Historia de un chico. Edmund White. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edmund White
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412327052
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y le proporcionaba el nombre o la fecha correcta, tan discreta y tranquilamente como me era posible. Porque yo sabía más que él sobre los temas que podían surgir en una conversación, incluso en aquella época, en la década de 1950.

      Pero el conocimiento no era poder. Él era quien tenía poder, dinero y el derecho a leer el periódico durante la cena mientras mi madrastra y yo lo observábamos en silencio; él era quien tenía treinta trajes hechos a medida, veinte pares de zapatos relucientes y camisas blancas de vestir almidonadas, las corbatas de Countess Mara y los dos Cadillacs que lo esperaban en el garaje, desde los que goteaba aceite al cemento y creaba la forma de un Saturno negro y un borrón gris con sus lunas. Su poder era lo que me dejaba estupefacto, y hacía que considerara mis conocimientos como mera astucia de la que mi padre podía presumir en alguna cena cuando le viniera en gana. (“Pregúntale a este joven, le gusta leer, seguro que sabe responderte”). Pero entonces, ¿por qué, cuando titubeaba en ocasiones, se me saltaban las lágrimas? ¿Estaba triste porque él no lo tenía todo, absolutamente todo, o porque yo no tenía nada? Tal vez, a pesar de mi timidez, estaba enfrentado a él. ¿Quería hacerle daño porque no me quería?

      Kevin había arreglado las cosas en un instante preguntándole a mi padre cómo creía que le iba a ir al equipo de béisbol local en la próxima temporada. De inmediato, mi padre empezó a disertar sobre nombres, promedios y estrategias que no tenían ningún sentido para mí, el buen entrenamiento de la primavera y el mal fichaje de jugadores. Cuando Kevin lo cuestionaba en algo, mi padre se reía amigablemente de las ocurrencias del chico y lo corregía. Yo descansaba con el brazo apoyado en la banda de rodadura de goma de la borda y con el mentón apoyado en el brazo, y clavaba la mirada en el agua resplandeciente, que estaba ocupada analizando la luz amarilla de un porche lejano, rompiendo el simple resplandor en cien posibilidades cambiantes.

      La charla sobre béisbol continuó un rato más mientras nos mecíamos en nuestra estela. Íbamos a la deriva, hacia una isla en la que, blanco como una polilla, se alzaba un hotel de verano abandonado tras unos abedules esbeltos y plateados. El motor, al ralentí, sonaba como un coche viejo con el silenciador en mal estado. Mi padre solía sentirse incómodo con otros hombres, pero Kevin y él habían encontrado una forma de entablar conversación y yo escuchaba a medias los murmullos de sus voces –o más bien el monólogo de mi padre y los ruidos de asentimiento o de desacuerdo de Kevin–. Así era la voz de mi padre entrada la noche: meditabunda, confiada, interminable. Old Boy la reconoció de sus caminatas juntos al anochecer y, con cautela, apoyó el hocico entre las patas en su cojín, al lado de mi padre. El pequeño Peter salió arrastrándose por la escotilla y escuchó la charla de deportes; incluso conocía los nombres y promedios e hizo algunos comentarios. Después de que Peter se quedara en silencio durante un rato, eché un vistazo y vi que se había quedado dormido, con la cabeza echada hacia atrás sobre el borde del respaldo y la boca abierta, mientras sacudía la mano derecha.

      Habíamos entrado en una zona más estrecha que llevaba a una ramificación más pequeña y fría del lago. Las luces de un coche, tras excavar un túnel entre los pinos que había alejados de la costa, desaparecieron de la vista y, de pronto, se extendieron por el agua, que pareció más negra y agitada durante ese breve resplandor. Yo había remado con esfuerzo por todo el lago, y era placentero ver cómo la lancha recorría con elegancia esas distancias agotadoras; mi padre había vuelto a encender el motor y nos encontrábamos una vez más en nuestro trono, elevado y estruendoso. Pasamos por una zona en la que el césped recortado de una propiedad descendía desde una mansión blanca con las luces encendidas y las cortinas echadas. El domingo anterior, bien entrada la tarde, mientras remaba con dificultad a través del agua turbulenta, había visto a un chico con un traje de lino y a una chica en un vestido de fiesta. Habían subido la colina despacio, alejándose de mí. Él iba un poco por delante; ella agitaba los brazos en el aire de forma muy exagerada, como si fuera una marioneta. El sol creó un arcoíris tenue en el rocío de un aspersor y volvió el césped tan verde y uniforme como el tapizado de una mesa de billar. La luz le otorgó a la pareja sombras largas e imponentes.

