La música de la soledad. Ramón Díaz Eterovic. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ramón Díaz Eterovic
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789560013248
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lo desee.

      —Quisiera hacerlo a solas.

      —Tiene una semana. Después tengo que desalojar la oficina porque se vence el mes de arriendo. Las pertenencias de Alfredo irán a dar a una pieza desocupada que tengo en casa.

      —Otra cosa, Raquel. ¿Es necesario que hable en el cementerio?

      —No pensará defraudar a su amigo. Diga lo que le dicte su corazón.

      —Dicen que eso casi siempre da buen resultado.

      —Tenga cuidado con los lugares comunes.

      —Los lugares comunes suelen ocultar verdades del porte de un buque.

      —Olvídese de ellos, Alfredo los detestaba.

       2

      Nada nuevo, murmuré mientras hacía una finta frente al espejo del baño, a semejanza de un púgil avezado que sabe de golpes inesperados. Había dormido poco o nada por culpa de las copas compartidas con Anselmo, en una trasnochada que nos permitió recordar a Alfredo con la lastimosa certeza de estar hablando de alguien al que jamás volveríamos a ver. No había dejado de pensar en Raquel y en la forma en que había descubierto el cuerpo sin vida de mi amigo. La muerte había hecho su trabajo con la eficacia de costumbre y nada quedaba por decir al respecto. Inquieto, deambulé por el departamento, fumé un par de cigarrillos, escuché un cedé de Ben Webster y finalmente me dejé caer en mi sillón hasta que llegó el momento de partir hacia el cementerio.

      Terminada la ceremonia, los discursos y las lágrimas, pasé al «Quitapenas» en compañía de Víctor Nápoles, un abogado con el que Alfredo Razetti había compartido alguna vez su oficina. Nos conocíamos desde una de mis visitas al despacho de Alfredo, y aunque no podíamos llamarnos amigos, cada vez que nos encontrábamos nos deteníamos a conversar de nuestros asuntos. Nápoles había jubilado después de trabajar buena parte de su vida en un ministerio, pero seguía ejerciendo su profesión de manera independiente.

      Pedimos unas copas. Nápoles me habló largamente de su amistad con Razetti y alabó las palabras que dije en el cementerio. Después conversamos del asesinato. Al cabo de dos horas, cuando Nápoles comenzaba a repetirse, me despedí con la excusa de un trabajo pendiente.

      Salí del bar y caminé hacia la entrada del cementerio. Por un segundo quise volver al lugar donde había quedado Razetti, pero continué mi marcha hasta llegar a un paradero, donde abordé el bus que demoró algo más de diez minutos en dejarme frente a la Estación Mapocho, cuya fachada lucía intervenida con lienzos que anunciaban el inicio de una feria de productos artesanales.

      Necesitaba encontrar la causa que había motivado la muerte de Alfredo y eso me exigía mover las piezas del mismo juego incierto de costumbre. Sospechas, huellas, testigos, confesiones, sentimientos difíciles de entender. Pero antes debía examinar la oficina de Razetti y enterarme de las investigaciones realizadas por la policía. Para lo primero necesitaba dejar que la pena decantara. Para lo segundo, conseguir que el ayudante de Doris, Ruperto Chacón, aceptara darme una mano, aunque fuera por el recuerdo de una investigación que compartimos tiempo atrás, y en el transcurso de la cual el joven policía me socorrió mientras me propinaban una paliza entre los árboles del parque Bustamante.

      Al llegar a mi departamento puse un cedé de Bobby Darin, cantando las canciones de Ray Charles. Encendí un cigarrillo y después de observar los dibujos que formaba el humo del tabaco, tomé el teléfono y marqué el número de Ruperto Chacón. No tuve suerte. El policía no estaba en su oficina y volvería en una o dos horas. Agradecí la información a la voz de mujer que me había recibido la llamada y me apoltroné en mi butaca sin ganas de hacer nada más. Simenon me observaba desde su habitual rincón de descanso.

