Alguien que te quiera con todas tus heridas. Raphael Bob-Waksberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Raphael Bob-Waksberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412226799
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que nos estás diciendo entonces es que no podemos doblar en vacaciones?».

      El David que no abre la boca susurra algo al oído del otro David y este asiente. «No, claro que se puede», dice. «De hecho, agradeceremos mucho que lo hagáis; lo único es que no podremos pagaros la mitad más en esos turnos, porque supondría que lo estamos incentivando».

      «¡Madre mía!», dice Kath Chung.

      Kath es una lianta de primera, y por un momento parece que va a empezar a liarla, pero antes de que le dé tiempo a ponerse con ello, el David que no habla dice sonoramente: «Esto no está abierto a discusión», y entonces todos nos damos cuenta de la gravedad de la situación, porque cuando el David que no habla habla, entonces puedes estar seguro de que las cosas se han puesto serias.

      Regreso a la tienda de huevos. Sabrina la Dependienta me saluda con una gran sonrisa. «Ey, muchachote! ¿Quieres echarle otro vistazo a tu obra de arte?».

      No soy capaz de mirarla a los ojos. «Tengo que devolverlo. Es demasiado para mí».

      Me mira como si estuviera hablando en otro idioma. «No puedes devolverlo. Ya lo han grabado».

      «Vale, bueno, pero ¿puedo recuperar el dinero del eunuco? No nos hace falta. Dejaremos el huevo en su urna».

      «Aquello era una donación a la Iglesia del Dios del Vino. No puede devolverse sin más».

      «Sabrina, tienes que echarme una mano. ¿No hay nada que puedas hacer?».

      Sabrina mira a ambos lados, se inclina hacia mí y me susurra: «Puedo darte un vale para que te hagan un 20% de descuento en tu próxima compra».

      Entonces exploto: «¡¿Y para qué querría yo comprar otro Huevo Promesa?!».

      Sin saber qué otra cosa hacer, salgo pitando a la Compañía de Runas Divinatorias y cojo el ascensor hasta la última planta. El padre de Dorothy está en su oficina, mirando por la ventana que hay sobre la planta de la fábrica, supervisando cómo se pulen y santifican las Runas Divinatorias.

      «¡Peter! ¿En qué puedo ayudarte?».

      «Pues… Vengo por la boda».

      «Ah».

      «Necesito dinero».

      «Ah».

      Y yo blablablá no sé qué Huevo Promesa blablabla no puedo pagarlo.

      El padre de Dorothy toma asiento. Parece afectado. «El Huevo Promesa simboliza el compromiso que contraes con mi hija, la promesa de que cuidarás de ella y de que la mantendrás a salvo. Si soy yo el que lo paga, ¿qué mensaje crees que estaría transmitiendo eso?».

      «Te lo devolveré», digo. «Cuando acabe mi turno en la cantera, déjame que venga a trabajar aquí, en la cinta de pulido. Dorothy no tiene por qué enterarse».

      Él toma una gran bocanada de aire y me mira como si fuese una ensalada en la que se acabase de encontrar un bicho muerto y estuviera tratando de decidir si merece la pena llamar a la camarera para que se la vuelvan a llevar.

      «Peter, me gustaría mucho que lo reconsideraras, lo de las cabras».

      Aquello me descoloca, porque llegados a este punto, la verdad es que pensaba que lo de las cabras estaba más que solucionado.

      «Por lo que a las cabras respecta…», empiezo a decir, pero inmediatamente me chirría haber empezado una frase con la expresión «por lo que a las cabras respecta». Ha sido una pésima elección. Pensaba que estaba a tiempo de retirarlo. No lo estaba.

      «Mira», dice. «Lo entiendo. En nuestra boda, queríamos hacer algo sencillo, así que solo sacrificamos doce cabras. Pero si vosotros no sacrificáis ninguna, el Dios de Piedra se va a cabrear y va a maldecir vuestra casa y vuestro primogénito nacerá convertido en una estatua. Y claro, eso es algo que no estoy dispuesto a permitir».

