EL AGNOSTICISMO DEL MICRÓFONO
Este trabajo de Henri Chopin manifiesta cómo el micrófono invade el palpitante cuerpo humano —esa singularidad dentro de la realidad exterior al espacio radiofónico— a la manera de un catéter o una sonda. Penetra en la boca, en la carne, pero atraviesa también el lenguaje convencional —ese que, con diferencia, constituye el material sonoro más frecuente en la radiofonía mundial—. El salto entre las dos obras evocadas también refleja ese tránsito, dentro de la poética de Chopin, en virtud del cual la expresión verbal regularizada se desintegra, abandonando no solo los contornos de cualquier posible idioma, sino la semántica en general. El lenguaje se reduce a la «mera» voz, y esta se hace carne llevando a la literalidad el versículo catorce del Evangelio según san Juan.
Sin duda esta concepción de lo lingüístico está relacionada con las experiencias cosechadas por el poeta tanto en los campos de trabajo como en la marcha de la muerte. Allí, según su propio relato, se entremezclaban decenas de dialectos de todos los rincones de la Europa del Este, hasta fundirse en un lenguaje prácticamente onomatopéyico, similar a lo que también escuchó, hacia el final de la guerra, en los remotos pueblos del Cáucaso. Parecidas expresiones de glosolalia debieron de oír, a principios del siglo XX, los futuristas rusos Aleksei Kruchenykh y Velimir Khlebnikov antes de inventar el Zaum, un lenguaje poético experimental carente de significado —pero con remotos residuos de las primitivas lenguas eslavas—, cuya denominación procede de la combinación de dos partículas rusas que aluden, por un lado, a «algo que está más allá» y, por otro, a «mente» (la palabra se ha traducido como «transrazón» o «ultrasentido»).
En un pasaje de su tesis doctoral, titulada El momento analírico. Poéticas constructivistas en España desde 1964, la poeta María Salgado cuestiona retóricamente la relación de estas y otras prácticas de las llamadas primeras vanguardias con desarrollos tecnológicos como la radiofonía:
¿Podría siquiera imaginarse la fantasía de un lenguaje transracional y transcontinental como el zaum de los cubofuturistas rusos sin el inconsciente de la telegrafía y de la telefonía? ¿Podrían considerarse el fenómeno textual y la dimensión escandalosa del Manifiesto vanguardista ajenos a la difusión sonora e impresa de la radio, la prensa y el panfleto?
Salgado añade inmediatamente esta otra reflexión: «Estos aparatos permiten pensar en el material verbal en tanto tal, o sea, cantidad acústica operable físicamente y, en consecuencia, materia prima para una operación poética». Esta consideración del «material verbal» como algo no solo desprovisto de las potenciales resonancias poéticas del lirismo tradicional, sino como una mera «materia prima» lingüística, coincide históricamente con dos momentos en los que los cuerpos humanos —y acaso la vida, en general— devinieron, también, mera «materia prima», carne de cañón. Si las vivencias juveniles de Henri Chopin estuvieron marcadas por la Segunda Guerra Mundial, el apogeo del Zaum coincidió con la pionera Gran Guerra. Festivales de muerte, mutilación e irracionalidad ante los cuales el lenguaje de la vida cotidiana se queda —cuando menos— corto, y que posiblemente superaron lo que aquellos poetas podían expresar mediante las palabras dócilmente sometidas a la norma lingüística.
La radio no solamente fue testigo de ambas contiendas, sino que conoció —como tantos otros desarrollos tecnológicos— un notable impulso gracias a ellas: tanto su eficiencia técnica como su difusión crecieron notablemente en esos años. Es un medio de comunicación que históricamente ha florecido en los tiempos de mayor incomunicación.
El micrófono constituye la mejor metáfora de esa incomunicación, pero acaso también de la renovada función poética de las vanguardias. Al igual que el lenguaje convencional no permitía a esos poetas articular sus sensaciones o pensamientos (posiblemente tan novedosos e insólitos como los horrores que estaban llamados a contemplar), la membrana de este transductor impide que el torrente que conforma la realidad llegue de manera íntegra hasta el espacio radiofónico. No obstante, lo que sí consigue atravesar el micrófono constituye una nueva realidad, previamente inaudita.
