poco ganarás con ello, fíjate bien. Te meteré una flecha en el cuerpo, muchacho.
Así diciendo, Dick emprendió de nuevo veloz carrera, manteniéndose siempre en el borde del bosque y mirando atentamente en torno suyo mientras corría. Sin aflojar el paso, salió de la hondonada y volvió a los sitios más abiertos y despejados. A la izquierda surgía una eminencia, salpicada de doradas retamas y coronada por un negro penacho de abetos. Desde allí podré ver mejor, pensó, y se lanzó hacia aquel sitio, atravesando un claro cubierto de brezos.
No había avanzado más que algunos metros cuando Matcham, tocándole en un brazo, le señaló algo con el dedo. Al este de la cima se iniciaba un declive, como si un valle cruzase al otro lado. No habían desaparecido aún allí los brezos, y la tierra era rojiza como adarga enmohecida, sobriamente punteada de tejos. En aquel lugar percibió Dick, uno tras otro, a diez casacas verdes que escalaban la altura; marchando a la cabeza de ellos, claramente discernible por llevar su jabalina, Ellis Duckworth en persona. De uno en uno fueron ganando la cumbre, se dibujaron un momento contra el cielo y se hundieron en el otro lado, hasta que el último desapareció.
Dick contempló a Matcham con ojos bondadosos.
-¿De modo que me eres fiel, Jack?-preguntó-. Pensé que acaso fueras del otro partido.
Matcham se puso a sollozar.
-Pero ¡vamos! ¡Que los santos nos asistan! ¿Por una palabra vas a lloriquear?
-Es que me hiciste daño -sollozó Matcham-. Me hiciste daño cuando me arrojaste al suelo. Eres un cobarde que abusas de tu fuerza.
-¡No digas tonterías! -exclamó Dick bruscamente-. No tenías derecho a quedarte con mi gancho. Lo que yo debía haber hecho era darte una buena paliza. Si vienes tendrás que obedecerme; anda, vamos.
Casi le entraban ganas a Matcham de quedarse rezagado. Pero al ver que Dick continuaba corriendo cuanto podía hacia la cumbre y ni siquiera volvía la vista atrás, lo pensó mejor y corrió tras él a su vez. El terreno era difícil y escarpado: Dick le había ganado una buena delantera, y lo cierto era que tenía las piernas más ligeras. Por eso hacía ya rato que Dick había llegado a la cima, rastreando entre los abetos y escondiéndose tras unas espesas matas de retamas, antes de que Matcham, jadeante como un ciervo, se reuniera con él y pudiera echarse a su lado.
Abajo, en el fondo del amplio valle, el atajo que partía de la aldea de Tunstall descendía serpenteando hasta el vado. Camino bien trillado, fácilmente podía la vista seguir su curso de punta a punta. Aquí lo bordeaban los claros del bosque, abiertos por completo; quedaba más allá como encerrado entre los árboles; y cada cien metros se extendía junto a un lugar propicio para una emboscada. Muy abajo ya del camino se veían relucir al sol siete celadas de acero, y, de cuando en cuando, donde los árboles clareaban, aparecían en descubierto Selden y sus hombres, cabalgando animosos, dispuestos a cumplir las órdenes de sir Daniel. El viento se había calmado un poco, mas todavía luchaba algo alborotado con los árboles, y si allí hubiese estado Appleyard quizá se hubiera puesto en guardia al observar la agitación de que daban muestras los pájaros.
-Fíjate -murmuró Dick-. Muy adentro del bosque se hallan ya; y en seguir adelante estriba más bien su salvación. Pero ¿ves ese extenso claro que se alarga debajo de nosotros y en medio del cual hay unos cuarenta árboles que parecen formar una isla? Allí es donde pueden salvarse. Si llegan sin tropiezo hasta ese grupo, ya hallaré yo medio de advertirles del peligro. Pero temo que el corazón me engaña: no son más que siete contra tantos... y sin más armas que sus ballestas. El arco de grandes dimensiones será siempre superior a éstas, Jack.
Selden y sus hombres continuaban ascendiendo por la tortuosa senda, ignorantes del peligro que corrían, y por momentos se acercaban. Sin embargo, una vez hicieron alto, se reunieron en un grupo y parecieron señalar hacia determinado sitio y ponerse a escuchar. Pero lo que les había llamado la atención era algo que hasta ellos llegaba a través de los llanos; el sordo rugido del cañón que, de cuando en cuando, traía el viento, y que hablaba de la gran batalla. Valía la pena fijarse en ello, puesto que si desde allí se oía en el bosque de Tunstall, el combate debía de haberse ido corriendo hacia el este y, en consecuencia, era señal de que la jornada no había sido favorable para sir Daniel ni para los señores de la rosa roja.
Mas al instante reanudó su marcha el destacamento, aproximándose a uno de los claros del camino, cubierto de brezos, adonde sólo una especie de lengua del bosque venía a juntarse con la carretera. Se hallaban precisamente frente a ésta cuando en el aire brilló una flecha. Uno de los hombres alzó los brazos, se encabritó el caballo y ambos rodaron, agitándose en confuso montón. Hasta el lugar donde se hallaban los muchachos llegaba el griterío que armaron los hombres; vieron a los espantados caballos encabritarse y, poco después, mientras el destacamento recobraba la serenidad, observaron que uno de los del grupo se disponía a echar pie a tierra. Una segunda flecha centelleó describiendo un amplio arco, y un segundo jinete mordió el polvo. Al hombre que estaba descabalgando se le escaparon las riendas, y su caballo salió disparado al galope, arrastrándole por la carretera cogido al estribo por un pie, rebotando de piedra en piedra