—Che, Marianito, ¿Alfredo Fernández no era un tío de mamá?
—Creo que sí; pero acá no dice nada… ¿Te acordás de los flanes caseros? ¿Eran esos que nos compraba papá en Mar del Plata?
—Dale, seguí.
En la esquina del mostrador había siempre muchas cajas de pizza apiladas y un rollo gigante de hilo de algodón con una cuchilla para cortarlo . Dos rollos enormes de papel manteca de distinto tamaño servían de manteles y eran usados también para envolver empanadas, pastafrolas y la torta de ricota que hacía doña Dorita.
Como el negocio andaba muy bien, el Gallego había comprado unos hornos pizzeros nuevos y muy plateados que mantenían calentito el local en el invierno, entre olor a fugazzeta, fainá y porciones de mozzarella recién cortadas.
Alfredo ni siquiera había terminado el colegio, pero era rápido, inteligente y muy trabajador. Andaba siempre peinadito y bien afeitado, pero, por alguna razón particular que nunca terminé de entender, se vestía todos los días de la misma manera.
No gastaba en nada, ahorraba todo lo que podía y no le fiaba a nadie. Ni siquiera a la policía.
Jamás lo vi atender el teléfono del local. Decían los que lo conocían bien que la única vez que lo hizo fue cuando lo llamaron del hospital Vélez Sarsfield para comunicarle el nacimiento de su hija, María.
Era seco y malhumorado, aunque de un gran corazón. De vez en cuando tomábamos café juntos y me daba consejos. Me quería mucho. Un día, con una copa de más y un abrazo mal dado, llegó a decirme que era como el hijo que no había tenido.
Teníamos la mejor pizza de jamón y morrones desde Flores hasta Versalles, y el salón estaba lleno casi todos los días de la semana. Pero los viernes y sábados a la noche eran una locura total. La gente hacía cola para comer y esperaba sin quejarse debajo del toldo iluminado con dos tiras de bombitas incandescentes. Adentro, el mostrador reventaba con los que venían a comprar pizza para llevar . En las noches lindas, las mesas de la vereda también se llenaban y la gente tomaba cerveza en la calle o se apoyaba en los coches mientras esperaba su mesa o su pedido.
Un sábado 29 de diciembre, me acuerdo bien la fecha porque justo ese día Vélez salió campeón por primera vez, estaba en el mostrador tomando los pedidos para llevar. La pizzería reventaba de gente y los talonarios de números se nos habían acabado cuando entró María con su mamá, levantando la mirada de más de un cliente . Creo que por entonces tenía veintidós. Era alta, de ojos oscuros y muy bonita, pero me había jurado ni mirarla . Don Alfredo, ocupado en el salón, no tenía tiempo para nada. Pasaban pizzas, porciones, cervezas y aceitunas para picar, mientras la gente no paraba de entrar.
María y su madre venían con otra chica a la que no conocía. Muy a pesar de la gente, los coches en doble fila , los gritos de “dale, Vélez” y las bocinas de la calle, sentí que el tiempo se paralizaba ahí mismo.
El tipo que tenía en frente me hablaba y yo veía que sus labios se movían, pero el mundo había quedado como en cámara lenta. Yo solo tenía ojos para esta mujer.
—¿Sabés que sabía que íbamos a terminar con una mariconada de estas? La historia había arrancado bien. Una mina por día, los bares. ¡Hasta ese don Alfredo me caía simpático! Lo banco, incluso, con lo de la loca esta que lo cagó porque aparentemente era un camión. ¡El salame soy yo! Por un momento me ilusioné. Pensé que se la llevaba a esta María y se agarraba a las piñas con el gallego, pero no. Lo único que falta ahora es que esta otra mina sea mamá.
—¿Podés seguir leyendo? ¿Cuánto falta para que termine el cuaderno?
—Ya termina.
Las tres por fin se acercaron pasando entre la gente. Sin dudar, y con su usual desenfado, María se estiró por el sobre el mostrador solo para saludarme con un beso.
—Hola, Marito. Te traje a Lucía para que la conocieras —dijo, divertida.
—Era mamá. Es un pollerudo. Te lo dije.
—¿Podés terminar de leer?
Visiblemente incómoda, Lucía estiró su mano por sobre el mostrador para saludarme.
—Lucía es mi prima rosarina. Vino a Buenos Aires para las fiestas con mis tíos —dijo María y levantó la voz para que pudiera oírla por sobre el ruido del salón—. Igual, Marito, no te hagas muchas ilusiones, está recién casada. Mostrale el anillo, Lula.
Lucía extendió entonces su mano izquierda y María siguió hablando entre risas y gestos ampulosos ; pero yo ya no escuché más.
—Esto sí que no lo esperaba —dijo Mariano, confundido—. ¿Mamá estaba casada antes de conocer a papá?
—Se puso linda la cosa. Me parece que tenemos para toda la tarde.
III
Los Onetti despertaron del trance de los cuadernos sorprendidos por los ladridos de Gutiérrez, que volvía del veterinario con la mujer de Fernando.
—¿Qué hacen ustedes dos? Me podrían haber esperado. ¿Ya comieron? ¡Gutiérrez, vení para acá!
—Yo estoy muy bien. Vos, Anita, ¿cómo andás? —dijo Mariano, divertido con el enojo de su cuñada.
—Hola, bombón, perdoname. Pero entre que me perdí toda la mañana con la otitis del perrito de tu hermano y lo que me cobró el veterinario, vengo como mal. ¿Qué son esos cuadernos?
Fernando y Mariano le contaron a Anita la historia de la carta, la caja y la supuesta “máquina del tiempo” de Mario Onetti mientras terminaban de almorzar.
—No te puedo creer. ¿Marito un playboy y Lucía casada? ¿Pero cómo nunca nadie nos contó? —Anita no lograba salir de su asombro.
—Lo que no sé es si vos estás autorizada a leer lo que sigue. Como no sos “hija oficial”. —Mariano le guiñó el ojo a su hermano mientras hacía los signos de comillas con sus manos.
—Dale el remedio a Gutiérrez. —Anita obvió el comentario de Mariano por completo—. Me lo vengo fumando desde las 9 de la mañana con esto de la veterinaria. ¿Y cuando venís no me hacés un café? ¿Please? ¿Quién lee? ¿Vos, Marianito?
La parálisis emocional que me había provocado el encuentro con Lucía me duró poco más de una semana.
—La verdad, Marito, yo hubiese preferido que se casara con vos —dijo María una noche de verano mientras tomábamos cerveza esperando a que se cerraran las últimas mesas—. Y esto que quede entre vos y yo, pero a mí el marido ese que tiene no me gusta nada. Es