Prim. Benito Pérez Galdós. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4064066444457
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ha sido el alto clero, la Curia romana…

      — Iniciadores fueron tal vez; pero sus planes habrían quedado reducidos a declamaciones de un coro sentimental, si las damas elegantes… ¡cuidado con ellas, que son de Caballería!… no se hubieran lanzado a la pelea. En estas campañas sólo la bandera es de los hombres; a las mujeres pertenece la gloria del combate y del triunfo.

      — No dudo que influya el bello sexo, Pepe; pero esto, según mis indagaciones, viene de más alto. Napoleón, por farolear en Europa y fascinar a los franceses, inventa las empresas militares más fantásticas. Un imperio en Méjico, ¡qué bonito! La bandera tricolor plantada en el árbol de la Noche triste, ¡qué teatral! Además, el hombre quiere hacer buenas migas con Austria… puesta la mira en el Rhin y en la Prusia Renana… El niño no tiene ambición que digamos… Luego, mi señora la Emperatriz Eugenia, ante quien me postro con toda la admiración y el respeto del mundo, gusta de improvisar tronos… ¡ella, que subió al de Francia con increíble suerte!… y ahora se solaza haciendo Emperador a un Príncipe austríaco, y Emperatriz a una Princesa belga… Es un bonito juego… Póngote de soberano en Méjico, aunque te ponga prendido con alfileres…

      — ¿Lo ves, Manolo?… Y luego negarás que las faldas empollan los imperios… Para tu gobierno, te diré que la idea de llevar un Rey a Méjico es antigua. En mis mocedades de Roma conocí yo a un mejicano extravagante, Gutiérrez Estrada, que tenía por ídolo al príncipe de Metternich, y procuraba imitarle hasta en el vestir. Usaba unas corbatonas formidables y unos cuellos altísimos. En casa de Antonelli le vi algunas noches, con su levita color café, muy ajustada, y una placa de brillantes en el pecho… A lo mejor se lo encontraba uno en el Pincio, lleno el faldón de periódicos ultramontanos, L’Univers, La Civiltà Cattolica; leía febrilmente, y hablaba solo cuando no tenía con quién hablar. Yo le abordé algunas veces por pasar el rato, pues el hombre admitía conversación del primer paseante desconocido con quien topaba, y no hacía la menor reserva de sus pensamientos y sus planes. A vueltas andaba con una idea fija, que era cambiar la forma de gobierno en Méjico, con lo que ganarían mucho el orden y la religión. En Viena pasaba largos meses dando matraca al príncipe de Metternich, y por variar se iba después a Roma y la emprendía con Antonelli. Era un hombre afable y bastante instruido… ¡Pues, digo, si trabajó el hombre para plantar una corona sobre el escudo de su país! Muchos le tuvieron por loco. Luego ha venido la Historia a darle la razón, que esto está muy en la naturaleza de la Historia: dar la razón a los que no la tienen. Pero lo repito: ni Gutiérrez Estrada, ni los ricos mejicanos que trabajaron después por la misma idea, Sánchez Navarro, Hidalgo, Arroyo, ni Almonte últimamente, habrían visto en Méjico monarquía del tamaño de una lenteja, si las señoras no sacan del pecho el Cristo, y de la liga la navaja…

      — Oigame usted, Marqués -dijo a esta sazón Santiago Ibero-, y perdone que hable de mi pleito. Si tan grande es la influencia de las damas en los asuntos públicos, ¿por qué no ha de serlo en los privados? Pequeñísimo, insignificante asunto es este de la desaparición de mi hijo, pues sólo a mí y a mi familia interesa. Y pues nada hemos conseguido de las autoridades ni de los altos o medianos poderes, ¿sería locura que nos encomendáramos a una, o tres, o veinte señoras de esas ricas y guapas que según usted todo lo pueden?

      — Es una idea, es una idea -respondió Beramendi risueño y pensativo-; hay que pensar en ello… Yo pensaré…».

      Capítulo VII

      Índice

      Corrían las horas, arrastradas suavemente por la conversación amena, y Tarfe anunció que concluiría su correspondencia en el despacho del Marqués. Aún le faltaba lo mejor para dar al general Prim un informe interesantísimo, y era que doña Isabel, al enterarse de que los franceses, llevaban un Príncipe austríaco al trono de Méjico, puso el grito en todo el sistema planetario. Su Majestad habló así: «¿Cómo se entiende? ¿Un soberano a Méjico, y no es la reina de España quien lo elige? Ya verá Napoleón cuántas son cinco. ¡Como si no tuviera yo en mi familia príncipes para surtir a toda América! No daría yo poco, bien lo sabe Dios, por tener algún trono lejano donde colocar a Montpensier; a don Juan, mi primo, que acaba de reconocerme; a este otro primastro don Sebastián, y a los demás que me vayan reconociendo». ¿No crees que esto dijo doña Isabel, Pepe?

