La música de la soledad. Ramón Díaz Eterovic. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ramón Díaz Eterovic
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789560013248
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al cabo de un tiempo y varias veces él me ayudó a sortear períodos de vacas flacas —continué diciendo, como si los recuerdos ayudaran a suavizar la mala noticia—. Me encargaba trabajos de cobranzas o ubicar personas. Nada memorable, salvo cuando investigamos el asesinato de un crítico literario.

      —Alfredo consideraba que esa investigación había sido una especie de aventura o algo así. Pasó su vida apegado a los códigos y a los expedientes de sus clientes. Salvo durante la dictadura, nunca se relacionó con juicios fuera de lo común o que pudieran revestir peligro.

      —¿Por qué habla de peligro?

      —Lo asesinaron.

      —¿Alfredo, asesinado? No es posible.

      —¿Puede venir a la oficina de Alfredo? Quisiera contarle los detalles y pedirle dos favores.

      —Salgo de inmediato —le dije.

      Delgado, cabello castaño y una barba quevediana que en el último año había comenzado a poblarse de canas. Anteojos de marcos negros y gruesos. Así era Alfredo Razetti. Nos conocimos en el curso de Derecho Romano, que evocábamos cuando nos reuníamos a beber unas copas y a imaginar un mundo mejor con las dos monedas de esperanza que nos quedaban en los bolsillos.

      El mundo en el que habíamos vivido comenzaba a desaparecer. Como el testigo anónimo que era, esperaba despedirme de la vida sin estridencias; igual que el viejo parroquiano que bebe su última copa y enseguida sale a la calle, dobla en la esquina más próxima y sigue su marcha con apenas una sonrisa cansada en el rostro. Antes de que fuera demasiado tarde debía hablar con mi amigo el Escriba, quien insistía en relatar mis pesquisas en sus novelas, probablemente el único indicio que quedaría de mí, guardado en estantes a los que solo accederían gordas ratas de biblioteca.

       ***

      Raquel bordeaba los cincuenta años. Era delgada y sin ningún atractivo en particular. Vestía falda, blusa negra y un pañuelo gris alrededor de su cuello. Su rostro lucía pálido y sin maquillaje. Estaba sentada frente al escritorio que había sido de su marido. Daba la impresión de que intentaba imaginar cómo se veía el mundo desde ese lugar.

      Lo mismo que respecto de otros amigos que dejaban a sus mujeres fuera del círculo de la amistad, Raquel pertenecía a un mundo del que solo tenía algunas pocas referencias. Lo justo para imaginar una vida monótona y la pena por no haber tenidos los hijos que la mujer hubiera deseado.

      —Es ridículo, pero no lo puedo evitar. Alfredo compartió más tiempo con este artefacto que conmigo —dijo, indicando el computador que estaba sobre el escritorio—. Medio en serio, medio en broma, decía que un día le iban a volar la cabeza por culpa de sus juicios.

      —¿Tiene alguna idea de quién lo hizo? —pregunté a la mujer.

      —No. Y por eso el primer favor que quiero pedirle, es que descubra al responsable.

      —¿Quiere hablarme de las circunstancias de su muerte?

      La mujer miró a su alrededor y por varios segundos no hizo otra cosa que contemplar los objetos existentes en la oficina.

      —El día de su muerte salió temprano desde nuestra casa, ubicada a ocho cuadras de aquí —dijo finalmente—. Solía recorrer esa distancia a pie o bien en taxi, cuando salía atrasado a una cita con un cliente. Era sábado y decidió venir a revisar unos escritos que debía presentar el lunes siguiente. Me llamó desde acá y me dijo que estaría de regreso en la casa a las dos de la tarde. Quince minutos antes de las dos, llamó de nuevo para decirme que saldría de la oficina con retraso. Cuando dieron las tres, lo llamé, y al no obtener respuesta supuse que iba de camino a casa. Una hora más tarde decidí venir a buscarlo. A veces Alfredo se entusiasmaba con sus escritos y olvidaba el reloj.

      —¿Qué pasó cuando usted llegó a la oficina?

