Hubo un silencio y Berlioz palideció.
—Usted… Usted… ¿cuánto hace que está en Moscú? —preguntó con voz temblorosa.
—Acabo de llegar hace un instante —respondió el profesor, distraído. Recién en ese momento a los amigos se les ocurrió mirar bien sus ojos y se dieron cuenta de que el izquierdo, el verde, era el de un demente rematado, y el derecho estaba vacío, negro y muerto.
“¡He aquí la explicación de todo! —Pensó Berlioz consternado—. Es un alemán recién llegado al país que está loco o que se acaba de chiflar en los Patriarshie. ¡Vaya historia!”.
En efecto, todo quedaba explicado: el extrañísimo desayuno con el difunto filósofo Kant, las estupideces acerca del aceite y Ánnushka, las predicciones acerca de la decapitación y todo lo demás: el profesor estaba loco.
Berlioz enseguida decidió lo que convenía hacer. Reclinándose hacia el respaldo del banco, por detrás del desconocido, empezó a hacerle guiños a Bezdomni, como indicándole que no lo contradijera. Pero el poeta, desconcertado, no captó el mensaje.
—Sí, sí, sí —decía Berlioz exaltado—. ¡Todo eso es posible, muy posible! Poncio Pilatos, el balcón y todo lo demás… Y usted ¿ha venido solo o con su esposa?
—Solo, solo… Siempre estoy solo —contestó el profesor con amargura.
—¿Y dónde están sus pertenencias, profesor? —preguntó Berlioz, insinuante—. ¿En el Metropol?1 ¿Dónde se está hospedando?
—¿Yo? En ninguna parte —contestó el chiflado alemán, errando por los Estanques con su salvaje y angustioso ojo izquierdo.
—¿Cómo? ¿Y… dónde va a vivir?
—En su departamento —contestó el demente con rapidez e insolencia, y le guiñó el ojo.
—Yo… estaría encantado —Comenzó a balbucear Berlioz—, pero me temo que en mi casa va a estar incómodo… El Metropol tiene unas habitaciones maravillosas, es un hotel de primera clase.
—¿Y el diablo tampoco existe? —preguntó de pronto el enfermo, con alegría, a Iván Nikoláievich.
—Tampoco…
—¡No lo contradigas! —susurró Berlioz entre dientes, gesticulando por detrás del profesor.
—¡No existe ningún diablo! —gritó Iván Nikoláievich, desconcertado por todo ese espectáculo—. ¡Pero qué castigo! ¡Déjese de locuras!
Entonces el desconocido lanzó tal carcajada que un gorrión escapó volando del tilo bajo el que estaban sentados.
—Bueno, esto sí que es interesante —dijo el profesor, temblando de risa—. ¿Así que no tienen nada de lo que se les pide? —Dejó de reír bruscamente y, como es común en los enfermos mentales, luego de la carcajada pasó al otro extremo: se irritó y gritó con severidad—: Conque no existe, ¿eh?
—Cálmese, cálmese, profesor —balbuceaba Berlioz, temeroso de inquietar al enfermo—. Usted quédese aquí un minuto con el camarada Bezdomni, que yo corro hasta la esquina a hacer una llamada y luego lo acompañaremos a donde quiera. Como usted no conoce la ciudad…
Hay que admitir que el plan de Berlioz era acertado: correr hasta el teléfono público más cercano y comunicarle al Buró de Extranjeros que un profesor recién llegado del exterior se encontraba en los Estanques Patriarshie en un estado a todas luces anormal. Era necesario tomar medidas, porque de lo contrario todo derivaría en un disparate desagradable.
—¿Llamar? Bueno, llame —asintió el enfermo con tristeza, y de repente, exaltado, dijo—: ¡Pero, antes de despedirnos, se lo ruego: crea al menos que el diablo existe! No le pido más que eso. ¡Tenga en cuenta que existe una séptima prueba y es la más convincente de todas! Ahora mismo la va a presenciar.
