Historia de un chico. Edmund White. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edmund White
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412327052
Скачать книгу
en las frases.

      Mi padre era un poco afeminado. Cruzaba las piernas del modo incorrecto. Se cuidaba demasiado las uñas (tenía un kit de manicura muy completo). Le gustaba la música clásica. No era un tipo fácil de tratar. Pero, por lo demás, aprobaba: era valiente en las peleas, era un atleta fuerte y habilidoso, no se asustaba con facilidad, tenía arranques de furia terribles, sabía insultar, era asertivo hasta decir basta, tenía la elegancia de los apostadores para perder dinero. Podía perder un montón en los negocios y marcharse sonriendo y encogiéndose de hombros.

      Kevin era la clase de hijo que habría complacido a mi padre más que yo. Era el capitán de su equipo de béisbol. A primera vista tenía buenos modales, producto de su educación, no de su timidez. No se abstraía del presente con comentarios irónicos, sonrisas de superioridad, arrebatos de anhelo o dejando volar su imaginación No se había inventado otra vida; la que tenía le parecía lo bastante buena. Aunque sólo tenía doce años, ya sentía la presión palpitante de ser el mejor, de que se fijaran en él, de tener razón, de ganar, de doblegar a otros a su voluntad. Me daba bastante miedo y me resultaba atractivo (las dos cualidades parecían estar relacionadas). Como yo tenía tres años más, supongo que él esperaba que le adelantara en muchas cosas, así que, durante esa primera noche en la lancha, permanecí en silencio para que no se llevara una desilusión. Quería gustarle.

      Puede que Kevin fuera arrogante, pero no era uno de esos chicos finos del club de campo. No se arreglaba mucho y no creo que pensara mucho en esas cosas; todavía no salía con chicas y no llevaba la ropa planchada; se la ponía recién salida de la secadora hasta que se ensuciaba y su madre volvía a echarla en la lavadora. Aún veía dibujos animados en la tele antes de cenar temprano y, cuando le empezaba a entrar sueño, se apoyaba en su padre, parpadeando y sin enterarse de nada. Su hermano Peter, que tenía siete años, era un niño nervioso, obsesionado con parecerse a Kevin.

      Mientras mi padre seguía ladrando órdenes, Kevin, Peter y yo atamos la lancha al muelle y la cubrimos con las lonas. Subimos todos los escalones hasta la casa. Old Boy iba por delante de nosotros, pero volvía corriendo a por mi padre para que se diera prisa. Las luces de la casa resplandecían. Los padres de Kevin se estaban quedando en mi habitación del piso de arriba, en donde la semana anterior había leído La muerte en Venecia y me había regocijado con la historia de un adulto digno que moría por el amor de un chico indiferente de mi edad. Esa era la clase de poder que quería tener sobre un hombre mayor. Y me di cuenta de que existía un mundo increíble en el que pasaban ese tipo de cosas y la gente cambiaba, se arriesgaba, prestaba atención; un mundo tan sensible como un piano de cola, en el que incluso un paso o una palabra podían despertar vibraciones en sus cuerdas tensas.

      Como habían construido la casa en una colina muy pronunciada, el sótano no estaba bajo tierra, aunque las paredes de bloques de hormigón olían a tierra mojada. Tan sólo había dos habitaciones en el sótano. Una de ellas era una “sala de juegos” con un barra semicircular de bloques de vidrio que podía iluminarse desde dentro con una bombilla rosa, una verde y una naranja (la azul se había fundido).

      La otra habitación era larga y estrecha. La pared que daba al lago tenía dos ventanas grandes. Normalmente había una mesa de pimpón instalada allí, con una red verde que nunca estaba tensa del todo. Bajo una luz cenital mi padre arremetía y maldecía y gritaba y golpeaba, o se estiraba hasta la red para darle un golpecito a la pelota y lanzarla al lado de su enemigo (porque su oponente era, inevitablemente, “el enemigo”; desafiando su energía, su fuerza, su habilidad, su destreza). Cada vez que mi hermana, una atleta campeona, estaba en la casa de campo, disfrutaba de ese interesante poder sobre nuestro padre, mientras mi madrastra y yo nos sentábamos arriba y leíamos, acurrucados frente a la chimenea con Herr Pogner, el gato persa (a quien le habíamos puesto el nombre en honor a mi maestro de clavecín). El gato dormitaba, con las patas metidas bajo el pecho; aunque sacudía e inclinaba las orejas levantadas, tan delgadas que dejaban pasar la luz de la lámpara, con cada “¡Mierda!” o “¡Hijo de puta!” o “Ya te tengo, jovencita, ya te tengo” que se alzaban por las rejillas de aire caliente que había en el suelo. Los reproches de mi hermana, más suaves pero alegres (“¡Papá!” o “En serio, papi”), ni siquiera merecían el mínimo movimiento de aquellas orejas felinas. A mi madrastra, absorta en algún libro de Taylor Caldwell o de Jane Austen (era una lectora compulsiva y nada selectiva), nunca le cautivaba tanto la lectura como para no percatarse de cuándo tenía que ir corriendo a la cocina para otorgarle al inevitable vencedor –demacrado, sonriente– una tarrina de medio litro de helado y una caja de galletas integrales de chocolate, que se comía mi padre a su manera favorita: con un poco de mantequilla fría por encima.

