Fuego salvaje. Donaldo Christman. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Donaldo Christman
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789877983470
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el comandante pasara revista. Mientras los hombres estaban en posición de firmes y alertas, el comandante preguntó en voz alta:

      –Sargento, ¿cuál de sus hombres me recomendaría usted como el más responsable? ¿En quién puede depositar usted toda su confianza?

      Sin vacilación, el sargento señaló a Alfredo.

      –Ese, comandante; es el mejor que tengo en todo sentido.

      –Envíemelo después de un período de instrucción. Necesito un asistente.

      Alfredo recibió las instrucciones, y pronto estuvo a las órdenes del comandante. Su trabajo consistía, principalmente, en alimentar, dar de beber, cepillar diariamente el caballo del comandante y estar cerca de la oficina del jefe en carácter de mensajero. Esto era para él un verdadero regalo. Era un trabajo fácil, que muchos de sus compañeros hubiesen querido tener. Sin embargo, no podía reunir el valor necesario para hablar al comandante sobre sus convicciones religiosas.

      El sábado, todo el campamento recibió órdenes de ir de maniobras al campo. “¿Qué hago ahora?” se preguntaba Alfredo. Temprano por la mañana del sábado, tomó su Biblia, un poco de comida y caminó hacia los bosques. A la hora del almuerzo, Alfredo se arriesgó a ir al lugar de las maniobras para conseguir la comida. Pero no podía hacerlo sin que nadie se diese cuenta.

      –¡Oh, protestante! ¡Qué hora de asomarte! –le gritó uno de sus camaradas cuando apareció en escena.

      –¡No pudiste aguantar más! –bromeó otro.

      Alfredo era muy conocido y apreciado. Pero la tentación de mortificarlo un poco era demasiado grande aun para sus mejores amigos. En feriados y ocasiones especiales siempre era un compañero muy buscado, porque los soldados pasaban de dos en dos para recibir sus raciones, y el que lo acompañaba siempre conseguía una doble porción de cerveza y de carne de cerdo, porque Alfredo no consumía las suyas.

      –¿Por qué todo este bochinche, Alfredo? –preguntó el comandante–. ¿Dónde ha estado todo el día?

      –Soy adventista –respondió con calma–, y observo el sábado. Esta es la razón por la que no estuve aquí durante la mañana.

      –Adventista... –murmuró el comandante–. Conozco algo acerca de ellos. Usted paga el diezmo de todo su dinero, ¿verdad?

      –Sí; lo he estado ahorrando cuidadosamente, comandante.

      –¿Y usted no va tras las mujeres cuando va a la ciudad, como estos otros? –preguntó luego, mientras quienes escuchaban se sonreían reconociéndose culpables.

      –No, comandante; nunca –repuso con toda seriedad y dignidad.

      –Bien, entonces tiene mi permiso y aprobación. Manténgase así, y quizá pueda ayudar a sus compañeros a enderezarse un poco.

      No tuvo más problemas durante el resto de su permanencia en el Ejército. Y, en la medida en que pudo, siguió el consejo de su comandante de “enderezar” a algunos de sus compañeros. Con tacto y convicción, logró que uno de ellos aceptase el cristianismo, convirtiéndose en un fiel adventista.

      La vida en el Ejército amplió la visión de Alfredo; pero con cada día que pasaba se robustecía su deseo de asistir al colegio adventista. Contaba los días que le faltaban para terminar el servicio militar. Poco antes de ello, recibió una carta de su cuñado Arturo.

      La abrió ansiosamente y leyó: “Hice un viaje para visitar a la familia Asunción y he decidido comprar una extensa zona de terreno que limita con su granja. Aurea preguntó por ti, y yo le dije que pensaba escribirte para que te unieses a nosotros cuando nos traslademos. Pronto saldrás del Ejército, de modo que ven y vive con nosotros. ¿Estás de acuerdo?”

      Dejando caer la carta en su litera, Alfredo consideró la invitación. “Tengo 22 años –pensó–. Si no voy pronto a la escuela, seré demasiado viejo. Ir allí y estar cerca de una chica linda como Aurea serviría para confundirme y atrasarme aún más. No. Resistiré la tentación”.