      «Señor» le digo, y resulta extraño llamarlo señor, porque cuando Dorothy y yo anunciamos nuestro compromiso, me dio un gran abrazo y me dijo que lo llamara Papá, pero ahora mismo sé que resultaría todavía más raro llamarlo Papá. «Señor, con el debido respeto, ¿ha ocurrido eso alguna vez? ¿Alguien se ha saltado el sacrificio y ha dado a luz a una estatua?».

      «Fue lo que le ocurrió a la mujer de Kyle, capítulo 12, versículo 8 del Libro de Kyle».

      «Ya, claro. Obviamente, pasó en el libro de Kyle, pero me refiero, ¿le ha pasado a alguien que usted haya conocido a lo largo de su vida?».

      Le da una calada larga a su cigarro mirándome fijamente a los ojos.

      «Todas las personas que yo conozco ofrecieron un sacrificio al Dios de Piedra».

      Saca un bolígrafo que probablemente cueste más de lo que yo gano en un año y empieza a garabatear en una chequera. «Te diré lo que vas a hacer», dice. «¿Queréis sacri­­ficar cabras? Yo las pagaré. Pagaré cuantas cabras queráis, e incluso añadiré un buen pellizco para el matarife. ¿Quie­­res pedirle a tu hermano que sea él quien sacrifique a las cabras y así usar el dinero que os doy para alguna otra cosa? Bueno, eso es cosa vuestra…».

      «Se lo agradezco mucho, pero lo que necesito es…».

      «Creo que mi oferta es bastante razonable», dice.

      Asiento, avergonzado por el hecho de haber intentado negociar con el tío que básicamente dirige la filial de la Compañía de Runas Divinatorias.

      «Y me tengo por un hombre razonable. Un hombre moderno, sofisticado y sensible. Pero ninguna hija mía va a celebrar una boda en la que no se sacrifiquen cabras».

      Me dirijo a la Casa de Sorgenfrei. Kenny abre la puerta vestido con un albornoz. «Eh, tío».

      «Tengo que hablar con Dorothy».

      «Oh, no puede ser, amigo. El novio no debe ver a la novia mientras yace con el gran cura».

      «Tengo que hablar con ella. Dile que ha habido una emergencia».

      Kenny Sorgenfrei hace gestos de enfado, me mira de reojo y cierra la puerta.

      Unos minutos después aparece Dorothy en albornoz. «¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?».

      «Lo primero: hola. Estás muy guapa».

      «Peter, ¿qué sucede?».

      «He estado pensando en la boda y creo que deberíamos ofrecer un sacrificio caprino».

      Dorothy rápidamente convierte la palabra furiosa en verbo y furiosea directa hacia mí: «¿Es esa la emergencia?».

      «Bueno, la boda es en dos semanas y tengo que encargarlas en el outlet de cabras…».

      «Vale, así que cuando soy yo la que quiere yacer con el gran cura, es una tontería pasada de moda, pero como tu hermano sacrifica cabras, entonces…».

      «No, no es por eso».

      «¿No eras tú el que quería hacer algo sencillo?».

      «En realidad», digo, «eras tú la que quería hacer algo sencillo. Pero podríamos sacrificar solo tres cabras, ¿qué más da? Contentaremos a mucha gente».

      Se ajusta el albornoz. «Si hoy decidimos sacrificar diez cabras, mañana serán veintiocho, y antes de que nos demos cuenta estaremos celebrando una de esas bodas con doscientas cabras en las que la mayor parte de la ceremonia consiste en sacrificarlas».

      «Yo lo único que digo es que si el Dios de Piedra maldice nuestra casa y nuestro primogénito nace hecho estatua, la que va a tener que parirlo eres tú».

      Dorothy toma aire y por un momento parece que todo fuera a terminarse ahí, pero entonces dice: «Mira», y si algo sé yo de las relaciones es que nada bueno empie­­za con la palabra mira. Nadie dice: «¡Mira, qué buena idea! ¡Tienes razón! Acabemos ya mismo con esta discusión».

      «Mira», dice. «He estado dándole muchas vueltas.