Y eso fue lo que traté de hacer, de vivir intensamente esos días de octubre, porque por un lado era mi manera de volver a mi país y, por otro, de entender que había llegado el momento tan esperado. De una manera bastante irresponsable salí con una polera amarrada como mascarilla, una botella con agua, una mochila liviana, un celular y un cuadernillo hacia las plazas e intersecciones. Conversé con cuanta persona se me cruzó en el camino. Compartí información privilegiada y no tanto, me vi envuelto de batallas durísimas entre la policía y los manifestantes y por varios días llegué a pensar que esta ola enorme era consciente del proceder histórico que la guiaba. Aún no lo sé, el nivel de destrucción ha sido evidente, y cuando hablo de eso hablo de las vidas que se perdieron, de esos muchachos que quedaron ciegos por un balazo en el rostro, de las lacrimógenas que cayeron en centros culturales y negocios y que fueron consumidos por las llamas, por la demencia con que fueron saqueados y quemados supermercados, hoteles y cuanto espacio estuvo disponible para el pillaje. Por ahí se decía “la gente se cansó”, pero por otro lado la gente estaba más viva que nunca pegando carteles, invocando a los grandes poetas de su patria, inventando mil formas para ir a protestar días tras día. Yo únicamente debía de tomar nota y estas crónicas son parte de ese intento, de explicar a mis amigos en el extranjero qué estaba pasando realmente, en qué estábamos envueltos. Y la gran ola golpeó contra las rocas y se espumó.
El título de este compendió es Mandarinas y es tal vez un homenaje secreto a esas frutas que me acompañaron en mi mochila en cada salida, pero también a ese personaje anónimo que se cruzó conmigo y conversó una tarde hablando de la lucha en este país. Como él hay cientos que vagabundean en estas tardes de cuarentena por las ciudades y sobre todo en esta capital que cada vez es más la capital de la furia. Algunos dirán que mi decisión de volver no estuvo acertada, yo sólo diré que estuve aquí y logré contarlo de la manera más fidedigna y salvaje que me fue permitida. Quizás esto podría ser peor, se transforme algún día en un lugar distinto, en el que mis viejos tengan una buena jubilación y una salud digna, en que mis hijos y sobrinos puedan acceder a la educación pública de calidad, en el que nos demos cuenta que vivimos en la copia feliz del Eden y tomemos nota de aquello. No lo sé, pero el presente en esos días fue así:
Día de Furia en Santiago. Otro más
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Día de furia en Santiago. Otro más
Viernes 18 de octubre de 2019
Mi caminata fue así: salí por Antonio Bellet y a, la vuelta de Avenida Providencia, encontré una feria de artesanías de la isla de Chiloé y me quedé conversando con una señora de Lemuy, a la que le compré una panera de ñocha -tengo debilidad por esas fibras vegetales- y unos pajaritos para adornar el nuevo departamento. Le pregunté si conocía a una familia, que veranos atrás, a Claudia y a mí, nos había hospedado en su casa, frente a la playa de Liucura, una noche en que la luz de las estrellas encandilaba. Los recuerdos de esa casa y de esa gente, poco tenía que ver con los gritos, la densidad de los pasos, las bocinas y frenazos que provenían del exterior del lugar. Las dos escenas no se entrelazaban, el mundo de los artesanos del sur y la tensión de una metrópolis por estallar.
Luego seguí a la multitud hacia el Parque Forestal; unos pocos iban extrañados por el corte en el funcionamiento del metro, otros seguían derecho, en línea recta hacia quién sabe dónde, hasta que se abrió frente a mí la Alameda: la evidencia del conflicto. La masa tuvo la oportunidad de gritarle unas cuantas cosas a la policía: “No los queremos nada!”, fue lo más suave que escuché. Luego bordeé el Centro Cultural Gabriela Mistral, para encontrar asilo en la librería Ulises: mi nariz apenas resistía contra el efecto de las lacrimógenas. Con el amigo y librero Nacho Rauld, encontré paz y una pequeña merienda (la famosa once chilena) para levantar las energías, consistente en un pan con queso y un té. De pronto, interrumpiendo nuestros manjares, abrió las puertas de vidrio un viejo amigo librero al que no veía hace años: Nicolai. Nos dimos un abrazo emocionado, como diría Vallejo, emocionado, emocionado. Nos contamos en breve la vida. Me dijo que iba hacia la zona norte de la ciudad, que buscáramos la parada de los buses, que ante la emergencia veían dislocados sus recorridos comunes. Sugirió Twitter, pero no había una verdadera comunión entre los datos de la red y la realidad. Caminamos y caminamos y caminamos y no encontramos nada; caminamos por Merced y luego haciendo zigzag por el centro, parando para comprar unas latas de cerveza. Recordé una novela de Julio Cortázar, una genial y olvidada novela de Cortázar llamada El examen, donde un grupo de amigos dan vueltas alrededor de una ciudad entrecruzando citas y comentarios al ritmo del jazz. En Santiago no había jazz, ni nada que se le pareciera, pero había cumbia y lacrimógenas y balas de goma, la policía no pudiendo controlar la manifestación popular contra las alzas del transporte. La maldita, la vil policía: pasé siete años olvidándola al otro lado de la cordillera. Entonces, seguimos por Avenida Brasil hablando de Juan Carlos Onetti, de las novelas de Juan José Saer y, cuando íbamos saliendo por el barrio Concha y Toro, nos envolvió una nube picosa que bloqueó la pasada; los estudiantes atravesaban esa misma nube que nosotros veníamos evadiendo al menos por unas veinte cuadras, entraban y salían de ella, con sus capuchas y sus emblemas. Al final, nos despedimos ya acercándonos a Estación Central, en la entrada de Avenida España, dejando unos mates para el futuro, conversas de otros libros y de ponernos al día en medio de la desobediencia civil.
Las barricadas apareciendo como luciérnagas
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Las barricadas apareciendo como luciérnagas
Sábado 19 de octubre de 2019
Salí. No podía aguantar quedarme en casa. Ya se había anunciado que los militares controlarían las calles. El chiste de muchos era que podían estar nerviosos, sin duda era su primer día de trabajo. No podía aguantar quedarme en casa sabiendo que los grandes benefactores de la clase política tomarían las riendas del orden con el uso de la fuerza, ese caballo siempre desbocado. “Más bencina al fuego”, decían y lo vi: la ciudad era un caballo de metal corriendo en llamas. Así que caminé con esa visión y entré por calle República, tranquila, sumamente tranquila, hasta que me acerqué a la ex-estación de metro, completamente calcinada y en donde se reunían de manera pacífica un grupo de jóvenes a tocar tambores, a cantar, a hacer presión; pero no eran solamente jóvenes y no eran solamente chilenos: cada minuto que pasaba eran más y agitaban el ritmo al paso de las micros que también animaban la fiesta. Alrededor todo era una gran A rallada en cada muro, envuelta en un círculo y mucho odio desperdigado contra el presidente y la policía. Un par de cuadras más allá, dos controlaban el tránsito, con sus uniformes impecables. Los choferes de micro sacaron los extintores de sus máquinas y se los pasaron a los manifestantes,