      —¿Qué piensas que sucedió?

      —No estuve en la escena del crimen y por lo tanto no puedo opinar hasta que no converse con la policía. El sitio del suceso siempre dice algo sobre el asesino.

      —¿Y el motivo? ¿No dicen que el motivo es lo principal en la resolución de un crimen?

      —Por ahora pienso que se debió a uno de los juicios que llevaba Razetti. Un abogado penalista suele relacionarse con tipos que nunca van a entrar ni siquiera a la antesala del Purgatorio.

      —Hurgar en sus juicios sería sumergirse en un pozo sin fondo.

      Llamé a Chacón una vez más y me dijeron que el policía no regresaría a su oficina hasta el día siguiente. No obstante eso, y fiel al proverbio que dice que la esperanza es lo último que se pierde, dejé mi nombre y mi teléfono a la mujer que contestó la llamada.

      Estaba cansado, con una leve puntada en la espalda y no sabía cómo reunir el ánimo que necesitaba para ejercer mi oficio de preguntón.

      La muerte de un amigo es un espejo que refleja la presencia de la soledad: Uno siempre está solo, pero a veces está más solo, dice Idea Vilarino en uno de sus poemas.

      Escribí en la libreta donde acostumbraba anotar la información que recogía en mis pesquisas. «El hastío besa mi frente, persigue la sombra de mis pasos y se hunde en mi cuello como la tensa cuerda de un asesino. Todo cabe en el hastío que me consume. El amor, la lluvia, el modo cansado de alejarme de las cosas».

      Algo parecido al dolor me inmovilizó por unos segundos. El tiempo pasa, pensé, y los amaneceres ya no me provocan la incertidumbre de antes.

      El timbre del teléfono me volvió a la realidad de la oficina y de las primeras sombras que entraban por sus ventanas. Una voz conocida dijo mi nombre y preguntó por mi estado.

      —¿Ruperto Chacón? —pregunté.

      —El mismo que viste y calza —dijo el policía, y luego de una pausa, agregó—: Me has estado llamando, y por tu insistencia supongo que se trata de algo importante. ¿Se trata de la muerte del abogado Razetti?

      —¿Desde cuándo lees el pensamiento?

      —Simple lógica y buena vista. Te vi y escuché cuando despediste a tu amigo en el cementerio. Hiciste un buen discurso; breve, emotivo, y sin caer en lugares comunes.

      —Lástima que no te vi. Habría ahorrado unas llamadas.

      —Había mucha gente y preferí seguir el sepelio a la distancia.

      —Si estabas en el cementerio significa que te asignaron la investigación del asesinato.

      —Ni más ni menos, Heredia.

      —¿Y cómo van las pesquisas?

      —No hay pistas ni nada que permita resolver el asesinato a la brevedad.

      —Mala cosa. Igual quisiera hacerte algunas preguntas acerca del homicidio.

      —Supuse que investigarías la muerte de tu amigo.

      —¿Tienes tiempo y ganas de conversar al calor de una botella?

      —Sabes que no bebo alcohol. Pero estoy cerca del centro y en veinte minutos puedo llegar a cualquiera de tus bares.

      —¿Mis bares? Los que frecuentaba parecen ser las víctimas de un mago abstemio. Desaparecen, los venden, se convierten en tiendas o simplemente cierran sus puertas sin aviso previo.

      —Dime dónde nos juntamos —dijo Chacón, interrumpiendo mi letanía.

      —¿Conoces la taberna del Círculo de Periodistas?

       3

      La taberna del Círculo de Periodistas está al comienzo de la calle Amunátegui, en el subterráneo de un viejo edificio de oficinas que soportan con resignación el bullicio del centro de la ciudad. A la hora del almuerzo suele estar lleno de comensales, pero por las tardes, o al caer la noche, es un lugar tranquilo, ideal para beber un trago, conversar y dejar pasar las horas bajo la discreta mirada de Patricia Verdugo, Lenka Franulic, José Carrasco y José Miguel Varas, entre