—¡No, no! ¡No estamos en casa! —repetía ella—. ¡Te suplico, no en este cuarto!
Ella misma se sentía como embriagada, aturdida por la comida y el vino, y todavía vibrante después de su febril recorrido a través de París. La habitación, calentada al exceso, la mesa en la que aparecían en desorden los cubiertos, lo imprevisto del viaje, que se estaba convirtiendo en partida de placer, todo le encendía la sangre y le hacía estremecerse de emoción. Y sin embargo, se negaba, y le oponía resistencia, apoyada contra el bastidor de la cama, con una rebeldía llena de terror, la causa de la cual ella misma no habría podido explicar.
—No, no —suplicaba—. No quiero.
Roubaud, en el que hervía la sangre, hacía un esfuerzo para dominar sus gruesas manos brutales. Hubiera podido destrozarla. ¡Tonta! ¿Quién lo sabrá? Luego arreglaremos la cama.
En su casa, en El Havre, Severina, habitualmente, se entregaba con una docilidad complacida, después del almuerzo cuando Roubaud estaba de servicio por la noche. Ella no recibía, al parecer, ningún placer, pero manifestaba un abandono feliz, un afectuoso consentimiento en el placer que le proporcionaba a él. Y lo que ahora le volvía loco era sentirla como nunca la había poseído; ardiente y temblorosa. El reflejo negro de su cabellera oscurecía sus tranquilos ojos de verde doncella, y su boca, fuertemente dibujada, parecía sangrar en el suave óvalo de su rostro. Tenía ante sí una mujer a la que no conocía. ¿Por qué rehusaba?
—Di, ¿por qué? —insistía—. Tenemos tiempo.
Entonces, en medio de esa angustia inexplicable, de esa turbación que no le permitía juzgar las cosas claramente, turbada hasta un grado que parecía ignorarse a sí misma, lanzó un grito de dolor verdadero que hizo que Roubaud desistiera bruscamente:
—¡No, no, déjame, te suplico! No sé qué me pasa, es como si me ahogara sólo de pensar en ello, en este momento. No estaría bien.
Los dos se habían dejado caer, sentados ahora sobre el borde de la cama. Roubaud se pasó la mano sobre el rostro como para arrancarse el escozor que le quemaba. Viendo que había vuelto a la sensatez, ella, amistosa, se inclinó y le dio un fuerte beso en la mejilla, queriendo mostrarle que le quería a pesar de todo. Por un instante, los dos permanecieron así, sin hablar, recobrando su calma. Roubaud había tomado la mano izquierda de Severina y jugaba con una vieja sortija, una serpiente de oro con pequeña cabeza de rubíes, que lucía en el mismo dedo en que llevaba puesto su anillo de boda. Siempre la había visto en ese lugar.
—¡Mi pequeña serpiente! —dijo Severina, con voz de sueño, creyendo que Roubaud contemplaba la sortija y sintiendo una imperiosa necesidad de hablar—. Fue en La Croix-de-Maufras donde me la regaló, con motivo de mis dieciséis años cumplidos.
Roubaud, sorprendido, levantó la cabeza.
—¿Quién? ¿El presidente? —preguntó.
Cuando los ojos de su marido se encontraron con los suyos,
Severina tuvo un brusco sobresalto que la despertó. Sintió que un súbito frío le helaba las mejillas. Quiso contestar, pero no pudo articular ni una sola palabra, ahogada por una especie de parálisis.
—Pero —dijo Roubaud—, tú me has dicho siempre que era tu madre quien te había dejado esta sortija.
En ese instante, ella todavía hubiera podido deshacer aquella frase dejada escapar en un momento de completo olvido. Habría bastado que riese, que se hiciera la distraída. En vez de esto, se obstinó. Había perdido el dominio de sí misma.
—Querido —respondió—, no te he dicho nunca que mi madre me había dejado este anillo.
De pronto, Roubaud, palideciendo a su vez, la miró firmemente.
