Historia de un chico. Edmund White. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edmund White
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412327052
Скачать книгу
que delataban su propia ansiedad.

      —Chicos, huelo algo que se quema. ¡Se incendia el motor! Maldita sea, rápido, muchacho, abre esas puertas.

      —No pasa nada, señor, está todo bien.

      —¿Estás seguro?

      —Sí, señor, afirmativo.

      —¿Seguro?

      —Sí.

      Yo me aferraba al parabrisas con miedo, y durante un instante vi a Kevin y a Peter con unas sonrisitas de complicidad. Pensaban que mi padre y yo éramos tontos.

      Esquiar con esa lancha no era fácil. La velocidad de una embarcación tan enorme y potente podía casi arrancarte los brazos de cuajo. Una vez estabas en el aire, la estela que se desplegaba a ambos lados parecía una montaña, y saltar sobre ella, una imprudencia, si no un suicidio. Kevin, por supuesto, se las apañó estupendamente, pese a que nunca había esquiado antes. No tardó en empezar a hacer el tonto, levantando primero un esquí y luego el otro, e iba de un lado a otro de la estela a toda velocidad. Yo lo observaba desde la butaca. Si lo perdíamos, se suponía que tenía que hacerle una señal a Peter, quien a su vez debía transmitirle el mensaje al capitán; pero Kevin sólo se cayó una vez. Pasamos al lado de la balsa, que estaba repleta de adolescentes nadadores; me alegraba que nuestro barco tirara de alguien tan atlético como Kevin. En nuestra familia, las virtudes eran totalmente invisibles a los ojos de los extraños. El prestigio social de mi madrastra y el dinero de mi padre no podían verse. Pero el cuerpo de Kevin al agacharse y al saltar sobre la estela, eso que podía verse. Cuando por fin se cansó, esperó hasta que pasamos cerca de nuestra casa, soltó la cuerda y se hundió lentamente a unos siete metros del muelle.

      Esa noche vino a mi cama otra vez, pero se enfadó cuando intenté besarlo. “No me van esas cosas”, me dijo con brusquedad. Sin embargo, más tarde, cuando estábamos de pie juntos en el baño de la criada, lavándonos, me miró con una expresión que podría haber sido tanto de agotamiento como de ternura; no supe distinguirla. Por la mañana se fue a nadar con su padre. Los observé bromeando entre ellos. Kevin le daba la mano al padre y lo ayudaba a subir a la cubierta. Era obvio que eran amigos, y yo me sentía aún más rechazado.

      Esa tarde, Peter, Kevin y yo fuimos a pescar en el fueraborda pequeño. Hacía calor, pero un calor húmedo, y estaba nublado, y esperamos en vano a que picaran. Habíamos echado el ancla en un pantano rodeado de juncos huecos que rayaban los laterales metálicos del barco. Yo sudaba a mares. El sudor me ardía en el ojo derecho. Un mosquito me hablaba al oído. El olor a gasolina del motor (levantado, fuera del agua poco profunda) se negaba a ascender e irse flotando. Los chicos se amenazaban con las lombrices muertas del tarro de cebos, y Peter había espantado a todos los peces del lago con sus aullidos y con el golpeteo de sus pies. Cuando le pedí que se quedara quieto, se sonrieron con complicidad y empezaron a burlarse de mí, repitiendo mis palabras, elevando y bajando el tono, “Podrías ser más considerado”. Tras un rato, dejaron la broma de lado y pasaron a otro tema. De algún modo –¿pero en qué preciso momento?– les había hecho ver que era un maricón. Rememoré distintos momentos de los últimos días, en un intento por identificar el instante exacto en el que me había delatado. Encendimos el motor para regresar por el lago cristalino y vaporoso; todo estaba descolorido, caliente y desprovisto de inmediatez. En un mundo tan apático y debilitado, el chirrido del motor parecía particularmente cruel, como una cicatriz en el vacío. Salí a caminar solo.

      Me arrastré por la carretera estrecha de las colinas de detrás de las casas que daban al lago. Un coche viejo lleno de sirvientas negras pasó junto a mí chisporroteando. Era miércoles por la noche; el día siguiente lo tenían libre. Pasarían la noche en un complejo para negros a treinta kilómetros de distancia y bailarían y reirían hasta bien entrada la noche, comerían costillas de cerdo, se pondrían vestidos largos, hablarían en alto y se reirían más fuerte de lo que podían el resto de la semana en las casas serias en las que servían. La mayor parte del tiempo lo pasaban exiliadas, dispersas entre una población que les resultaba ajena; las autoridades tan sólo permitían que la tribu volviese a reunirse una vez a la semana. Eran personas efusivas que se veían obligadas a apagar sus llamas alegres y mantener sólo una luz piloto muy pálida. Por entonces yo también creía ser efusivo y alegre por naturaleza, si tuviera la oportunidad de demostrarlo.

