Más allá otro me paró, venía fumando un porrito. “¿Querí?”, me preguntó. “No gracias cumpa”. Venía encapuchado y yo me reí de que pudiera fumar en un ambiente tan tóxico. “No pasa nada, hermano, yo trabajo acá a la vuelta, así que estoy acostumbrado”. Y un dato rosa: mientras todo esto ocurría en frente de La Moneda una comitiva de políticos chinos era recibida. ¿A quién mierda se le ocurrió recibirlos un día así? Los pobres chinos se tapaban todos con pañuelos y hasta fueron mojados por el guanaco, mientras los pacos se reían de la situación.
La cosa se veía mucho más complicada hacia Plaza Italia o en el mismo Barrio Lastarria. El gas pimienta era ley y me hizo retornar. Tomé las calles interiores esquivando los guanacos, y me encontré a un grupo de muchachos recolectando muestras con equipos. “¿Qué hacen?”, les pregunté. “Estamos tomando muestras para saber qué en verdad están lanzando; somos químicos y vamos a sacar toda esta información para dentro y fuera del país”. Y me acordé de las últimas manifestaciones masivas en contra de Macri en Argentina, por el tema de las pensiones a jubilados: los chicos ahí no sabían ni cómo reaccionar, habían olvidado la represión policial y las lacrimógenas: nadie recordaba muy bien que a una marcha hay que ir con un limón y una botella de agua con bicarbonato.
Regresé y guardé mi energía para la noche. En Plaza Manuel Rodríguez se vivía una algarabía total: un concierto de cacerolas y gritos y bailes, bocinazos también y discursos que llamaban a cuidarse, a guardar energía, porque esto no se iba a acabar hoy, ni mañana, pero quizás sí un día si nos manteníamos unidos. Varios jóvenes del fondo dijeron que no, que lo darían todo y comenzaron desplegarse y seguir a la masa hacia la Alameda. Las barricadas comenzaron a aparecer como luciérnagas a ambos lados de las avenidas. Era una fiesta, un guillatún, con cultrunes, trutrucas, saxos, cuernos, bongós, aplausos y gritos iracundos y de guerra a los helicópteros que no han dejado de pasar sobre la ciudad. La cosa ahí se caldeó cuando un grupo incendió los basureros, iniciando una pelea entre vecinos. Uno le dijo a otro: “¡esto no lo vas a pagar tú! ¡Esto es porque durante cuarenta años ustedes no salieron a hacer nada!”, y ella indignadísima le contestó: “¡tengo niños adentro, hueón! Nací en el exilio, mi padre fue torturado, salimos toda la vida a la calle, pero quema la basura y no los basureros en frente de nuestras casas. ¡Tengo niños, hueón!”. Eso hizo que la piromanía tomara cartas y obedeciera; hacia el fondo se veían pasar a algunos con cajas de televisores y otros electrodomésticos de los saqueos: “¡manifestar no saquear, mono culiao!”, les dijo la turba y les quitaron lo que llevaban. Había pasado ya una hora desde el decreto del toque de queda y nadie se quería ir a dormir. Yo lo había conversado todo: en la tarde con mis vecinos al comprar el pan, en la noche sobre las revueltas en Valparaíso, Concepción, Coquimbo, Valdivia, Arica y de que los militares iban a ser implacables, de los continuos incendios, de que nos teníamos que cuidar entre todos.
El día de las canciones viejas
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El día de las canciones viejas
20 de noviembre de 2019
A Ezequiel Zaidenwerg
La señora iba a duras penas avanzando con una bolsa a través de la Alameda, a la altura del metro República y de pronto se le soltó. En la calzada de al medio había tres grupos grandes de militares y policías. El toque de queda ya había comenzado hace casi una hora. Sin pensarlo me acerqué y le ofrecí ayuda: caminamos unas seis o siete cuadras, pero ella venía caminando otras veinte o treinta desde Plaza Italia, “es que nadie para, nadie te lleva”. “Está bien pesada esta bolsa, ¿qué lleva adentro? ¿Piedras? ¿Le va a tirar piedras a los milicos?”, le dijo sonriéndole. “No me faltan ganas y también al tonto del presidente”. Llegando a Avenida España un grupo de jóvenes intervenían la calle con banderas anarquistas y de la nación mapuche. Me dijo que ya estaba cerca, que le quedaban dos cuadras no más, que la iban a estar esperando. Y ahí la dejé y también a esos muchachos a los que los automóviles y motos celebraban. Santiago en estos días es para valientes.