—¿Cómo? —dijo—. ¿Que no me lo has dicho nunca? ¡Si me lo dijiste veinte veces! No hay nada malo en que el presidente te diera una sortija. Te dio mucho más que esto. Pero, ¿por qué me lo ocultaste? ¿Por qué me mentiste, diciendo que era de tu madre?
—No he hablado de mi madre, querido, estás equivocado —repitió Severina.
Esta obstinación era estúpida. Veía claramente que se perdía, que él la penetraba con la mirada, y hubiera querido desdecirse, corregir el sentido de sus palabras; mas era tarde, sentía cómo su rostro la traicionaba, cómo, a pesar suyo, la confesión se desprendía de toda su persona. El frío de sus mejillas había invadido su faz entera, una contracción nerviosa retorcía sus labios. Y él, espantoso, con un rostro en el que había reaparecido súbitamente un rubor tan violento que parecía que la sangre iba a hacer saltar las venas, tomando sus muñecas, la miró a los ojos de cerca, para leer mejor, en el pánico que reflejaban, lo que no decían sus labios.
—¡Maldita sea! —balbuceó—. ¡Maldita sea!
Severina tuvo miedo. Inclinó la cara para esconderla bajo su brazo, esperando el puñetazo. Un hecho, pequeño, miserable, insignificante, el olvido de una mentira a propósito de un anillo, acababa de ofrecer la evidencia, después de un par de palabras cambiadas. Un minuto había sido suficiente. Arrojándola violentamente sobre la cama, Roubaud se abalanzó y comenzó a golpearla con ambos puños, a ciegas. En tres años no le había dado ni siquiera una bofetada, y ahora la machacaba, ciego, ebrio, en un paroxismo de salvaje, con su furia de hombre de gruesas manos, que en otro tiempo habían empujado pesadas vagonetas.
—¡Puta de Dios! ¡Te has acostado con él! ¡Con él! ¡Acostado con él!
Su furia crecía a cada repetición de estas palabras, y cada vez que las pronunciaba, abatía los puños sobre ella, como queriendo que entraran en su carne.
—¡Con un viejo chocho! ¡Acostado con él! ¡Acostado con él!...
Era tal su ira que silbaba sin que la voz llegara a salir de su garganta. Fue entonces cuando oyó que ella, ablandándose bajo sus golpes, decía, “no”. No encontraba mejor defensa, negaba para que no la matara. Y este grito, esta obstinación en la mentira, acabó de enloquecerle.
—¡Confiesa que te acostaste con él!
—¡No! ¡No!
Había vuelto a agarrarla, sosteniéndola derecha entre sus brazos e impidiendo así que recayese sobre la cama con el rostro hundido en la manta, como una pobre criatura que se esconde. La forzaba a mirarlo.
—Confiesa que te acostaste con él —repitió.
Pero ella, deslizándose entre sus brazos, se escapó y corrió hacia la puerta. Con un salto, Roubaud se lanzó de nuevo sobre ella con el puño levantado y, alcanzándola junto a la mesa, la derribó tras un solo golpe furioso. Se tendió en el suelo, a su lado; la agarró de los cabellos para mantenerla allí clavada. Durante un minuto, los dos permanecieron así, tumbados, cara a cara, inmóviles. Y en medio de un horrible silencio, se oían, procedentes del piso de abajo, los cantos y risas de las señoritas Dauvergne, cuyo piano rabiaba, sofocando los ruidos de la lucha. Era Clara la que estaba cantando canciones infantiles, mientras Sofía la acompañaba, vigorosamente.
—Confiesa que te acostaste con él.
Severina ya no se atrevía a negar. No contestó nada. —¡Confiesa que te acostaste con él, perra de Dios, o te destripo! Iba a matarla, lo leía claramente en su mirada. Al caer, había
visto sobre la mesa la navaja abierta; veía claramente el brillo de la hoja y le pareció que Roubaud alargaba el brazo. La cobardía se apoderó de ella: sintió un deseo de entregarse, abandonando toda resistencia; deseo de acabar de una vez.
—Pues sí, ¡es cierto! —dijo—. ¡Suéltame!
Lo que sucedió entonces, fue abominable. La confesión que había exigido con tanta violencia le hirió