La música de la soledad. Ramón Díaz Eterovic. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ramón Díaz Eterovic
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789560013248
Скачать книгу
pasa en su pueblo? —pregunté.

      —Una empresa minera se instaló en los alrededores del pueblo y contaminó las aguas del río que lo cruza. Nuestros sembrados se mueren y la mayoría de la gente se está quedando sin sus fuentes de ingresos o ha tenido que buscar otro trabajo lejos del pueblo. La minera construyó una represa destinada a contener los desechos de la producción de cobre. Si el tranque se rompe o fisura, estos caerán sobre el poblado. Nos han ofrecido cambiar el pueblo hacia otra parte, pero no queremos irnos. Nuestras vidas, y las de varias comunidades indígenas son parte de la historia del lugar.

      —¿Y qué pensaban lograr con la ayuda de Razetti?

      —Detener las faenas de la minera y denunciar sus atropellos. Los que no estamos de acuerdo con irnos hemos sido amenazados y golpeados. Dos abogados que intentaron ayudarnos antes que Razetti fueron obligados a dejar el pueblo.

      —¿Quiénes son los que amenazan y golpean?

      —Los guardias de la empresa minera.

      —¿Y los carabineros?

      —Rara vez intervienen, y cuando lo hacen, es contra de los pobladores.

      —¿Cómo llegó a Razetti? —pregunté.

      —Don Alfredo era amigo de uno de los abogados que dejaron el pueblo. Él nos dio sus referencias. Y más tarde, cuando decidimos defender nuestros derechos por la vía legal, vine con uno de mis compañeros a conversar con él. Se interesó en el problema, pero nos aclaró que poner un recurso de protección contra la minera era algo complejo. Nos pidió dos semanas para estudiar el caso y quedé en regresar a verlo. Ni en mis peores pesadillas pensé que viajaría a enterarme de su muerte.

      —¿Supo alguien de su entrevista con Razetti?

      —La gente del grupo que organizamos en defensa del pueblo.

      —¿Gente de confianza?

      —Desde luego. ¿En qué piensa señor Heredia?

      —Imagino situaciones, posibles hechos. Es parte de mi trabajo. Debe existir una razón para que alguien quisiera silenciar a mi amigo.

      —Pero no busque al responsable entre nuestra gente —dijo Becerra—. No es la primera muerte que nos afecta. Uno de los dirigentes de nuestro grupo, Recaredo Beltrán, murió al caer en un barranco. Se dijo que fue un accidente, pero muchos en el pueblo piensan que fue asesinado.

      —¿A qué hora sale su bus? —pregunté a Becerra.

      —A las once y media de la noche, señor. Pero no es un bus que viaje directamente al pueblo. Me dejará en la carretera y luego tendré que esperar a un bus local.

      —¿Hay forma de saber si quedan pasajes disponibles en ese bus?

      —No es fin de semana ni temporada de vacaciones. Debería haber más de un asiento desocupado.

      —Viajaré con usted si me da unos minutos para colocar algo de ropa en un bolso.

      —¿A Cuenca? ¿Por qué haría eso, señor?

      —Ya le dije que pretendo descubrir al asesino de mi amigo.

      —Eso puede servir a nuestra causa —dijo Becerra.

      —No apueste mucho a eso. Lo que hago es seguir una tincada

      —dije, y luego añadí—: Detesto los viajes en bus, pero a veces hay que hacer cosas que no nos gustan.

      —Es un viaje largo, pero de noche algo se puede dormir.

      —¿Usa teléfono celular? —pregunté a Becerra.

      El dirigente me miró extrañado y sacó el celular de uno de los bolsillos de sus pantalones.

      —Prometo ser breve —dije.

      Con alguna dificultad marqué el número de Ruperto Chacón. Le hablé de Becerra y del viaje que estaba a punto de comenzar, siguiendo una pista incierta, pero pista al fin de cuenta. Enseguida le pedí que averiguara si el comerciante que ocupaba la bodega junto a la oficina de Alfredo tenía a un tipo calvo entre sus empleados.