      Los grillos, con su canto monótono, llenaron el silencio que se produjo después de que el coche se alejara. Su canto parecía el latido de la soledad, un latido que recorría mis venas. Estaba desconsolado. Volví a darle vueltas a la idea de convertirme en general. Anhelaba tanto el poder que me había convencido a mí mismo de que ya tenía demasiado, que era un manipulador malvado que podría destruir a todos los de mi alrededor por medio del veneno que se filtraba por mis poros. Mi propia majestuosidad me horrorizaba. Quería alguien a quien traicionar.

      Kevin y su familia se quedaron tres días más. Una noche, el señor Cork se pasó con la bebida y rompió la barandilla al tambaleare mientras subía al dormitorio. La señora Cork estalló a la mañana siguiente y le dijo a mi madrastra que detestaba los huevos que “nadaban en grasa”. Katy, la cocinera húngara, se encerró en su habitación y salió dos horas más tarde con los ojos rojos y sorbiéndose los mocos. Kevin y la señora Cork se pelearon, o mejor dicho ella lo atosigó y él la ridiculizó. Cuando se reconciliaron, su abrazo fue sorprendentemente íntimo: con unas caricias largas y silenciosas y besos de esquimal. Durante una tarde de lluvia, los chicos armaron jaleo en la casa hasta que Peter le dio la vuelta a la mesa y se cargó uno de los azulejos pintados a mano que había sobre la superficie. Sus padres no parecieron ni inmutarse ante el destrozo y permitieron que continuasen los empujones. La señora Cork ignoraba aquel pandemonio de una forma muy descarada: cantando escalas a viva voz. Cada noche, Kevin venía a mi cama, pero yo ya no creaba fantasías en las que nos escapábamos juntos. Le tenía un poco de miedo; ahora que sabía que yo era maricón, podía burlarse de mí cuando quisiera. ¿Quién sabe lo que era capaz de hacer? Tras presenciar sus vituperios contra su madre, seguidos de las caricias, no podía seguir pensando en él como el chico de al lado. La última noche intenté besarlo otra vez, pero él apartó el rostro.

      La tarde en que se fueron, la señora Cork se puso de un rojo intenso de indignación y persiguió a Kevin hasta la mitad de las escaleras. Él se agachó y le gritó, con la cara retorcida:

      —Eres una desgraciada, una vieja desgraciada —y la empujó por las escaleras.

      Mi padre se puso hecho una furia. Levantó a la mujer del suelo y le dijo a Kevin:

      —Creo que ya has hecho suficiente por hoy, jovencito.

      El señor Cork, que no estaba del todo sobrio, continuó contando las maletas. Fingía no haberse enterado de la rabieta. Su esposa guardó un silencio herido, como si estuviera de luto. Casi ni se despidió de nosotros. Pero en cuanto salió por la puerta y llegó a los escalones del garaje, vi que le dedicaba una sonrisa torcida a su hijo. Él se abalanzó a sus brazos, se dieron un beso de esquimal y se acariciaron.

      Por fin se habían ido. Mi padre y mi madrastra se sintieron aliviados, y yo también. Mi madrastra, siempre tan maniática, los había encontrado casi tan asquerosos como unos salvajes, y enumeró montones de pruebas de ello, desde las botellas de cerveza de debajo de la cama hasta los bastoncillos para los oídos usados que se habían quemado en el cenicero del baño. Mi padre dijo que eran unos “chiflados” y que los hijos encajaban más en un reformatorio que en una casa. Y que el marido hablaba demasiado sobre comunistas, bebía demasiado, sabía demasiado poco y parecía desequilibrado. Mi padre pensaba que a Cork no le iba a ir bien en los negocios (resultó que a él tampoco). Yo le dije que sus hijos me parecían unos “niñatos”. Mi madrastra se disculpó con Katy por lo maleducados que habían sido los invitados y nos informó de que no le habían dejado propina a Katy; mi padre la compensó por las molestias adicionales que había tenido que soportar.

      Luego, todos corrimos a encontrarnos con la soledad; mi madrastra y yo a nuestros libros y mi padre a su holgazanería. Parecía que ahora le caía mejor a mi padre. Puede que no fuera el hijo que creía que quería, pero era el hijo que se merecía: alguien paciente, agradecido, tan adicto a los