      Hecha su decisión, escribió una carta explicando sus planes y sus razones para no retornar, por el momento, a la vida de granjero. Pero no había pensado cómo conseguir dinero para emprender su aventura educativa. ¡Y San Pablo estaba a mil cuatrocientos kilómetros de distancia! “Pero allí es donde debo ir ¡y pronto!” murmuró.

      Antes de salir del Ejército recibió una agradable sorpresa. Descubrió que el día en que fuese dado de baja todo su equipo, incluyendo el caballo, sería de su propiedad. Ignorando las creencias adventistas sobre el particular, había adquirido un pequeño revólver.

      –¡Esta es la respuesta a mis oraciones! –dijo en voz alta–. Ahora puedo conseguir suficiente dinero como para ir al colegio y tener un buen comienzo.

      Y tenía razón. Caballo, revólver y artículos menores le proporcionaron lo suficiente como para viajar por tren a San Pablo, y pagar la mayor parte de su pensión y estudios en el colegio para el primer año. Aunque asistía a cuarto grado junto con niños, no se quejaba.

      –Tengo edad, ¡pero no demasiada como para no aprender! ¡Por fin, a los 23 años, estoy en una escuela; en una verdadera escuela! Y, lo mejor de todo, en una escuela adventista –era su comentario.

      Parecía increíble, pero era cierto. ¡Y estaba feliz!

      Los estudios le resultaron divertidos, porque su corazón estaba en ello. Terminó el cuarto grado con buenas notas, rindió libre el examen de quinto y pasó directamente a sexto grado.

      Durante el primer verano trabajó en la granja del colegio para conseguir fondos para su segundo año. Sin embargo, a poco de comenzar el segundo año escolar resultó evidente que sus fondos eran insuficientes. “Aumentarán mis gastos de estudios, y ¿cómo me vestiré?” se preguntaba. De tanto en tanto, algunos estudiantes le daban ropa, pero la mayoría de ellos también eran pobres.

      Cierta mañana, notó que había un agujero en la suela de su zapato derecho. Día tras día aumentaba de tamaño, pero no tenía dinero para hacerla componer. En ese entonces se estaban construyendo las veredas frente al edificio de Administración, y Alfredo trabó amistad con el contratista que, al mismo tiempo, era el zapatero de la aldea cercana.

      –Señor Seguide, debe ser duro para usted tener que hacer solo toda la mezcla. ¿Qué le parece si lo ayudo un poco en el trabajo?

      –Según el contrato, yo no puedo subcontratar a nadie para que me ayude, joven.

      –Pero usted tiene su taller de compostura de zapatos –razonó Alfredo–. ¿Cuándo realiza esa tarea?

      –Ahora no tengo mucho trabajo. Lo que hay, lo hago de noche.

      –Entonces, le haré una propuesta. Le ayudaré a hacer la mezcla, si usted le coloca a mi zapato derecho una media suela.

      –¿Solo a un zapato?

      –Eso es todo. ¿El trabajo de cuántas horas representa esa tarea?

      El zapatero quedó pensando un momento.

      –Bien, Alfredo, tendrás que trabajar unas doce horas para que yo haga la compostura.

      –Comienzo ahora mismo. Al fin y al cabo, hoy ya no tengo más clases.

      El rendimiento se duplicó mientras Alfredo colaboró con el señor Seguide, y esto, naturalmente, alegró al zapatero que había estado trabajando solo. Puesto que Alfredo tenía un solo par de zapatos, el señor Seguide arregló el zapato esa noche y se lo trajo a la mañana siguiente temprano. Al término del segundo día, Alfredo ya había cumplido su promesa. ¡Doce horas llenas de músculo y transpiración por la suela de un zapato! Esa y otras situaciones similares fueron parte de una educación que habría de serle muy útil en los años venideros.

      Ese año, su mayor problema fue el financiero. Decidió vender libros de salud y religión durante el siguiente verano (tarea denominada “colportar”). El trabajo en la granja no podía proporcionarle los recursos necesarios para afrontar