Introducción
Las tribulaciones de Carolina
Durante toda su vida, Carolina vivió en Arquitecto Tucci, un barrio pobre en los suburbios de la ciudad de Buenos Aires con una elevada tasa de homicidios.[2] A los 37 años compartía una casa de dos pisos, cerca de una escuela primaria, con su esposo Raúl y sus tres hijos varones. Como suele suceder en Arquitecto Tucci, la modesta vivienda de Carolina era de ladrillo a la vista con techo de tejas y pisos de concreto sin terminar. Por las noches, dos faroles solitarios proveían escasa visibilidad en la calle sin asfaltar, que se inundaba cuando llovía. Además de ocuparse de la casa y de criar a sus hijos, tres veces por semana Carolina tomaba dos colectivos para ir a la ciudad de Buenos Aires, donde trabajaba como empleada doméstica. El viaje demoraba casi dos horas de ida y otras dos de vuelta.
Cuando nos acercamos por primera vez a Carolina para conocer los problemas más apremiantes de su barrio, aprovechó la oportunidad para hablar de lo que más le importaba: la estremecedora historia de su hijo mayor con las adicciones. “Mi hijo Damián empezó a fumar porro hace unos años y después se pasó al paco”,[3] explicó. “Lo vi totalmente dado vuelta muchas veces, y sé que no es bueno para él. Cuando está muy drogado, es como que está en otra parte, sus ojos están en otra parte. No te entiende lo que le decís, no te escucha”.
La descripción que hace Carolina de su hijo cuando fuma paco es característica de los efectos que produce esa droga. Barato, fácil de conseguir y muy adictivo, el paco es una mezcla de subproductos de la cocaína más un popurrí de otros rellenos tóxicos que provoca un “vuelo” intenso pero breve. Cuando pasa el efecto –lo cual ocurre muy rápido– los usuarios se sienten deprimidos y paranoicos y salen en busca de la próxima dosis.
Además de los cambios drásticos que Carolina observó en la personalidad de Damián, el resto de la familia también se vio afectado por sus horarios erráticos y sus problemas de salud. “Volvía [a casa] a las cuatro de la mañana. Yo no podía dormir”, nos contó. Y describió su angustia al ver la boca de su hijo cubierta de llagas: “Porque cuando fuma, se le quema la boca. Es tan triste”. Para colmo de males, los dos hijos menores de Carolina estaban expuestos a la incertidumbre y el conflicto que generaba la adicción de Damián. “Mi hijo Brian, que tiene 5 años –explicó Carolina–, lloraba muchísimo cuando el hermano desaparecía. De todos, Brian es el que más sufrió”.
Carolina se enfervorizaba al comentar sus dificultades para manejar la adicción de Damián: “Yo lo encerraba para que no saliera a fumar”. Pero sus intentos de mantenerlo encerrado en la casa fueron, en última instancia, un tiro por la culata: “Una vez saltó del balcón y se rompió la pierna. Las drogas lo estaban matando”.
Cuando Damián salía de la casa, Carolina casi nunca sabía dónde estaba o cuándo volvería. “Pasamos todo el año persiguiéndolo, día tras día abajo de la lluvia, siempre buscándolo”, recordó. “Era muy duro. Todos sufríamos. Es horrible, no te imaginás. Sentís que te tiemblan las manos y las piernas, no sabés con qué te vas a encontrar cuando salís a buscarlo”. Pero lo peor de todo era la preocupación por la violencia que Damián podía sufrir mientras compraba, consumía o se recuperaba de su “vuelo”: “Me daba miedo que lo mataran, o que lo violaran. Mi miedo más grande era encontrármelo apuñalado o baleado por culpa de las drogas”.
La impotencia de Carolina para frenar la adicción de Damián se manifestaba como frustración interna. Por ejemplo, nos comentó que cuando su hijo estaba bajo el efecto del paco ella “quería matarlo”. Y recordó que: “Una noche salí a buscarlo. Y estaba superdrogrado. Le di flor de paliza, pero él no se acuerda de nada. Te miraba como shockeado, con cara de estúpido, como si no supiera de qué estaba hablando”.