      Esa noche no había partido. Los adultos estaban sentados alrededor de la chimenea tomándose unas copas. Abajo, habían sustituido la mesa de pimpón con tres camas en las que dormiríamos los chicos. Los padres de Kevin mandaron a dormir a sus hijos, pero a mí me dejaron que me quedara media hora más. Incluso me dieron una copa un poco cargada, aunque mi madrastra murmuró:

      —Seguro que le apetece más un zumo de naranja.

      —Por el amor de Dios —dijo mi padre sonriendo—, dale un respiro al chico.

      Agradecí aquella inusual muestra de simpatía, así que, para complacerlo, no dije nada y asentí mucho a lo que decían los demás.

      Los padres de Kevin, sobre todo su madre, no se parecían a ningún adulto que conociera. Ambos eran irlandeses; ella de nacimiento, él de descendencia. Él bebía hasta emborracharse, hasta que le lloraban los ojos y no podía dejar de reír. Tenía un rostro atractivo, aunque demasiado relleno, pelo negro que brotaba como un géiser en la coronilla, unas manos grandes y rojizas cuyos nudillos se tornaban blancos cuando agarraba algo (un vaso de whisky, por ejemplo) y un trato tierno y satírico hacia su esposa, como si fuera un soñador haragán que había sido incitado a la acción por esa fiera.

      Ella decía “joder” y “mierda”, bebía whisky y tenía dos estados de ánimo: ira (se pasaba todo el tiempo gritándole a Kevin) e ira falsa, una especie de ebullición muy atractiva, ferviente pero frustrada por su honor: “Estupendo, como tú quieras”, decía, peleona y sumisa; o “Por supuesto que te vas a tomar otra copa”.

      Era todo un papel, y quería que se viera como tal. Tenía “carácter” porque era irlandesa y se había formado como cantante de ópera. Si entraba en alguna habitación y encontraba una camiseta de Kevin tirada y arrugada en una silla, comenzaba a gritar “Kevin O’Malley Cork, ven aquí ahora mismo. ¡Ahora!”. No había nada que pudiera frenar esos arrebatos, ni siquiera el hecho de que Kevin se encontrara fuera del alcance de sus palabras. Ponía los brazos rígidos, apretaba los puños y los enterraba en sus flancos delgados, arrugando el vestido; se le empalidecía la nariz y su pelo fino, del color de ladrillos desgastados, parecía entrar en estado de shock y levantarse para dejar al descubierto aún más cuero cabelludo. Debido a su formación operística, su voz penetraba en cada rincón de la casa y tenía un timbre de contralto que zumbaba en la mesa redonda de metal de Marruecos. Por las mañanas, fumaba un cigarrillo tras otro, tomaba café y se sentaba sin hacer nada, vestida con una bata de seda que revelaba y resaltaba su cuerpo huesudo. Con ese rostro pecoso, libre de maquillaje, en el que destacaba un resbaladizo y brillante color rojo, parecía un joven enfadado que se había travestido para hacer una broma.

      A mi madrastra, aquella pareja, con su alcohol y sus cigarrillos y sus continuas discusiones escandalosas, le parecía “ordinaria”. Mejor dicho, la mujer era ordinaria (los hombres no pueden ser ordinarios). Mi padre llegó a la conclusión más tarde de que el esposo no era “estable” (no tenían una fuente de ingresos fija). Aunque vivían en una mansión con piscina y muebles antiguos, la alquilaban; lo más seguro es que también alquilaran los muebles.

      Los Cork eran unos trepas; él en los negocios y ella en la sociedad; a mí me parecían unos farsantes fascinantes. No cabía duda de que la madre de Kevin era una mujer bohemia y escandalosa a la que le encantaba beber; yo la admiraba, sobre todo, por la forma en que había logrado moderar su efusividad para conseguir que la invitaran a algunos de los “eventos” que organizaban tanto el Club de Mujeres o el Club Steinway (el Steinway fingía ser tan sólo una pequeña reunión