Existe, sin embargo, una diferencia crucial entre el quehacer poético y la transducción microfónica, y ello determina profundamente la naturaleza misma de la radio. El filtrado del lenguaje verbal realizado mediante la decantación poética opera en el dominio de lo simbólico: los límites expresivos del lenguaje tienen que ver con las relaciones entre las palabras y las cosas. Relaciones arbitrarias y convencionales, como nos enseñó Saussure, que los poetas solamente pueden torsionar hasta cierto punto. El micrófono, por su parte —y este es uno de los hechos más determinantes para la historia de la radio—, no entiende de símbolos.
Seth Kim-Cohen, teórico especializado en arte conceptual, utiliza en su libro In The Blink of an Ear: Toward a Non-Cochlear Sonic Art una expresión, «agnosticismo del micrófono», que merece un desarrollo mucho más amplio del allí ofrecido, y que expresa muy concisamente el fundamental matiz al que se acaba de aludir. Refiriéndose a las tempranas experiencias ante este artilugio por parte del bluesman Muddy Waters, Kim-Cohen nos recuerda que el micrófono
[…] no hace distinciones entre la flema en la garganta y las palabras de la canción. El agnosticismo del micrófono permite al cantante que se recree en los detalles de la voz: sibilancia, distorsiones, suspiros, susurros, el clic y el crujido de determinadas consonantes, la emisión hueca de las vocales. El característico estilo de Waters emana de la parte posterior de la garganta, y hace un uso audible de todos los componentes carnosos de la boca, la lengua, las mejillas, la úvula y los labios.
Quizá nuestros tímpanos estén demasiado cerca de nuestro cerebro. Este discrimina, a la velocidad de la luz —y conforme a un sutil aprendizaje subterráneo desarrollado desde que el lenguaje deviene su sistema operativo— entre categorías como «sonido», «voz», «música», «canto», «habla», «ruido», «silencio»… Pero el micrófono es insensible ante estas distinciones de evidente carácter cultural. Su membrana vibra de la misma manera cuando cada una de esas «cosas» le alcanza (sí, también lo que percibimos como silencio… porque, como sabemos, tal cosa no existe). Es un instrumento agnóstico, pues no practica ninguna creencia en particular acerca de la calidad ni el origen de cualquiera de las señales que recibe.
Es apropiado describir como creencias —meras creencias— las separaciones entre categorías como las anteriormente mencionadas, pues esas palabras —arbitrarias y convencionales, como todas las demás— están revestidas, en nuestra tradición cultural, de unos valores que trascienden, con mucho, el dominio de la acústica. Cada una de esas palabras porta una carga moral. Por eso reaccionamos inmediata y visceralmente —sin que medie demasiada reflexión— ante determinados estímulos sonoros, con efectos que van desde lo extremadamente placentero (una voz familiar o amiga, una melodía que nos remite a un momento feliz) hasta la indignación moral (aquí cada uno podría inscribir los géneros musicales que su educación —léase: adscripción sociocultural— le haya llevado a condenar, o esas voces que ha aprendido a calificar como desagradables —y que normalmente incorporan reconocibles marcas geográficas, de género, raza o clase social—, o en general esos sonidos que algunas comunidades humanas perciben como musicales, pero que otras identifican inmediatamente como ruido).
Si recordamos que la palabra moral, procedente del latín morālis, deriva en última instancia de la voz «mos, moris», que simplemente significa «costumbre», se entiende que la cualificación moral de esas categorías relacionadas con la escucha sea algo que aprendemos desde niños. Como en todo proceso educativo, replicamos aquellos comportamientos que encontramos en otros miembros de las diferentes comunidades a las que vamos perteneciendo (y, desde una perspectiva aspiracional, también de aquellas a las que quisiéramos pertenecer). La radio, mucho antes que los demás medios de comunicación masiva, ha contribuido —para bien y para mal— a ampliar enormemente esas comunidades