Carolina estaba convencida de que la calle –donde Damián pasaba la mayor parte de su tiempo– era el origen de su adicción. Nos explicó: “Cuando le pregunto por qué es tan difícil dejar, dice que tiene las drogas delante de la cara, que aparecen por todas partes donde va, que las drogas están en todas partes. Te las venden en la esquina, te las venden cruzando la calle. Dice que no puede salir de la casa porque las drogas están ahí nomás y lo tientan. A cualquier lugar que vaya en Arquitecto Tucci, hay drogas”.
Para alguien como Damián, la dependencia de drogas adictivas en alto grado, como el paco, era una realidad inevitable. Pero muchos otros estaban involucrados en las redes de producción, distribución y consumo de drogas ilegales y la violencia que engendran esos procesos. “Acá no podés salir a trabajar sin pensar que te van a afanar en cualquier momento”, comentaba Carolina mientras hablaba de sus largos viajes en colectivo a la ciudad de Buenos Aires. “Hay chicos que roban para tener plata para comprar droga. Yo siempre me cuido la espalda. No podés ni caminar por la calle. Vayas donde vayas, tenés que tomar un remís. No podemos vivir así”. Por si esto no bastara, Carolina tampoco se sentía protegida por las fuerzas de seguridad: “La policía no hace nada. La policía es toda transa. Agarran a un narco a mitad de cuadra y lo sueltan en la esquina”.
Al describir la adicción de su hijo y el miedo y la violencia imperantes en su barrio, Carolina da voz y carnadura a la experiencia compartida por muchos vecinos de Arquitecto Tucci. También articula lo que constituye el objeto empírico de este libro: la colaboración entre policías y narcotraficantes.
El remordimiento del sacerdote
El padre Mariano Oberlín[4] criticaba abiertamente el paco. Insistía en que la droga tenía efectos devastadores sobre la vida de los jóvenes pobres en la villa donde residía y trabajaba: una zona caliente del narcotráfico en los suburbios de la ciudad de Córdoba.
Hijo de un sindicalista y activista de la Iglesia católica secuestrado y desaparecido por las fuerzas paramilitares a mediados de los años setenta, era público que el padre Oberlín apoyaba las acciones de las Madres contra el Paco. Esta organización –muy presente en Arquitecto Tucci– está integrada por madres cuyos hijos son adictos a lo que se conoce como “la droga de los pobres”.[5] Por su alto grado de exposición, Oberlín fue amenazado de muerte por los narcos locales. “Cinco mil pesos para el que mate al cura”, oyó decir una vez mientras desmalezaba un terreno abandonado frente a la escuela del barrio.
Debido a las intimidaciones recurrentes, el gobierno local le asignó un custodio. El 22 de diciembre de 2016, según el informe policial, el sacerdote estaba cortando el pasto cerca de su iglesia cuando se le acercaron dos adolescentes y le exigieron que les entregara el celular, el rosario y la cortadora de césped. Su custodio corrió a defenderlo y efectuó varios disparos. Una bala mató a uno de los asaltantes, un chico llamado Lucas.[6] Oberlín quedó devastado por el asesinato. Al día siguiente, en un posteo de Facebook, publicó:
Nunca hubiese podido imaginar que la bala que desde hace unas semanas imaginaba que iba a impactar contra mi cabeza, podría terminar en la cabeza de un chico de 14 años. Si pudiera cambiar mi vida por la de este chico, juro que la cambiaría. Pero aunque yo muera, él no va a revivir. Hoy siento que nada tiene sentido. Ni las luchas de tantos años, ni las convicciones, ni las palabras tantas veces dichas, ni el trabajo infatigable por intentar cambiar al menos una puntita de un sistema que está podrido desde la raíz. No sé cómo seguirá la vida para adelante. Solo sé que no quiero seguir alimentando toda esta maquinaria de violencia, exclusión y muerte.
Esta historia encapsula de manera vívida las transformaciones de la violencia en los márgenes urbanos en la Argentina y buena parte de América Latina. Héctor Oberlín, progenitor del sacerdote, enfrentó las amenazas del Estado y las fuerzas paramilitares hasta que fue secuestrado y luego asesinado en un campo de concentración manejado por el Estado argentino durante la última dictadura militar (1976-1983). Su hijo Mariano enfrentó otra forma de peligro: la que representaban los narcos locales.[7]
La violencia relacionada con la droga no solo afecta a usuarios y traficantes, sino también al resto de los vecinos. Los hombres, mujeres y niños que residen en comunidades pobres suelen quedar atrapados en medio de las disputas y enfrentamientos entre narcos. Como bien sabía