—Amor mío, ¿qué vas a hacer? —preguntó—. Te ruego que me expliques...
Pero Roubaud repitió con su voz alta e inexorable:
—¡Escribe! ¡Escribe!
Luego, con los ojos fijos en los suyos, sin ira, sin palabras fuertes, pero con una obstinación cuyo peso la aplastaba, añadió: —Verás lo que voy a hacer... Y que lo sepas, lo que voy a hacer, quiero que lo hagas conmigo. Así nos quedaremos juntos y habrá entre nosotros algo sólido.
Sus palabras la espantaban. Trató nuevamente de retroceder. —No, no, quiero saber... No escribiré hasta que sepa... Entonces, sin hablar, Roubaud le cogió una mano, una pequeña y frágil mano de niña y, estrechándola entre su puño de hierro, apretó más y más con la fuerza de un torno. Y su voluntad parecía entrar en la carne de ella, junto con el dolor. Lanzó un grito. Su ser se rompía, se entregaba por completo. Aunque seguía ignorando sus intenciones, su dulzura pasiva le aconsejaba la sumisión: instrumento de amor, instrumento de muerte.
—Escribe, escribe.
Y ella escribió penosamente, con su mano adolorida.
—Está bien, así me gusta —dijo en cuanto tuvo la carta—. Ahora arregla un poco esto y prepáralo todo. Volveré a buscarte. Estaba tranquilo. Rehizo el nudo de su corbata delante del espejo, se puso el sombrero y se fue. Severina oyó como cerraba la puerta con dos vueltas de llave. La noche progresaba con paso rápido. Permaneció un instante sentada, escuchando los ruidos del exterior. De la habitación de al lado, donde vivía la vendedora de periódicos, le llegaba un lamento prolongado y sordo: sin duda algún perrito olvidado por su ama. Abajo, en casa de los Dauvergne, se había callado el piano. Ahora se oía el alegre alboroto de las cacerolas y los platos. Las dos amas de casa estaban ocupadas en la cocina; Clara cuidando un guisado de carnero, Sofía limpiando una ensalada. Y Severina, anonadada, escuchaba sus risas en medio
de la horrible angustia de aquella noche cada vez más densa.
A las seis y cuarto, la locomotora del rápido de El Havre, desembocando por el Puente de Europa, se dirigió hacia su tren. La engancharon. Debido a una obstrucción, no habían podido colocar este tren bajo la marquesina de las líneas de gran distancia; esperaba al aire libre, en medio de las tinieblas, bajo un cielo color de tinta. El andén se prolongaba en forma de muelle angosto sobre el que la hilera de los pocos mecheros de gas, espaciados a lo largo de la acera, diseminaba una luz de estrellas humeantes. Acababa de caer una fuerte lluvia dejando tras sí un hálito húmedo y glacial que flotaba sobre aquel vasto espacio descubierto, cuyos límites, extendidos por las brumas, parecían alejarse hacia las débiles y pálidas luces de las fachadas de la calle de Roma. Aquel espacio era inmenso y triste, anegado en agua, salpicado acá y allá por fuegos sanguinolentos, confusamente poblado de masas opacas: locomotoras y vagones solitarios, trozos de trenes dormidos sobre las vías de reserva. Y desde el fondo de ese lago de sombra, llegaban ruidos cual respiración de monstruos jadeantes de fiebre; silbidos parecidos a los agudos gritos de mujeres violadas, y lejanos toques de bocina; lamentos en medio del sordo fragor de las calles vecinas...
Dieron órdenes en voz alta para que se añadiera un coche. Inmóvil, la máquina del expreso dejaba escapar por una válvula un gran chorro de vapor que subía a través de ese negro espesor, deshilachándose y sembrando con blancas lágrimas la inmensa manta de luto tendida sobre el cielo.
A las seis y veinte, aparecieron Roubaud y Severina. Ella acababa de entregar la llave a la señora Victoria, al pasar ante los excusados contiguos a la sala de espera, y Roubaud la empujaba con la impaciencia de un marido que tiene prisa y a quien su mujer retrasa. Nervioso y brusco, con el sombrero hacia atrás iba él; ella con su velo pegado al rostro, vacilante y como rendida de cansancio. Preso en la ola de viajeros que invadía el andén, el matrimonio avanzó a lo largo de la fila de coches buscando con la mirada una cabina de primera vacía. El andén se animaba por momentos; los mozos arrastraban hacia el furgón de cabecera las vagonetas de equipaje; un vigilante se ocupaba acomodando a una familia muy numerosa, mientras que el segundo jefe de servicio daba un vistazo a los enganches de los coches, con su linterna en la mano, para asegurarse de que estaban sólidamente unidos. Roubaud había encontrado al fin una cabina y se disponía a hacer subir a Severina, cuando fue descubierto por el jefe de estación, el señor Vandorpe, que se paseaba por allí en compañía del jefe adjunto de las líneas de gran distancia, señor Dauvergne. Los dos marchaban con las manos a la espalda y observaban las maniobras para enganchar al tren un coche más. Se cambiaron saludos, y fue preciso detenerse en el andén y hablar.