      —Me llamó la atención que la puerta estuviera abierta de par en par. Era un descuido que Alfredo jamás se hubiera permitido. Entré en la oficina y lo vi. Parecía dormitar sobre la cubierta de su escritorio, pero al acercarme descubrí que su cabeza se apoyaba sobre una mancha de sangre. Recuerdo que lo observé largo rato, sin atreverme a tocarlo. Después, y aún no me explico cómo tuve la calma necesaria, llamé a la policía y esperé a que llegara.

      —¿Qué dijeron los detectives?

      —Me hicieron preguntas. Les dije más o menos lo que acabo de contarle. Revisaron la oficina y el cuerpo de Alfredo. Más tarde llegaron más detectives, un funcionario de la Fiscalía y la gente del Servicio Médico Legal. Ha pasado una semana desde entonces.

      —¿Por qué no me llamó antes? —pregunté.

      —No tenía ánimo de hablar con nadie. Recién hoy, cuando decidí venir a esta oficina, pensé en usted y en su amistad con Alfredo.

      —Me habría gustado asistir a su sepelio.

      —Aún tiene la posibilidad de hacerlo. Recién ayer por la tarde me entregaron a mi marido. Había una huelga en el Servicio Médico Legal y eso demoró la autopsia.

      —¿Dónde lo están velando?

      —En ninguna parte. Alfredo no quería que lo velaran. Siempre decía: directo al hoyo, sin llanto de viejas pechoñas. Su entierro es mañana a las tres, en el Cementerio General.

      —Allí estaré.

      —Eso espero, porque el otro favor que necesito de su parte es que me ayude a cumplir uno de los deseos que expresaba Alfredo cuando le daba por hablar de su muerte.

      —¿De qué se trata?

      —Quería que usted hablara en su funeral. Dijo que era un acuerdo al que habían llegado.

      —El sobreviviente hablaría en el sepelio del otro. Una promesa mutua, es verdad; pero siempre pensé que él haría el discurso.

       ***

      —¿Le mencionó que hubiera recibido amenazas? ¿Algún altercado con clientes o colegas? ¿Tenía deudas? —pregunté a Raquel.

      —Nada de eso. Aprendimos a compartir nuestros problemas durante la dictadura, cuando Alfredo fue relegado a la Isla de Chiloé. Nunca olvidamos esa época. No tanto por las penurias, sino porque fue ahí donde nos conocimos. Yo era parte de una organización que ayudaba a los presos de conciencia. Viajé a Chiloé con la misión de entregar ropa, alimentos y remedios a los relegados. Así nos conocimos y nos enamoramos. Lo visité varias veces, hasta que regresó a Santiago. Nos fuimos a vivir a una casa que nos prestó mi padre. Alfredo siguió defendiendo a otros detenidos políticos y muchas veces recibió anónimos con amenazas. Hasta donde sé, siempre compartió conmigo sus dudas y temores. Pero no quiero aburrirlo con historias que actualmente carecen de importancia para quienes no padecieron esas situaciones.

      —No me aburre. Desconocía esos aspectos de la vida de Alfredo.

      —¿Pese a la cantidad de años que fueron amigos?

      —Al parecer siempre teníamos algún tema importante que tratar. A menudo predicamos contra el modo de vida que nos imponen y lo poco que hacemos por torcerle la mano. Lo que nos parece urgente y los problemas circunstanciales terminan siendo más importantes que darles tiempo a los afectos.

      —No saca nada con lamentar lo que no fue —dijo Raquel—. ¿Va a investigar la muerte de mi esposo?

      —Haré lo que esté a mi alcance. Es lo único que puedo prometer.

      —Contaba con ello, Heredia.

      —Y a propósito de investigación. ¿Sabe si los policías han hecho algún avance en sus pesquisas?

      —Dicen que siguen investigando, pero no parecen avanzar mucho.

      —Conozco a algunos policías —dije y recordé a Doris Fabra, que seguía con permiso en el sur y a quien debía una respuesta desde hacía muchos meses.

      —¿Qué le pasa, Heredia? ¿Iba a decir algo?

      —Quiero