—Bueno, bueno —asintió con falso cariño Berlioz y, guiñándole el ojo al pobre poeta, que no le veía ninguna gracia a la idea de quedarse vigilando a un alemán demente, se dirigió a la salida de los Patriarshie que da a la esquina de la Brónnaia y el pasaje Iermoláievski.
Mientras tanto, el profesor pareció calmarse y volver a la normalidad.
—¡Mijaíl Aleksándrovich! —gritó tras Berlioz. Este se estremeció y se dio vuelta, pero enseguida se calmó ante la idea de que el profesor también se habría enterado de su nombre y patronímico a través de algún diario. El profesor gritó, poniendo las manos en forma de altavoz—: ¿No quiere que ordene mandar un telegrama a su tío en Kiev?
Y otra vez Berlioz se estremeció. ¿Cómo se habría enterado el demente de la existencia del tío de Kiev? Porque los diarios, desde luego, no dirían nada acerca de eso. Mmh… ¿No tendría razón Bezdomni? ¿Y si esos documentos eran falsos? ¡Ah, pero qué sujeto más extraño! ¡A llamar! ¡A llamar! ¡A llamar de inmediato! Enseguida lo aclararían todo.
Y sin escuchar nada más, Berlioz siguió corriendo.
En ese momento, en la salida misma de la Brónnaia, el ciudadano que se había corporeizado en el calor grasiento bajo la luz del sol se levantó de un banco y fue al encuentro del editor. Pero esta vez ya no estaba hecho de aire, sino que era un hombre común y corriente, de carne y hueso, y bajo la luz del crepúsculo Berlioz pudo observar claramente que sus bigotitos eran como plumas de pollo, los ojitos pequeños, irónicos y algo borrachos, y que llevaba el pantaloncito a cuadros tan arriba, que se le veían las sucias medias blancas.
Mijaíl Aleksándrovich retrocedió, pero se consoló pensando que se trataba de una simple coincidencia y que no había tiempo para reflexionar en ello.
—¿Busca el molinete, camarada? —preguntó el sujeto de a cuadros con voz desafinada—. ¡Por aquí, por favor! Siga derecho y llegará bien. Debería cobrarle un cuarto de litro por la indicación…, un trago para recuperarme…, soy exchantre… —Y se quitó la gorra haciendo gestos burlones.
Berlioz no quiso seguir escuchando al pedigüeño y visajero chantre; se acercó corriendo al molinete y apoyó una mano sobre él. Lo hizo girar; se disponía ya a pisar las vías cuando una luz blanca y roja bañó su rostro: se encendió la señal “¡Cuidado con el tranvía!”. Dicho tranvía enseguida apareció: venía doblando por la vía recién construida del pasaje Iermoláievski a la Brónnaia. Tras superar la curva y salir en línea recta, se iluminó por dentro, dio un alarido y aceleró.
El prudente Berlioz, aunque estaba fuera de peligro, decidió volver detrás de la barrera; puso una mano en el molinete y dio un paso hacia atrás. De repente, su mano resbaló y se soltó, su pie patinó como sobre hielo por los adoquines que descendían hasta las vías, el otro pie se elevó por los aires y Berlioz salió despedido hacia ellas.
Tratando de aferrarse a algo, Berlioz cayó boca arriba y se golpeó ligeramente la nuca contra los adoquines; alcanzó a vislumbrar en lo alto —ya sin saber si a la izquierda o a la derecha— una luna áurea. Se volvió de costado y, con un movimiento desesperado, llevó las piernas hacia el abdomen; al girar la cabeza, se encontró con la cara blanca de terror y el pañuelo rojo de la conductora, que se le acercaba inexorablemente. Berlioz no gritó, pero de pronto toda la calle a su alrededor empezó a chillar con voces de mujer. La conductora accionó el freno eléctrico, el vagón clavó la delantera en el suelo, dio un brinco y los vidrios saltaron de las ventanas con estrépito. En ese momento, en el cerebro de Berlioz alguien gritó con desesperación: “¿Será posible?”. Otra vez —por última vez—, apareció la luna, pero quebrándose ya en pedazos. Luego vino la oscuridad.
El tranvía