Al principio, hablaron del asunto con el subprefecto, que había terminado a satisfacción de todo el mundo; luego la conversación giró hacia un accidente que había transmitido el telégrafo de El Havre. Había ocurrido en la mañana: una locomotora, la Lisón, que, los jueves y los domingos, hacía el servicio del expreso de las seis y treinta, había sufrido una rotura de la biela en el momento mismo en que entraba en la estación. Los trabajos de reparación tendrían inmovilizados allí, durante dos días, al maquinista Jacobo Lantier, paisano de Roubaud, y a su fogonero Pecqueux, el marido de la señora Victoria. En pie ante la portezuela de la cabina, Severina observaba a su esposo, el cual afectaba, ante aquellos señores, una gran desenvoltura, alzando la voz y riendo. De pronto hubo un choque y el tren retrocedió algunos metros: era la locomotora que empujaba a los primeros coches hacia el que acababan de traer, el coche número 293, un vagón reservado. El hijo de Dauvergne, Enrique, que acompañaba el tren en calidad de conductor jefe, habiendo reconocido a Severina bajo su velo, impidió que recibiese un golpe de la portezuela abierta, apartándola con rápido movimiento; ahora, sonriente y muy amable, le explicaba que el coche reservado era para uno de los administradores de la Compañía que acababa de pedirlo, media hora antes de que saliese el tren. Severina tuvo una breve risa nerviosa, sin motivo, y Enrique, requerido por su servicio, se despidió encantado. Más de una vez había pensado que ella sería una amante muy deseable.
El reloj marcaba las seis y veintisiete. Faltaban todavía tres minutos. De pronto, Roubaud que acechaba las puertas de las salas de espera, visibles a lo lejos, mientras hablaba con el jefe de estación, se despidió de éste para ir a reunirse con Severina. Pero su coche ya no se hallaba en el lugar de antes, y tuvieron que dar algunos pasos para encontrar la cabina; entonces, volviendo la espalda, Roubaud empujó a su mujer, obligándola a subir. Ella, a la vez dócil e inquieta, miraba instintivamente hacia atrás, ansiosa de saber qué ocurría. Veía a un viajero retrasado que llegaba sin más equipaje que una manta sobre el brazo, el cuello de su grueso gabán azul subido y el ala del redondo sombrero tan inclinado sobre la frente que no podía distinguirse su rostro a la vacilante luz del gas, sino tan sólo un poco de barba blanca. A pesar del evidente deseo del viajero de no ser visto, Vandorpe y Dauvergne se habían adelantado hacia él. Le siguieron, pero él no les saludó hasta que estuvo, después de pasar junto a tres coches, frente al reservado, en el que subió a toda prisa. ¡Era él! Severina, toda temblorosa, se dejó caer en el asiento. Su marido le apretó violentamente el brazo. Roubaud estaba satisfecho ahora que era seguro que podría llevar a cabo su propósito.
Dentro de un minuto daría la media. Un vendedor se obstinaba en ofrecer los periódicos de la tarde, y algunos pasajeros se paseaban todavía por el andén, acabando de fumar sus cigarros. Al fin, todos subieron; se acercaban, por ambos extremos del tren, los empleados que cerraban las portezuelas. Roubaud, que había tenido la desagradable sorpresa de descubrir, en un rincón de la cabina, que había creído vacío, la oscura forma de una mujer muda e inmóvil, y sin duda de luto; no pudo contener una exclamación de cólera cuando de nuevo se abrió la portezuela y, lanzados al interior por un vigilante, aparecieron un hombre y una mujer, gordos ambos. La pareja, jadeante, se dejó caer sobre la banqueta. Iba el tren a caminar. La lluvia volvía a caer en menudas gotas, anegando el vasto campo tenebroso que, sin cesar, atravesaban los trenes, de los que sólo se distinguían los cristales alumbrados: una fila de pequeñas ventanas móviles. Algunas luces verdes se habían encendido; otros faroles