—No —dijo Pilatos—, lo que me sofoca no es eso, sino tu presencia, Kayafa —Y, entornando los ojos, Pilatos sonrió y agregó—: Cuídate bien, sumo sacerdote.
Los ojos oscuros del sumo sacerdote brillaron y, con una habilidad no inferior a la del procurador, confirió a su rostro una expresión de asombro.
—¿Qué es lo que oigo, procurador? —contestó Kayafa con orgullo y serenidad—. ¿Me amenazas tras emitir una sentencia que tú mismo ratificaste? ¿Acaso eso es posible? Estamos acostumbrados a que el procurador romano sopese las palabras antes de decir algo. ¿No teme que alguien nos oiga, hegémono?
Pilatos miró con ojos exánimes al sumo sacerdote y, mostrando los dientes, simuló una sonrisa.
—¡Pero qué dices, sumo sacerdote! ¿Quién puede oírnos aquí y ahora? ¿Acaso me parezco al joven chiflado y vagabundo al que van a ejecutar hoy? ¿Acaso soy un niño, Kayafa? Yo sé lo que digo y dónde lo digo. El jardín está cercado, el palacio está cercado, ¡no hay rendija por la que pueda colarse un ratón! Y no sólo un ratón, sino tampoco ese… ¿cómo se llama?…, el de la ciudad de Kariot. Por cierto, ¿lo conoces, sumo sacerdote? Sí… Si ese se infiltrara aquí, lo lamentaría amargamente. Eso me lo crees, ¿verdad? ¡Pues no tendrás paz a partir de ahora, sumo sacerdote, sábelo! Ni tú, ni tu pueblo —Y Pilatos señaló a la derecha y a lo lejos, allí donde, en lo alto, brillaba el templo—. ¡Te lo digo yo, Poncio Pilatos, el jinete Lanza Dorada!
—¡Lo sé, lo sé! —respondió el intrépido Kayafa de barba negra, y sus ojos destellaron. Alzó la mano al cielo y continuó—: Sabe el pueblo de Judea que lo odias con un odio feroz y que le ocasionarás muchos sufrimientos, ¡pero no has de destruirlo! ¡Dios lo protegerá! ¡Nos escuchará, nos escuchará el César todopoderoso, nos protegerá del funesto Pilatos!
—¡Oh, no! —exclamó Pilatos, y con cada palabra se sentía más y más aliviado: ya no hacía falta fingir, no hacía falta elegir las palabras—. ¡Demasiadas veces te quejaste de mí ante el César y ahora ha llegado mi turno, Kayafa! Ahora enviaré la noticia, pero ya no al gobernador de Antioquía ni tampoco a Roma, sino directo a Capri, al mismo emperador, la noticia de que ustedes, en Yerushalaim, protegen de la muerte a rebeldes declarados. Y no será agua del estanque de Salomón la que le daré de beber a Yerushalaim, como tenía pensado hacerlo para su bien. ¡No, no será agua! ¡Acuérdate de cómo, por culpa de ustedes, tuve que quitar de los muros los escudos con la efigie del emperador y movilizar las tropas! ¿No ves que tuve que venir yo en persona para ver qué estaba pasando aquí? Recuerda mi palabra, sumo sacerdote. ¡Verás más de una cohorte en Yerushalaim! Verás bajo los muros de la ciudad a toda la Legión Fulminante, vendrá la caballería árabe, ¡y entonces oirás amargos llantos y gemidos! ¡Recordarás al Bar-rabán salvado y lamentarás haber enviado a la muerte a un filósofo con su pacífica prédica!
El rostro del sumo sacerdote se cubrió de manchas; sus ojos ardían. Igual que el procurador, sonrió mostrando los dientes y contestó:
—¿Acaso tú mismo crees, procurador, en lo que estás diciendo? ¡No, no lo crees! No fue paz lo que trajo a Yerushalaim el seductor del pueblo, y tú, jinete, lo entiendes perfectamente. ¡Tú querías liberarlo para que sublevara al pueblo, injuriara la fe y expusiera a la población a las espadas romanas! ¡Pero yo, sumo sacerdote de Judea, mientras viva no permitiré que se injurie la fe y protegeré al pueblo! ¿Me oyes, Pilatos? —Y aquí Kayafa alzó la mano con gesto amenazador—: ¡Oye bien, procurador!
Kayafa calló, y el procurador volvió a oír como un ruido de mar que se extendía hasta los mismos muros del jardín de Herodes el Grande. El ruido llegaba desde abajo y envolvía los pies y el rostro del procurador. Allí, a sus espaldas, tras las alas del palacio, se oían unas alarmantes señales de trompeta, el pesado crujido de cientos de pies, el tintineo del hierro. Entonces el procurador comprendió que la infantería romana ya estaba saliendo, de acuerdo con su propia orden, y se encaminaba al desfile previo a la ejecución de rebeldes y delincuentes.
