La membrana es frontera, lugar de negociación, sitio de la permeabilidad. Pero también de la ruptura, del rasgado, de la penetración. Es donde más posibilidades tiene el orificio de imponerse y arruinarlo todo. La membrana, actuando como diafragma, comunica elásticamente dos espacios, dos realidades. Es separación, pero también posibilidad de eco, de que las fuerzas de un lado se trasladen a (o, por lo menos, resuenen en) la otra parte, su más allá. Porque detrás de la membrana siempre está lo otro, lo diferente, lo ajeno.
Como lugar de frontera, a la membrana se le atribuye una tarea de contención. Su última razón de ser consiste en no dejar pasar todo a su través. Filtrar, seleccionar, escoger, bloquear… ¿Con qué criterios? La respuesta está en la propia constitución de la membrana: el tamaño de su superficie, el material del que está hecha, su coeficiente de elasticidad… También aquí la memoria resulta fundamental: la fatiga que haya experimentado esa membrana en el pasado —la intensidad y duración del trabajo acumulado— modifica su comportamiento actual. Las condiciones ambientales son igualmente importantes: humedad, temperatura, presión atmosférica… La membrana, como toda frontera, es un sistema complejo, en el que la alteración de una variable puede provocar enormes cambios en el funcionamiento general, y repercutir en otros parámetros solo aparentemente remotos o inconexos.
El micrófono, la barrera del espacio radiofónico que linda con lo que hemos denominado —siempre entre comillas— «mundo exterior», ejemplifica perfectamente todos esos atributos limítrofes que se acaban de enunciar. Pequeña puerta de entrada hacia ese territorio virtual que aquí identificamos con lo radiofónico, el micrófono convierte una parte de todo aquello que existe o sucede en su más allá en elementos susceptibles de ser radiados.
Ese más allá del micrófono, lo que queda del otro lado de su diafragma, se corresponde —en general— con lo que usualmente denominamos realidad. Dado que este último término procede del latín res-rei —que seguimos traduciendo como «cosa»—, y dado también que esa realidad más allá de la membrana del micrófono está plagada de cosas, la expresión parece correcta.
Esas cosas —múltiples y heterogéneas— que se agolpan tras la frontera del micrófono, y que este contiene como celador del espacio radiofónico, incluyen (o, si se prefiere, representan) la vida. O el mundo, pues como expresó Wittgenstein en el epígrafe 5.621 de su Tractatus logico-philosophicus, «el mundo y la vida son una y la misma cosa». En cualquier caso, ni lo mundano ni lo vital tendrán cabida una vez atravesada la membrana. El micrófono, que a menudo tiene forma de puñal o de cuchillo, mata. Extermina todo aquello que en nuestra existencia cotidiana se nos presenta como vivo y orgánico, reduciéndolo a un mero flujo de electrones. Aunque a menudo no llegue a obstruir la laringe de aquel que habla o canta en uno de sus extremos, en realidad sí que lo ahoga, sí que mutila su expresión. Exprime su vitalidad y la conduce hasta lo inerte.
Esto lo entendió bien el poeta Henri Chopin, cuya biografía —que comienza en el París de 1922, dentro de una familia judía— le ubicó muy cerca de la muerte ya desde que en su juventud sufriera los efectos de la Segunda Guerra Mundial. Con veinte años fue requerido por el Servicio del Trabajo Obligatorio (STO), que en la Francia ocupada llevó contra su voluntad a más de seiscientas mil personas a Alemania para que participaran en el esfuerzo de guerra trabajando en fábricas, ferrocarriles, cultivos, etc. Chopin permaneció escondido varios meses, pero en junio de 1943 fue arrestado y conducido a dos de los campos donde se hacinaban estos trabajadores, primero el de Königsberg (en la Prusia oriental) y después el de Olomouc (en Checoslovaquia). Allí, al negarse a trabajar —alegando que él era un poeta—, fue encarcelado. En 1944 un bombardeo aliado creó una brecha en el muro de la prisión y Chopin huyó —en pleno invierno— hacia el Este, donde se topó con el ejército soviético, que inicialmente le consideró un espía y se dispuso a fusilarlo. Pero Chopin consiguió explicar su situación y pasó a trabajar en las cocinas de los oficiales rusos. Ese mismo invierno fue capturado de nuevo por las tropas nazis y forzado —al igual que otros miles de prisioneros de guerra aliados— a caminar durante cuatro meses entre Prusia oriental y Lituania, en lo que se conoció como «marchas de la muerte». Sobrevivió, y en junio de 1945 —con veintitrés años— fue repatriado a Francia. Al llegar a París descubrió que sus dos hermanos habían muerto el año anterior, uno al ser disparado por un soldado alemán al día siguiente a la declaración de armisticio y el otro mientras saboteaba un tren alemán.
