—Más bueno era vuestra merced —dijo Sancho— para predicador que para caballero andante.
—De todo sabían y han de saber los caballeros andantes, Sancho —dijo don Quijote—, porque caballero andante hubo en los pasados siglos que así se paraba a hacer un sermón o plática, en mitad de un campo real, como si fuera graduado por la Universidad de París; de donde se infiere que nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza.
—Ahora bien, sea así como vuestra merced dice —respondió Sancho—, vamos ahora de aquí, y procuremos donde alojar esta noche, y quiera Dios que sea en parte donde no haya mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni moros encantados; que si los hay, daré al diablo el hato y el garabato.
—Pídeselo tú a Dios, hijo —dijo don Quijote—, y guía tú por donde quisieres, que esta vez quiero dejar a tu elección el alojarnos. Pero dame acá la mano y atiéntame con el dedo, y mira bien cuántos dientes y muelas me faltan deste lado derecho de la quijada alta, que allí siento el dolor.
Metió Sancho los dedos, y, estándole tentando, le dijo:
—¿Cuántas muelas solía vuestra merced tener en esta parte?
—Cuatro —respondió don Quijote—, fuera de la cordal, todas enteras y muy sanas.
—Mire vuestra merced bien lo que dice, señor —respondió Sancho.
—Digo cuatro, si no eran cinco —respondió don Quijote—, porque en toda mi vida me han sacado diente ni muela de la boca, ni se me ha caído ni comido de neguijón ni de reuma alguna.
—Pues en esta parte de abajo —dijo Sancho— no tiene vuestra merced más de dos muelas y media, y en la de arriba, ni media ni ninguna, que toda está rasa como la palma de la mano.
—¡Sin ventura yo! —dijo don Quijote, oyendo las tristes nuevas que su escudero le daba—, que más quisiera que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el de la espada; porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante. Mas a todo esto estamos sujetos los que profesamos la estrecha orden de la caballería. Sube, amigo, y guía, que yo te seguiré al paso que quisieres.
Hízolo así Sancho, y encaminóse hacia donde le pareció que podía hallar acogimiento, sin salir del camino real, que por allí iba muy seguido.
Yéndose, pues, poco a poco, porque el dolor de las quijadas de don Quijote no le dejaba sosegar ni atender a darse priesa, quiso Sancho entretenelle y divertille diciéndole alguna cosa; y, entre otras que le dijo, fue lo que se dirá en el siguiente capítulo.
Capítulo XIX. De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos
—Paréceme, señor mío, que todas estas desventuras que estos días nos han sucedido, sin duda alguna han sido pena del pecado cometido por vuestra merced contra la orden de su caballería, no habiendo cumplido el juramento que hizo de no comer pan a manteles ni con la reina folgar, con todo aquello que a esto se sigue y vuestra merced juró de cumplir, hasta quitar aquel almete de Malandrino, o como se llama el moro, que no me acuerdo bien.
—Tienes mucha razón, Sancho —dijo don Quijote—; mas, para decirte verdad, ello se me había pasado de la memoria; y también puedes tener por cierto que por la culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo te sucedió aquello de la manta; pero yo haré la enmienda, que modos hay de composición en la orden de la caballería para todo.
—Pues, ¿juré yo algo, por dicha? —respondió Sancho.
—No importa que no hayas jurado —dijo don Quijote—: basta que yo entiendo que de participantes no estás muy seguro, y, por sí o por no, no será malo proveernos de remedio.
—Pues si ello es así —dijo Sancho—, mire vuestra merced no se le torne a olvidar esto, como lo del juramento; quizá les volverá la gana a las fantasmas de solazarse otra vez conmigo, y aun con vuestra merced si le ven tan pertinaz.
En estas y otras pláticas les tomó la noche en mitad del camino, sin tener ni descubrir donde aquella noche se recogiesen; y lo que no había de bueno en ello era que perecían de hambre; que, con la falta de las alforjas, les faltó toda la despensa y matalotaje. Y, para acabar de confirmar esta desgracia, les sucedió una aventura que, sin artificio alguno, verdaderamente lo parecía. Y fue que la noche cerró con alguna escuridad; pero, con todo esto, caminaban, creyendo Sancho que, pues aquel camino era real, a una o dos leguas, de buena razón, hallaría en él alguna venta.
Yendo, pues, desta manera, la noche escura, el escudero hambriento y el amo con gana de comer, vieron que por el mesmo camino que iban venían hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían. Pasmóse Sancho en viéndolas, y don Quijote no las tuvo todas consigo; tiró el uno del cabestro a su asno, y el otro de las riendas a su rocino, y estuvieron quedos, mirando atentamente lo que podía ser aquello, y vieron que las lumbres se iban acercando a ellos, y mientras más se llegaban, mayores parecían; a cuya vista Sancho comenzó a temblar como un azogado, y los cabellos de la cabeza se le erizaron a don Quijote; el cual, animándose un poco, dijo:
—Ésta, sin duda, Sancho, debe de ser grandísima y peligrosísima aventura, donde será necesario que yo muestre todo mi valor y esfuerzo.
—¡Desdichado de mí! —respondió Sancho—; si acaso esta aventura fuese de fantasmas, como me lo va pareciendo, ¿adónde habrá costillas que la sufran?
—Por más fantasmas que sean —dijo don Quijote—, no consentiré yo que te toquen en el pelo de la ropa; que si la otra vez se burlaron contigo, fue porque no pude yo saltar las paredes del corral, pero ahora estamos en campo raso, donde podré yo como quisiere esgrimir mi espada.
—Y si le encantan y entomecen, como la otra vez lo hicieron —dijo Sancho—, ¿qué aprovechará estar en campo abierto o no?
—Con todo eso —replicó don Quijote—, te ruego, Sancho, que tengas buen ánimo, que la experiencia te dará a entender el que yo tengo.
—Sí tendré, si a Dios place —respondió Sancho.
Y, apartándose los dos a un lado del camino, tornaron a mirar atentamente lo que aquello de aquellas lumbres que caminaban podía ser; y de allí a muy poco descubrieron muchos encamisados, cuya temerosa visión de todo punto remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó a dar diente con diente, como quien tiene frío de cuartana; y creció más el batir y dentellear cuando distintamente vieron lo que era, porque descubrieron hasta veinte encamisados, todos a caballo, con sus hachas encendidas en las manos; detrás de los cuales venía una litera cubierta de luto, a la cual seguían otros seis de a caballo, enlutados hasta los pies de las mulas; que bien vieron que no eran caballos en el sosiego con que caminaban. Iban los encamisados murmurando entre sí, con una voz baja y compasiva. Esta estraña visión, a tales horas y en tal despoblado, bien bastaba para poner miedo en el corazón de Sancho, y aun en el de su amo; y así fuera en cuanto a don Quijote, que ya Sancho había dado al través con todo su esfuerzo. Lo contrario le avino a su amo, al cual en aquel punto se le representó en su imaginación al vivo que aquélla era una de las aventuras de sus libros.
Figurósele que la litera eran andas donde debía de ir algún mal ferido o muerto caballero, cuya venganza a él solo estaba reservada; y, sin hacer otro discurso, enristró su lanzón, púsose bien en la silla, y con gentil brío y continente se puso en la mitad del camino por donde los encamisados forzosamente habían de pasar, y cuando los vio cerca alzó la voz y dijo:
—Deteneos, caballeros, o quienquiera que seáis, y dadme cuenta de quién sois, de dónde venís, adónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis; que, según las muestras, o vosotros habéis fecho, o vos han fecho, algún desaguisado, y conviene