Pero ahí no comenzó esta crónica, si no con un rastrillo. Un rastrillo y una pala, porque mis vecinos desde temprano salieron a limpiar las calles del desastre de ayer: a juntar bolsas, comida descompuesta, plástico y metales quemados, un poco de lo que se compone la basura. Alguno podría decir que por ahí se encontraron a Alberto Espina o a Andrés Chadwick, el ministro de Defensa y el del Interior: en su defensa no tienen nada y en el interior tampoco, lo comprobamos al verlos en la televisión y sacar sus dientes pinochetistas, afilados desde hace ya mucho tiempo en las cavernas del fascismo: cómo les gusta ver el país lleno de militares, de tanquetas, de carabinas. No hay duda de que la gente se las va a cobrar y con ganas. En este país las cosas tardan, pero llegan y con dolor. Estos días también han sido testimonio de eso, de la incompetencia de Piñera, de una explosión popular acumulada durante décadas, contra la casta política y su enriquecimiento a costa del trabajo ajeno, con leyes sumamente convenientes.
Dicho esto comí, dejé todo un poco ordenado. Traté de leer y no pude. Me comuniqué con amigos en Perú, Colombia, Estados Unidos, México y Argentina, sobre todo en Argentina donde era el Día de la madre: acá en cambio era otro día de sacarse la madre caminando para llegar a cualquier lado. Partí a pie desde el barrio República, menos tranquilo que ayer, con más barricadas. En la ex-estación estaban los militares con sus armas resguardando. Me acerqué a uno y le pregunté desde qué hora estaba ahí y me contestó que llevaba todo el día y que ya estaban cansados. Dudé que esa metralleta que portaba tuviera balas, pero mejor no dudar con la historia encima y habiendo aprendido a no confiar en la sombra que nos reunía; porque hay que decirlo, el sol pegaba después de un rato. Y también tengo que decirlo: mi encuentro con ellos fue sumamente violento, fue un shock, casi no podía caminar de sólo ver una metralleta y, para darme coraje, escuché dentro de mí a un grupo de estudiantes que gritaban: “¡NO TENEMOS MIEDO!” Y con eso me acerqué también a los de un jeep en la calle Vergara que discutían con un señor de edad, que les pedía que por favor se fueran, que le dolía mucho verlos ahí en contra del pueblo. El militar casi no contestaba. Paré, saqué una foto y seguí más adelante.
Cerca de La Moneda nuevamente el caos, pero más intenso que ayer. No había muchos lugares para escabullirse, así que corrí hacia el bandejón esquivando a un guanaco. Entré por una calle contigua y justo pasó un contingente militar en tanquetas y pude ver que uno de ellos había sido alcanzado por una bomba de pintura de color rosa: milicos de rosa, qué ingenio, pero también es una muestra del descontento total por su presencia. “¡Vuelvan a los cuarteles, hueones culiados! ¡Defensores de la corrupción!”, les gritaban en sus caras. Pensé en que seguramente ese contingente no quedaría tan indemne de esa batahola. Pero yo debía seguir –como en las crónicas de Malatesta o Kapuscinski– e intenté cruzar al otro lado de la Moneda, cuando se abalanzó un grupo enorme de muchachos en frente de policías y arengándolos: “¡Venimos del mismo lugar, trabajamos la misma cantidad de horas, no defiendan a ese ladrón!” Reacción: el paso frenético de un guanaco y hubo que correr, correr mucho, tanto que casi le gané a un chico haitiano que iba junto a mí. Pasamos a través de un puente y desde ahí