Tal vez la imposibilidad de expresar verbalmente las extremas sensaciones de horror experimentadas en su juventud —especialmente la traumática vivencia de las marchas de la muerte— condujo a Chopin a concebir una forma radical de poesía y a desarrollar una particular relación con el micrófono. Así lo expresaba el artista Frédéric Acquaviva en el obituario del poeta que se publicó el 5 de febrero de 2008 en el diario The Guardian:
Miles de personas murieron durante esas marchas, y fue entonces cuando él escuchó las voces de sus compañeros caminantes, sonidos que inspiraron su trabajo durante el resto de su vida. En los años cincuenta, Henri creó la poesía sonora, capturando las respiraciones y los gritos producidos por su voz y por su cuerpo. Fue, tal y como declaró su amigo William Burroughs, un «explorador del espacio interior», si bien el francés permaneció siempre solitario, alejado de cualquier agrupación, siendo prácticamente el único exponente de su práctica artística, y muy seguramente el único poeta que para grabar sonidos y movimientos se tragaba el micrófono.
Efectivamente, Henri Chopin introducía el micrófono en su garganta (Le fond de la gorge es uno de sus audiopoemas más recordados), generando una performatividad extrema que nos ubica en otro más allá diferente del que separa al espacio radiofónico de la llamada «realidad»: su poesía sonora nos coloca tras las fronteras del lenguaje, allí donde este carece ya de significado, donde no hay —o, más bien, no queda— nada (inteligible) que expresar, donde las palabras hace tiempo que perdieron su valor y su capacidad para describir el mundo.
Sus acciones se emparentan, por la violencia ejercida sobre su propio cuerpo, con las que realizarían a partir de la década de los años sesenta los accionistas vieneses. Performers como Otto Muehl, Hermann Nitsch, Günter Brus, Rudolf Schwarzkogler o, desde otra perspectiva, Valie Export también convirtieron la piel y sus orificios en un espacio para la producción artística. Un conjunto de prácticas que, en general, no han encontrado eco dentro de la (por otra parte, muy rica) tradición española del arte de acción, más orientada —como tendremos oportunidad de analizar después— hacia los conceptualismos.
El desasosegante trabajo de Angélica Liddell, a menudo enmarcado en el contexto de las artes escénicas, representa una excepción relativamente reciente a ello —aunque sus automutilaciones no son tan aparatosas como las de los vieneses—. En otro sentido, algunas acciones del poeta experimental Fernando Millán se pueden relacionar con la práctica artística de Henri Chopin en cuanto a la agresividad proyectada sobre el cuerpo del propio autor. Por ejemplo, la versión performativa de su poema visual Represión consiste en la continua repetición vociferada de esa palabra mientras el artista obstruye, cada vez más enérgicamente, su boca —primero con los dientes, luego con los labios, finalmente ayudándose también de las manos—, hasta que la emisión de sonido es ya imposible. En esta obra, que Millán presentó radiofónicamente en una edición especial de Ars Sonora emitida en directo desde el Ateneo de Madrid el 24 de abril de 2010, con motivo de «La noche de los Libros», la membrana que tapona la voz se hace cada vez más sólida, erigiéndose progresivamente como un infranqueable mecanismo de (auto)censura.
Regresando a Henri Chopin, este también realizó algunos trabajos para el medio radiofónico —si bien, hay que insistir, su instrumento principal fue el propio micrófono, más a menudo en connivencia con el grabador de cinta magnética—. A principios de los años setenta el productor Klaus Schöning (quien necesariamente volverá a estas páginas reiteradamente, pues ha sido uno de los más destacados impulsores de la creación radiofónica experimental en Alemania) difundió a través de la WDR (Westdeutscher Rundfunk) de Colonia una nueva versión de la pieza de Chopin titulada Le discours des ministres, obra temprana de carácter teatral que, en general, no trasciende el orden semántico del idioma