      — Tan bien la imitas, que me parece que la estoy oyendo. Pero no te entretengas; acaba tu carta. Me figuro que lo que le escribes a Prim de la candidatura de Maximiliano ya está harto de saberlo. También sabrá, por las cartas de Muñiz, toda la menudencia política de aquí, el cariño que le tienen los vicalvaristas, que esperan ver cómo se estrella en Méjico. Vete al despacho… y no te olvides de que has de poner en pliego aparte recomendación muy expresiva, para que se tome el trabajo de averiguar si entre las tropas, o entre los paisanos que siguen al ejército, está el hijo de este señor. Toma la nota con la filiación exacta».

      Retirose Tarfe a escribir, y con Beramendi quedaron solos Ibero, Clavería y otro comensal, no mencionado antes, porque durante el almuerzo no desplegó los labios más que para pronunciar tímidamente algún monosílabo de urbanidad o aquiescencia, y parecía estatua puesta a la mesa, con mecanismo para comer pausada y limpiamente. Era más que viejo, un hombre de buena edad, desmedrado y encanecido prematuramente, fláccido y chupadísimo el rostro, barba y bigote en parte rasos por alopecia, y lo demás rapado a filo de navaja; los ojos agobiados por párpados que se abatían como si fueran de plomo, el cuerpo todo ángulos, trémulas las manos y un poco gafos los dedos. Comía el misterioso sujeto callando, sin más señales de vida que el engullir con ceremonia, el modular alguna palabra insignificante, y el desparramar vagamente alguna mirada oblicua, a medio descorrer del párpado, sobre los otros comensales. En cuanto se fue Tarfe, levantose, desdoblando lentamente su estatura y dijo con voz ultraterrena: «Si el señor Marqués no me necesita, me retiro con su venia». Despidiole Beramendi con afabilidad y estas palabras cariñosas: «Hoy no leeremos, amigo Confusio. Yo tengo que salir con estos señores cuando Manolo despache su correspondencia. Vete a trabajar, y vuelve mañana por aquí». Hizo a todos reverencia el extraño sujeto, y salió como una sombra.

      «Quien conoció a este hombre hace un año y ahora le vea -dijo Beramendi-, no comprenderá que así podamos saltar de la juventud alegre a la triste vejez. El que se llamó Santiuste, ahora lleva el nombre de Confusio, que él mismo se aplica olvidado de su verdadero apellido. Una enfermedad terrible de la que escapó mal curado, para caer luego en un tifus horroroso, deshizo su naturaleza física y mental. Y el que ahora ven ustedes es un guapo mozo comparado con el que me encontré hace meses, cuando salió del hospital, y se arrastraba por los declives de Gilimón como un pobre animal moribundo. Yo le había perdido de vista: ignoraba su paradero y sus enfermedades… Pues Señor, le recogí; le puse en una vivienda saludable, al cuidado de personas caritativas. Se le reconstituyó lo mejor que se pudo. Fue como cadáver que resucitamos trayéndolo un poco más acá de los linderos de la vida. A fuerza de cuidados recobró la acción muscular, el uso de la palabra con torpeza de pronunciación y penuria de voces; luego vino la escritura, que con el ejercicio gradual llegó a ser lo que fue, a medida que se iba corrigiendo el temblor de la mano. La reparación del entendimiento fue más perezosa, y las facultades del hombre muerto reaparecieron en el resucitado como destello de la luz de otros días. Casi todas sus ideas habían volado; olvidó su nombre y los anteriores sucesos de su vida, que fueron complejos y muy interesantes, dramáticos los unos, otros graciosísimos.

      — Fue muy enamorado -indicó Clavería-. Yo recuerdo haberle visto cuando cortejaba a la Villaescusa…

      — Otro más mujeriego no conocí: sus pasiones pertenecían al reino de la novela romántica. En Madrid no le faltaron conquistas; en Tetuán robó judías, moras en Tánger, y de regreso a España hizo estragos en las amas de cura, que, según él, son lo más tentador del mujerío contemporáneo. Pues aquellas aficiones y aptitudes han quedado muertas en él, y hoy vive y procede como si no hubiera mujeres en el mundo… De su ser anterior y del desplome de su entendimiento y de su memoria, no resta más que el sentimiento patrio, y una idea, una sola idea y propósito, escribir la Historia de España, no como