      A mi alrededor –en la oficina de correos, donde teníamos un apartado; en las tiendas; en los muelles; en los veleros y en los esquís acuáticos– había gente joven divirtiéndose, con bronceados de yodo y aceite para bebé, cuerpos esbeltos y dentaduras impecables. Un barco se deslizaba a través del sol poniente, con la sombra de un adolescente de hombros anchos en la vela blanca. En el muelle del pueblo, miraba desde la lancha a dos jóvenes que pasaban por allí, con apenas una franja delgada de piel sin broncear visible bajo los dobladillos de los pantalones cortos. Cuando me sentaba en lo alto de la colina, en el columpio de nuestro porche, leyendo, los oía bromear mientras tomaban el sol en la balsa blanca que había más abajo. Los veía de cerca en las cenas del club de campo: el chico con el mentón prominente y las manos de color marrón miel, con una americana y pantalones blancos de algodón, sentando con su madre, cuya nariz era muy parecida a la de él pero más puntiaguda y con el pelo igual de rubio pero con mechones grises. Era de esas mujeres que usaban azul marino y una sola prenda tejida de amarillo y oro rosado, cuyos angostos pies calzaban zapatos Oxford azules y blancos, que conducían coches familiares, que bebían martinis en porches con muebles de ratán y alfombras de paja y cuyas voces eran más graves que las de muchos hombres. De cerca olían a ginebra, manteca de cacao y agua del lago; a veces nos sentábamos junto a esa clase de mujer y su familia en la mesa comunal. O veía a esas mujeres en una pequeña sucursal de Saks Fifth Avenue en un pueblo no muy lejano. Fingían estar aburridas o exasperadas por las idas y venidas de sus hijos: “Ni te molestes en decirme a qué hora vas a volver a casa, Scott, sabes de sobra que a día de hoy nunca has cumplido con tu palabra”. Lo veía todo y envidiaba a los padres que tenían esos hijos y a los hijos que tenían esos padres.

      Mi padre nunca se ponía moreno. Tenía una barriga enorme; sus gafas no eran de carey ni de plástico rosa translúcido (los dos únicos estilos aceptables), sino negras, con patillas metalizadas en bronce; casi nunca tomaba cócteles; no se comportaba como si estuviera en un escenario; no tenía amaneramientos atractivos. Aunque mi madrastra había ascendido socialmente tanto como se podía ascender en ese mundo, lo había hecho sola. Mi padre nunca la llevaba a ningún lado; era tan libre como una solterona y tan respetada como una matrona. Cuando estaba con nosotros en verano, en la casa de campo, se olvidaba de la sociedad y ayudaba a mi padre con los escalones o con la pintura, leía tanto como yo, preparaba comidas ricas y se adaptaba a la vida rústica. De vez en cuando, una de sus elegantes amigas se pasaba para almorzar, y de repente la casa se recargaba con la energía de esas mujeres: su entusiasmo, su aprobación, sus risas, su cháchara apasionante, un arte tan refinado (y ahora tan inusual) como la marquetería. Mi padre sonreía a las invitadas, les estrechaba la mano y les servía unas gotas de brandy tras sus almuerzos de muñecas. Luego se marchaban en un coche destartalado: millonarias con rebecas viejas cubiertas de pelo de gato, con sus maravillosas y animadas voces como única insignia de alcurnia.

      Mi padre era cortés pero poco distinguido. Yo lo era aún menos. Pasaba tanto tiempo leyendo en casa (en la cama de mi habitación, en el sofá del salón, a la sombra en el banco al pie del muelle) que no me había puesto moreno. Al menos llevaba la ropa adecuada (mi hermana se había asegurado de ello), pero me sentía todo emperifollado y sin tener adónde ir.

      A diferencia de mis ídolos, yo no sabía jugar al tenis ni al béisbol ni nadar a crol. Mis deportes eran el voleibol y el pimpón, y sólo sabía nadar a perrito. Era afeminado. Siempre estaba haciendo gestos con las manos. En secundaria, participé en el desfile de la clase. Todos nos pusimos togas y marchamos con solemnidad mientras sonaba la Sinfonía inacabada de Schubert. A mi hermana le faltó tiempo para decirme que había sido el único chico que no se había sentado con las piernas cruzadas en el suelo del gimnasio, sino apoyado en una mano y en la cadera como la chica del anuncio de White Rock. En aquella época había un test de masculinidad muy popular que consistía en tres pruebas, y yo las fallaba todas: (1) Mírate las uñas (las chicas extienden los dedos; los chicos ahuecan la mano con la palma hacia arriba); (2) Mira hacia arriba (las chicas sólo alzan la vista; los chicos echan toda la cabeza hacia atrás); (3) Enciende una cerilla (las chicas lo hacen alejándosela del cuerpo; los chicos se la acercan. O puede que fuera al revés, no me acuerdo). Pero también había otras señales menos esotéricas. Los hombres cruzan las piernas apoyando