      —¿Y qué pito toca ese calvo en la investigación? —preguntó Chacón.

      —El día del crimen vieron salir a un calvo desde el edificio donde trabajaba Razetti.

      —Una buena razón para dar con él —dijo el policía, y luego, sin querer alargar la conversación, agregó—: Que tengas buen viaje, Heredia.

      Le dije a Becerra que me esperara y salí hacia mi departamento, donde puse algo de ropa en un bolso y llamé a Anselmo para que se hiciera cargo del cuidado de Simenon durante mi ausencia.

       ***

      Aunque tome un par de copas o una colección de somníferos, jamás duermo mucho cuando viajo de noche en un bus. Me da lo mismo la comodidad de sus asientos o que me aseguren que no correrá a exceso de velocidad. Siempre tengo la sensación de ir dentro de un ataúd colectivo que de un momento a otro irá al despeñadero. Voy pendiente de cada ruido, de los murmullos que provienen de los asientos vecinos y finalmente me declaro derrotado por los ronquidos de los otros pasajeros.

      El viaje al norte duró siete horas infernales, dos de las cuales ocupé en escuchar las historias de Becerra y las siguientes en seguir el ritmo alterado de mi corazón. Al amanecer, cuando comenzaba a desaparecer la oscuridad que nos había acompañado en la ruta, el bus nos dejó en la carretera, en un punto donde no se veía más vida que unos cactus de aspecto lastimoso, entre piedras y cercados de alambre.

      —Tenemos que esperar el bus interurbano que llega a Cuenca —dijo Becerra, y con toda la calma del mundo acomodó su bolso a modo de almohada y se recostó con la mirada fija en el cielo.

      Guardé silencio. Tenía sueño y me sentía de malhumor, dispuesto a decir cualquier disparate a la menor provocación. Me senté sobre una piedra, encendí un cigarrillo y mi ánimo no mejoró. Media hora más tarde oí el ruido de un motor y vi acercarse a un bus destartalado que parecía avanzar con dificultad sobre el asfalto recalentado de la carretera. Becerra se puso de pie y comenzó a mover los brazos.

      —Ahora falta que el bus pase de largo —dije, sin ningún deseo de imitar a Becerra en sus señas destinadas a detener el vehículo que comenzaba a tener un color más definido.

      —Más sufrió Cristo y menos se lamentó —dijo Becerra acercándose al bus que se había detenido y abría una de sus puertas.

       ***

      —No se haga grandes ilusiones con el pueblo —dijo Becerra cuando el bus avanzó por un camino de tierra, recto y desierto, que parecía perderse en la línea del horizonte—. Tiene poco más de ocho mil almas y muchas de ellas viven en los alrededores, donde mantienen sus sembrados o crían cabras para producir los quesos que venden en ferias o a comerciantes de otros lugares. La leyenda dice que fue creado por dos soldados del conquistador Pedro de Valdivia, quienes decidieron quedarse en el lugar, cansados de caminar en busca del reino dorado. Se juntaron con unas indias y formaron las familias que existen hasta la fecha. O la mayoría, porque otras descienden de obreros pampinos que vinieron a dar al pueblo cuando cerraron las salitreras en el norte, a comienzos del siglo pasado. Mi abuelo contaba que el pueblo tuvo su esplendor cuando corría el ferrocarril hasta el norte del país. Los trenes se detenían en Cuenca y los pasajeros bajaban a comer o a comprar provisiones. Más tarde, cuando se construyó la carretera y el tren fue condenado a muerte, la vida se puso más dura. El trabajo comenzó a escasear y buena parte de los jóvenes se fueron a tentar fortuna en otras partes.

      —Y luego llegó la empresa minera.

      —La explotación del cobre nos cambió la vida. Al principio, cuando aún no se construía la represa, pensamos que se trataba de una buena posibilidad de progreso para el pueblo. Se reactivó el comercio, se abrieron pensiones que daban de comer a los empleados y obreros de la minera, y hasta mejoraron las calles del pueblo y los caminos que conducen a la mina. Después nos dimos cuenta de que ese aparente