Un mundo dividido. Eric D. Weitz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Eric D. Weitz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9788417866914
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las desenvainaron y les cortaron la cabeza a muñecos que representaban a turcos y moros. Entre los espectadores había veinticuatro princesas tan espléndidamente vestidas que parecía que “se hubiesen reunido todas las riquezas de Viena para adornarles la cabeza, el cuello y el resto del cuerpo”. Allí, observando la exhibición de pericia ecuestre, vestidos de etiqueta y con toda clase de medallas, estaban los numerosos emperadores, reyes y príncipes que se habían congregado en Viena. Luego se celebró un espléndido banquete. El espectáculo “evocaba la época de la caballería medieval”, según contaría un viajero inglés.10 De eso se trataba, por supuesto, Viena afirmó la legitimidad de las monarquías tanto en el tratado final como en los múltiples actos con los que se entretuvo a los dignatarios de la época y a sus esposas y amantes después de largas horas de negociaciones.

      Las reverencias y la actitud sumisa son impropias de los ciudadanos con derechos.11 La ciudadanía le infunde a uno cierta confianza en sí mismo, la seguridad de poder determinar el curso de su vida. Las desigualdades de poder existen, ciertamente, en las sociedades más democráticas: quienes están en lo alto de la jerarquía social esperan que el Gobierno tome medidas que les favorezcan, y que las clases inferiores les muestren respeto. Con todo, el ciudadano con derechos se caracteriza por la seguridad en sí mismo y la capacidad de iniciativa. Su talante está muy alejado de la docilidad y mansedumbre que predominaban en gran parte del mundo antes de la época moderna.

      De Kay viajó por el territorio del Imperio otomano, pero no llegó a ver al sultán, Mahmut II. Otro estadounidense, Townsend Harris, vio al rey de Siam y al emperador de Japón, aunque en los dos casos tuvo que esperar varios meses. Emisario del Gobierno estadounidense, tenía una carta del presidente, Franklin Pierce, para el monarca siamés y, cuando por fin se le permitió entregársela, el trono estaba tan alto que le costó mucho cumplir su cometido.12 La distancia –tanto vertical como horizontal– es un atributo del poder, y lo mismo puede decirse del tiempo: los sultanes, reyes y emperadores hacían esperar mucho a sus inferiores, incluso a los dignatarios, e interponían un foso figurado entre ellos y el resto del mundo.

      Hombre de negocios, Harris había pasado varios años en China, Siam y otros países asiáticos. También había sido el principal impulsor de la creación del City College de Nueva York (entonces conocido como la Free Academy), una gran institución pública en la que ricos y pobres se educaban juntos.13 En 1835, dos años después de que el comodoro Matthew C. Perry abriera Japón al comercio internacional, fue nombrado cónsul general de Estados Unidos en ese país, el primero de la historia.

      Harris representaba muy bien el espíritu estadounidense, en el que se fundían la democracia, el ideal meritocrático y la iniciativa empresarial. En Siam le repelió ver a “todo el mundo postrarse ante sus superiores [incluso a los nobles en presencia del rey]. Esta costumbre lleva a la gente a buscar la compañía de sus inferiores” (véase ilustración de la p. 29).14 La negativa japonesa a tratar con extranjeros y comerciar con otros países ofendió a Harris. Según él, Estados Unidos tenía el derecho y la obligación de romper el aislamiento de Japón llevándole sus ideales y sus mercancías, esta relación sería beneficiosa para todos. Ya había llevado a cabo el mismo proyecto en Siam.

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      El símbolo por excelencia de la jerarquía es la postración completa. Aquí en la corte de Napoleón III en Francia

      Dos años después de su llegada al país, el 29 de julio de 1858, se firmó el tratado que deseaba Harris. Japón ordenó la apertura de los puertos de Shimoda y Hakodate a los barcos estadounidenses y permitió la presencia de un cónsul permanente en aquella ciudad. El tratado también establecía el principio de extraterritorialidad: los estadounidenses residentes en Japón estaban sujetos a las leyes de su país y al control del cónsul.17

      Japón abandonó así su aislamiento y no tardaría en emprender una campaña modernizadora: la Restauración Meiji. El establecimiento de relaciones comerciales no supuso, ciertamente, el reconocimiento de la existencia de ciudadanos con derechos, pero sí la incorporación de Japón a la “sociedad de Estados”, por utilizar la frase del príncipe austriaco Klemens von Metternich. “La política es –escribió– la ciencia que estudia los intereses vitales de los Estados […]. Dado que […] ya no existe ningún Estado aislado […] siempre habrá que considerar la sociedad de Estados la condición esencial del mundo moderno”.18 Metternich se refería únicamente a Europa. Sin embargo, después de que los británicos forzaran la apertura de China en la década de 1840 y los estadounidenses la de Japón en la década siguiente, los dos países asiáticos entraron a formar parte de esa sociedad, que pasaría de reunir imperios, reinos y principados a ser una comunidad de Estados nación, y ya no exclusivamente europea, sino global. Japón ingresó, efectivamente, en el mundo moderno el día en que firmó el tratado con Estados Unidos.

      Las aparatosas ceremonias cortesanas y el minucioso protocolo diplomático reflejan y reafirman las relaciones de poder en los imperios. Pero ese poder no se reduce a lo simbólico, también se basa en la fuerza militar y la explotación de los súbditos imperiales. Para las clases inferiores, la realidad de la jerarquía (que padecían cada día en incontables situaciones) podía ser muy dolorosa.

      Los sistemas tributarios imperiales eran formas de explotación pura y dura. Al abandonar Jerusalén, el reverendo británico Vere Monro, que viajó por el Imperio otomano en la década de 1830, observó cómo un pequeño destacamento de caballería ayudaba a la recaudación de impuestos. La élite dirigente, como en todos los imperios desde el principio de la civilización, extraía riqueza de los campesinos mediante la capitación. En lo alto de la cadena de mando estaba el pachá, como explicaría el reverendo. El campesino, el tendero y el comerciante tenían que pagar tributo a todos los funcionarios que formaban la cadena, desde el más humilde hasta el más poderoso. El jeque local, el recaudador de impuestos oficial, el secretario del comandante militar, el jefe provincial, el gobernador regional, diversos funcionarios en Estambul…, todos se llevaban su parte. El jeque “nunca desperdicia una oportunidad de robar, y así los pobres tenían la desdicha de pagar el doble de lo que les correspondía en impuestos, y a nadie se le pedía cuentas por estos abusos”.19 En otras aldeas, los tributos eran aún más onerosos. Monro observó que, aparte de dinero, los vecinos tenían que entregar caballos, mulas y camellos al Ejército, y también madera y cal para restaurar el puerto y las fortificaciones de Acre (en el territorio hoy ocupado por Israel). Además, se les forzaba a trabajar en la construcción de carreteras y puentes.20

      Este sistema de explotación no ofrecía el menor incentivo para aumentar la producción y mejorar la productividad. Como muchos otros imperios de los siglos XVIII y XIX, el otomano era totalmente ajeno al pensamiento económico moderno. El Estado nación prometía un mundo diferente, en el que todos los miembros de la comunidad nacional gozarían de prosperidad.

      Los emperadores explotaban a sus súbditos. Las potencias occidentales explotaban territorios extranjeros y a sus habitantes. El viajero británico Bayard Taylor, que visitó la India, censuró a la Compañía Británica de las Indias Orientales por esquilmar el país; la empresa había creado un “sistema