—Berta sabe de lo que habla. Estudió ingeniería en minas hasta que tuvo que dejar su carrera universitaria por falta de dinero. Pero sigue informándose y formó un grupo de apoyo a Cuenca con algunos de sus antiguos compañeros. Realizan estudios sobre la materia y han elaborado el marco técnico que sustenta nuestra demanda —aclaró Becerra.
—No logramos impedir la construcción de la represa, pero tenemos la esperanza de conseguir que no se siga utilizando o que se adopten mejores medidas de resguardo —dijo Berta—. Pedimos que procesen las aguas contaminadas y que construyan un muro de contención entre la represa y el pueblo. Sería una manera de evitar que los desechos caigan sobre nosotros en caso de filtraciones o de fisuras ocasionadas por un terremoto. Y lo que digo no son fantasías. El año 1985 en el pueblo italiano de Val di Stava se rompió la presa construida por la minera que operaba en el lugar. La rotura provocó una avalancha de fango tóxico que cubrió buena parte del pueblo y mató a centenares de sus habitantes. Y está el caso del relave minero que contaminó el río Opamayo, en Huancavelica, una de las zonas más pobres del Perú. Veinte mil metros cúbicos de desechos fueron a dar al río por el colapso de la represa. Y estos son dos ejemplos en el ámbito minero, porque también están los desastres provocados por fallas de seguridad en plantas nucleares y empresas hidroeléctricas.
—¿Qué contiene ese relave? —pregunté a Berta.
—El agua, el barro y los minerales tóxicos que sobran una vez que ha sido procesado el cobre.
—No me gustaría que eso cayera sobre mi cabeza.
—Ni a nosotros —dijo Berta—. Tampoco nos gusta que nuestra gente pierda sus siembras por falta de agua o que padezcan enfermedades que eran desconocidas en el pueblo.
—Tengo una idea general de lo que hacía Alfredo, pero no sé lo que yo puedo hacer por ustedes —dije.
—Nos puede ayudar a concretar una gestión que el abogado dejó pendiente —agregó Berta.
—¿Qué gestión? —pregunté a la esposa de Becerra.
—Necesitamos que una entidad autorizada, chilena o extranjera, certifique la contaminación del agua —respondió Berta—. Parece fácil de conseguir, pero en la práctica no lo ha sido. Hasta ahora no hemos conseguido que se emita un informe sobre la calidad del agua. Nuestras peticiones a distintos organismos públicos y privados han sido desoídas o tramitadas hasta el olvido.
—Don Alfredo estableció contacto con un laboratorio francés que podía realizar el estudio —agregó Becerra—. En una próxima reunión nos iba a informar sobre el avance de la gestión. Incluso empezamos a recolectar dinero con la finalidad de enviar a Francia a los dos compañeros que llevarían las muestras para el estudio químico y bacteriológico de las aguas.
—No logro entender qué me están pidiendo que haga —dije.
—Queremos información sobre el contacto que hizo don Alfredo —agregó Becerra.
8
Vicente Benavides ocupaba una oficina cochambrosa, apenas alumbrada por las dos ampolletas que pendían del cielo raso como murciélagos entumidos. Dentro del largo y oscuro despacho se acumulaban varios muebles y escritorios, lo que me hizo pensar que Benavides había tenido un pasado esplendoroso o que se dedicaba al remate de muebles usados. El aspecto de su rostro hacía juego con el deterioro de su oficina. Debía tener más de setenta años. Era de baja estatura y su tez lucía pálida, enfermiza. Sus ojos, de un color indefinido, estaban cubiertos por unas cejas grandes e intimidantes. Su escasa cabellera lucía peinada a la gomina y en general, nada de su aspecto hacía pensar que estuviera al tanto de lo que sucedía en el nuevo siglo que vivíamos.
Cuando entré a su despacho, el abogado se puso de pie y estrechó blandamente la mano que le ofrecí a modo de saludo. Le dije mi nombre y me indicó una silla que segundos antes había estado ocupada por un quiltro pequeño y patichueco.
—Ulpiano no se opondrá a que usted haga uso de su silla favorita —dijo el abogado, acompañando sus palabras con una sonrisa que humanizó su aspecto sombrío.
—¿Ulpiano?
—Ulpiano y Papiniano, así se llaman mis perros, en honor a dos de los más grandes jurisconsultos romanos. Emilio Papiniano, asesinado por orden del emperador Caracalla, fue maestro de Domicio Ulpiano, famoso por sus preceptos sobre el orden que impone la justicia entre los ciudadanos.
—En mi fugaz paso por la Escuela de Derecho solía quedarme dormido en las clases de Derecho Romano. Las impartía una abogada robusta y parlanchina que parecía contemporánea de Séneca.
—En Roma está la fuente de nuestra legislatura —dijo Benavides con tono severo.
—Esa es una de las pocas cosas que aprendí en mi paso por la universidad —dije, y antes de que el abogado iniciara una improvisada clase de Derecho Romano, le pregunté si recordaba a Alfredo Razetti.
—Por cierto, cómo olvidar a mi colega. Hicimos buenas migas cuando estuvo en el pueblo.
—¿Sabe que murió?
—¿Razetti? —preguntó con auténtica sorpresa—. No es posible, era un hombre joven y saludable. ¿Qué le pasó? ¿Un accidente?
—Recibió una bala en la cabeza. Lo asesinaron.
—No es posible —dijo el abogado—. ¿Se conoce al responsable?
—Todavía no.
—De lo que deduzco que no vino solo a darme la mala noticia.
—Necesito saber que hizo mientras estuvo en el pueblo y la razón por la que se contactó con usted.
—La respuesta a su inquietud es simple. Mi colega supo que yo había presentado tres demandas contra la empresa Memphis y vino a consultarme por los resultados de esas diligencias. De eso hablamos durante nuestra primera reunión.
—¿Qué finalidad tenían las demandas que usted interpuso?
—Detener la construcción de la represa. Las presenté a nombre de un grupo de vecinos.
—Y no tuvo ningún éxito. La represa igual se construyó.
—No solo fueron desechadas por el tribunal. Además, me significaron perder a varios clientes que mantenían negocios con la minera —dijo Benavides y efectuó una pausa para meterse a la boca una pastilla de menta que tomó desde un frasco ubicado a un extremo de su escritorio.
—Usted debió saber que las demandas le traerían problemas.
—Por supuesto que lo sabía. Probablemente yo sea un viejo romántico y fuera de onda, pero me pareció que la causa de los pobladores era justa.
—Habló de una primera reunión con Razetti. ¿Hubo otras?
—Tres o cuatro, si mal no recuerdo. Unas por asuntos legales y otras por el placer de conversar y comer alguna cosa, aunque a mi edad hasta el quesillo me hace daño. La segunda vez que nos reunimos, me solicitó que hiciera gestiones para proteger a los pobladores que estaban en huelga de hambre. Me pidió interceder ante las autoridades de la empresa. Intenté hacerlo, pero nunca conseguí entrevistarme con ningún ejecutivo importante. Lo único que obtuve fue que unos desconocidos asaltaran mi despacho. Por suerte, aparte de unos vidrios quebrados, no hubo más daños que lamentar. Hice la correspondiente denuncia a los carabineros, pero hasta la fecha no he tenido ninguna respuesta y dudo que hayan investigado nada. Los pacos deben estar en el podio de los tipos inútiles de nuestro país. Nunca están cuando se les necesita y cuando se les encuentra, no saben qué hacer.
Benavides guardó silencio por unos segundos, como