“ ¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Me exprimirás como un trapo o me colgarás en algún lugar para que se seque como una sábana?”, le había preguntado Emma fingiendo estar enojada.
“ No, te quiero besar”, le había respondido simplemente Aiden acercándose y posando delicadamente los labios sobre los suyos, antes de darle tiempo a reaccionar.
Fue un pequeño y tímido beso, pero eso había alcanzado para hacer delirar a Emma.
Ese fue su primer beso y haberlo recibido justamente de Aiden había sido el regalo más hermoso.
Cuando él se separó de ella, parecía estar avergonzado y sentirse culpable, como si hubiera osado hacer algo prohibido, pero la amplia sonrisa en el rostro pecoso de Emma y sus ojos brillosos que lo habían mirado lleno de cariño había disipado cualquier duda. Con más coraje, volvió a besarla con más seguridad y, cuando Emma lo rodeó con sus brazos alrededor del cuello, había sentido que el corazón latía más rápido aún.
Para Emma ese momento fue como un sueño.
“ Ahora estamos juntos, ¿verdad?”, le había preguntado la muchachita ingenuamente.
“ No sé si podemos.”
“ ¿Por qué?”
“ Eres mi prima.”
“ Sí, pero no en primer grado, por eso creo que se puede.”
“ Entonces está bien, pero tiene que ser un secreto.”
El día había pasado espléndidamente y nadie se había dado cuenta de nada, ya que Emma y Aiden eran inseparables desde mucho antes.
Sin embargo, para Emma ese idilio había durado sólo un día, antes de darse cuenta de que una vez terminado el verano no habría vuelto a ver a su noviecito hasta el próximo verano.
“ En realidad, el próximo año yo no vendré más aquí”, le había respondido Aiden, después de escuchar sus preocupaciones.
“ ¿Por qué?”, había preguntado Emma tratando de ocultar el nudo en la garganta.
“ El próximo año cumplo dieciséis años y el abuelo Giulio quiere que vaya a hacer una práctica en la sede de Seattle durante todo el verano.”
Emma se había puesto a llorar desesperada y se había calmado sólo después de que Aiden le había prometido que no hubiera faltado a su cumpleaños número trece.
Pero, sólo un par de meses después sucedió una violenta pelea entre Cesare y Giulio, con la consiguiente separación de las dos ramas de la familia.
Cuando Emma intentó pedir a su abuelo que invitara a Aiden a su cumpleaños, él se había enojado muchísimo y había amenazado con castigarla, si hubiera osado pronunciar de nuevo ese nombre que ni siquiera era italiano.
Habían pasado doce años desde entonces.
Doce años de cumpleaños que se habían vuelto más oficiales y formales.
Doce años durante los cuales había visto a Aiden sólo unas pocas veces en algún evento organizado por alguna otra persona que más tarde habría conocido la ira de Cesare y Giulio Marconi.
Doce años anclada al brazo del abuelo que la mantenía siempre cerca suyo, listo para mantener a distancia a los “Marconi con la M minúscula”, como decía él, y a protegerla de cualquier pretendiente o enamorado que hubiera tenido el coraje de acercarse a la que consideraba más que una hija, sino un verdadero pedazo de su corazón.
Tímida e insegura como era, Emma nunca había tenido la necesidad de liberarse de ese control morboso y asfixiante o de ir en contra de los deseos del abuelo y, si eso por un lado le imponía muchas limitaciones sobre todo en el campo amoroso, por el otro la hacía la Marconi más libre de la familia.
A diferencia de todos sus parientes, ella había podido permanecer fuera de las cuestiones empresarias, ya que era mujer y no tenía un interés particular por los negocios, como le recordaba a veces el abuelo.
“ Con esa carita tan dulce e inocente serías la presa favorita de todos los tiburones de Portland… No, Emma, tu sólo tienes que pensar en terminar tus estudios y buscarte un buen marido que pueda cuidar de ti”, le decía a menudo el abuelo. Lástima que no hubiera sido fácil terminar los estudios de arquitectura y mucho menos especializarse en diseño interior, ya que Cesare odiaba a los arquitectos tanto como a los dentistas y le parecían sólo inútiles, a diferencia de los geómetras y de los ingenieros. Además, no entendía qué sentido tenía estudiar tres años para aprender a decorar un ambiente. “¡Todos decoran su casa y nadie tiene esa especialización absurda que sólo los arquitectos podían inventarse! ¡Qué cosa inútil!”.
Por no hablar de la búsqueda de marido. El extenso examen y el interrogatorio al que se sometía a cada pretendiente de la nieta no permitía a nadie llegar a la tercera cita. ¡Ninguno estaba a la altura! Uno era demasiado snob, uno tenía padres divorciados, uno no era católico, uno no tenía raíces italianas, uno había dejado el colegio, uno le había respondido mal… y así hasta el infinito.
Emma había intentado ver a algunos muchachos a escondidas sobre todo en el colegio, pero su abuelo tenía ojos y orejas por todas partes.
“ Lo hago por tu bien. Un día me agradecerás, hija mía”, le respondía siempre cuando Emma daba muestras de sufrimiento.
Sin embargo, su abuelo siempre había sabido ganarse su afecto con una cuenta en el banco ilimitada, que siempre le había permitido comprar todas las casas que quería y decorarlas, o irse a vivir sola. Alcanzaba con que no dijera que se había graduado como arquitecta (estudio que él no había aprobado jamás) y que prometiera mantenerse alejada de los trepadores sociales y de la vida mundana.
Y Emma había aceptado. Por lo demás, no tenía necesidad de trabajar y había abierto un blog de arquitectura bajo un nombre falso, donde daba consejos sobre cómo reestructurar y decorar casas. No era un blog con muchos seguidores, pero había logrado abrirse camino en el laberinto virtual de la web.
Mientras tanto, también había comenzado a escribir algunos cuentos (siempre bajo un seudónimo), a frecuentar algún club del libro y a participar en el grupo del blog Sueños de Papel de Rachel Moses y de otras apasionadas de libros que intercambiaban consejos e información para ayudar a escritores novatos a tener visibilidad y a mejorar sus obras.
Claro, no tenía amigos y no salía con nadie además de sus primos y alguna vieja compañera del colegio, pero ahora las cosas estaban cambiando.
El encuentro con Abigail Camberg y Rachel Moses le había cambiado la vida y ahora tenía alguien con quien poder hablar abiertamente de sus pasiones y de sus sueños.
“ Emma, hija mía”, la recibió el abuelo apenas vio a la nieta entrar por la puerta de la oficina.
“ ¡Abuelo!”, exclamó feliz como una niña corriendo a abrazar a ese viejo hosco que siempre la había amado como ningún otro.
“ ¿Cómo estás?”
“ Bien. ¿Y tú?”
“ He tenido mejores momentos”, murmuró el hombre sentándose en su silla presidencial detrás del escritorio e invitando a Emma a sentarse frente a él.
“ Mala señal”, pensó de inmediato Emma en alerta. Cuando iba a ver a su abuelo, él siempre la hacía acomodar en el saloncito, donde generalmente había siempre un té o un café con dulces que la esperaban.
Pocas veces su abuelo la había hecho sentar delante a su trono y todas las veces había sido para regañarla, como esa vez que había descubierto que se veía a escondidas con un tal Clark que Cesare había definido como un “idiota holgazán de un republicano”, o cuando peleaban porque Emma había decidido asistir a los cursos de arquitectura y no de economía como se esperaba, o cuando