—¿Oyes, procurador? —repitió en voz baja el sumo sacerdote—. ¿No me vas a decir que todo esto —Kayafa alzó ambas manos y la oscura capucha cayó de su cabeza— lo ha provocado el miserable delincuente de Bar-rabán?
El procurador se enjugó la fría y húmeda frente con el dorso de la mano y clavó la vista en el suelo. Luego, mirando al cielo con los ojos entornados, vio que el globo incandescente estaba ya casi encima de su cabeza y que la sombra de Kayafa se había contraído del todo junto a la cola del león, y dijo con voz queda e indiferente:
—Ya va a ser mediodía. Nos hemos dejado llevar por la charla, pero es hora de continuar.
Tras excusarse con frases elegantes ante el sumo sacerdote, el procurador le pidió que tomara asiento en un banco a la sombra de las magnolias, mientras él convocaba al resto de las personas pertinentes para una última y breve reunión y emitía una orden más relacionada con la ejecución.
Kayafa hizo una reverencia cortés con la mano en el corazón y se quedó en el jardín. Pilatos volvió al balcón y le ordenó al secretario, que lo esperaba allí, que invitara al jardín al legado de la legión, al tribuno de la cohorte, a dos miembros del Sanedrín y al jefe de la guardia del templo, que aguardaban el llamado en la terraza inferior, una terraza redonda con una fuente. Pilatos agregó, además, que enseguida saldría en persona y se retiró al interior del palacio.
Mientras el secretario organizaba la reunión, el procurador tuvo una entrevista con un hombre cuyo rostro estaba a medio cubrir con una capucha, si bien la habitación estaba ensombrecida con oscuras cortinas y los rayos de sol no podían molestarlo. La entrevista fue muy breve. El procurador le dijo unas palabras en voz baja y el hombre se retiró, mientras Pilatos volvió al jardín a través de la columnata.
Allí, en presencia de todos aquellos que quería ver, el procurador, con tono seco y solemne, ratificó la sentencia de muerte de Yeshúa Ha-Notzri y preguntó oficialmente a los miembros del Sanedrín a cuál de los delincuentes deseaban dejar con vida. Al recibir la respuesta de que era Bar-rabán, el procurador dijo:
—Muy bien —Y ordenó al secretario que lo anotara enseguida en el protocolo. Luego apretó con la mano el broche que el secretario había levantado de la arena y dijo en tono solemne—: ¡Es hora!
Todos los presentes descendieron por la ancha escalera de mármol flanqueada por rosas de un aroma embriagador, hasta que al fin alcanzaron el muro del palacio y las puertas que daban a una gran plaza bien pavimentada en cuyo extremo asomaban las columnas y estatuas del hipódromo de Yerushalaim.
Al salir del jardín, el grupo subió a un amplio estrado de piedra que dominaba la plaza. Pilatos miró alrededor con los ojos entornados y estudió la situación. El espacio que recién había recorrido, es decir, el espacio entre el muro del palacio y el estrado, estaba vacío, pero ya no podía ver la plaza que se abría ante él: la multitud se la había tragado. Habría colmado también el estrado y el espacio despejado, de no ser porque la contenían una triple fila de soldados de Sebaste ubicada a la izquierda de Pilatos y otra fila de soldados de la cohorte auxiliar Itúrea ubicada a su derecha.
Entonces Pilatos subió al estrado, apretando en el puño el broche innecesario y entornando los ojos. No lo hacía porque el sol lo quemara, ¡no! Por alguna razón, no quería ver al grupo de condenados que, como bien sabía, subirían ahora al estrado.
Apenas el manto blanco forrado de rojo sangre apareció en lo alto del peñasco de piedra sobre el borde de ese mar humano, una ola sonora golpeó en los oídos del enceguecido Pilatos: “Ha-a-a…”. Había nacido a lo lejos, junto al hipódromo, en tono bajo; luego se volvió estruendosa y, tras sostenerse unos segundos, comenzó a decaer. “Me vieron”, pensó el procurador. La ola no se había replegado del todo cuando de nuevo empezó a crecer y, columpiándose, subió más que la primera; en esta segunda ola, como la espuma que bulle en el mar, bulleron los silbidos y unos aislados gemidos de mujer, perceptibles a través del trueno. “Los han subido al estrado… —Pensó Pilatos—, y los gemidos provienen