—No, Fer. ¿Sabés qué podríamos hacer? Armar uno de esos rompecabezas de tres mil piezas de los Alpes suizos. Total, esto lo dejamos acá bien guardadito y lo leemos el año que viene para Navidad. No hay ningún apuro.
Mariano había perdido su calma habitual por completo. Su usual desenfado y su seguridad parecían haberse trasladado a su hermano mayor, que acomodaba y ojeaba los cuadernos de su padre sentado a la mesa de la cocina como si fuesen revistas viejas.
—¿Estás nervioso? —preguntó con tono sereno, mientras doblaba en cuatro la carta de su padre y la guardaba dentro de la caja con los cuadernos.
—¿Estás nervioso? ¡Nooo!, estoy supertranquilo. ¡Claro que estoy nervioso! ¿Y si hay otra familia? ¿Y si soy adoptado?
—Uy, dale, bajá la paranoia. Escuchame una cosa: vamos a tomarnos el tema con calma. Son las doce, es sábado y el día está bárbaro. Prendo el fuego y ponemos un poco de carne para nosotros solos. Mientras se hace el asado tomamos algo y leemos. ¿Qué te parece?
—Dale, okey. Pero yo leo.
Sin dudar sacó el cuaderno con el “1” de la caja y salió al parque antes que su hermano. Fernando, entre tanto, agarró los clasificados para que el fuego arrancara más rápido y, mientras se acomodaba el diario debajo del brazo, abrió dos cervezas.
—Apurate, gordo, que quiero empezar a leer —gri-
tó Mariano desde afuera—. Traeme papitas o algo para picar.
Buenos Aires, 1966. Mucho antes de leer para aprender, mucho antes de trabajar en lo que me gustaba, me tomé la vida bastante a la marchanta. Era uno de esos playboys patéticos y berretas que solían inundar el centro de Buenos Aires. Un encantador de mujeres que respetaba poco y vivía lleno de sí mismo . Me pasaba las tardes gastando lo que no tenía, en bares pitucos, peinado con gomina y empilchado para agradar. Les decía a todos que era abogado y les pedía a los mozos que me dijeran doctor. Un fraude de manual que fumaba cigarrillos importados, tomaba whisky del mejor y tenía un maletín caro que siempre estaba lleno de nada.
Disfrazado de bondad, y pretendiendo ser comprensivo, andaba al acecho de la primera que quisiera contarme algo de su propia vida . Escuchaba sus ilusiones, sus anhelos. Las hacía reír, emocionarse. Una por una las hipnotizaba con sus propias palabras. Cuando tenía lo que quería, en un día, cuatro o nueve, las dejaba igual que las había encontrado.
Las vi llorar, rogar sin que se me moviera un pelo. Supe ser frío , distante, y solía no tener remordimientos. Pasaba a la próxima como si la anterior no hubiese existido nunca.
Mariano levantó la vista. Los Onetti se miraron confundidos. Mario había sido un tipo muy aburrido. No fumaba, no comía, no tomaba. Mucho menos salía de noche. ¡Ni siquiera por trabajo!
—Miralo a Marito latin lover —dijo Mariano, divertido, viendo que la historia poco tenía que ver con él—. Y yo que no entendía muy bien a quién salía con este carisma, tan entrador.
—Seguí, dale.
Mariano se rio de su propio chiste y siguió más relajado, ya con la primera cerveza encima.
Hasta que un día, en lugar de escuchar , hablé solo de mí; y me olvidé de todo.
Atraído por puros atributos, me enamoré como un estúpido. Obsesionado y ciego, caí preso de mi propio embrujo, de mis propias tretas, de mis propias trampas.
Dejé la noche, los bares y hasta quise casarme, muy a pesar de los consejos de muchos. Pero no escuché a nadie, ni siquiera a mis amigos, que veían claro lo que yo negaba.
Casi como en una revancha divina fui engañado, una y otra vez. Sentí el abandono y la traición en carne propia . Iluso, ciego y hasta inocente, perdoné. Y volví a perdonar , una y otra vez, hasta que todo se volvió muy claro y evidente. Entonces lloré. Sufrí desde la angustia y el dolor en tiempos en los que las lágrimas no eran de los hombres. En tiempos en los que eras un gil si una mina te dejaba.
Viví preso por años de ese amor que para mí solo existía en los tangos. Sufridos, esclavos, de penas y desencantos. Experimenté en esa mujer la revancha de todas y cada una con las que jugué. Como en una tortura lenta, la veía muchas veces en los bares coqueteando. O por la calle de la mano de cualquiera, siempre vestida para matar .
Y también tomé bastante; muchas veces de más, para intentar olvidar. Porque cuando uno entrega el corazón, no es fácil que se lo devuelvan. Y el odio, que solo crece en uno mismo, no hace más que agregar a la tristeza.
—¡Qué tango! Pobre Mario. Pasó de galán irresistible a vivir metido dentro de un bandoneón. Esta viene a ser la parte que se parece a vos, Fer.
Fernando solo revoleó los ojos.
Decidido a olvidar por fin, dejé mi trabajo de dos pesos que tenía en Tribunales. Cambié de vida sin estar muy convencido, ni siquiera con intención. Lo hice solo para dejar de sufrir.
A fuerza de ser sincero, cualquier trabajo me daba lo mismo. Si total no había trabajado nunca. Tenía veintiséis años y todavía vivía de la guita de mi vieja, en el mismo departamento de la calle Rosario que había comprado el abuelo Pedro justo antes de morir.
Por suerte era otra Argentina, otra Buenos Aires. Una época linda y sin preocupaciones en la que había trabajo para el que quisiera buscar. Una ciudad igual pero distinta. De bares de mesas en la calle, de puestos de canillitas expertos y de floristas de oficio que perfumaban la calle con sus jazmines de verano. Años de autocine, de Villa Cariño, de una costanera de restaurantes repletos.
Sacos azules, corbatas finitas y cigarrillos sin filtro dominaban el vermut de las 6 de la tarde y calentaban la eterna discusión futbolística. Minifaldas, zapatos de plataforma y flequillos perfectos desfilaban por el centro, desafiando los límites mismos de la cordura de entonces. No hacían más que agregar a la leyenda eterna y popular, esa que todavía dice que no hay mujeres, en el mundo entero, más lindas que las argentinas.
Yo era un porteño de raza. ¡Vago pero exigente! Quería trabajar para intentar olvidar. Pero pasar de hacerme el abogado exitoso a tomarme el bondi a las seis de la mañana y trabajar en una fábrica todo el día, vestido de overol, era demasiado cambio.
Por suerte conseguí rápido un empleo de adicionista en una pizzería de Villa Luro. “Por un tiempo, hasta que consiga algo mejor”, pensé el día en el que le di la mano a don Alfredo por primera vez.
El gallego Fernández era el dueño de La Coqueta, uno de esos locales típicos de la capital que hoy ya casi no existen. Quedaba relativamente cerca de casa: justo en la esquina de Juan B. Justo y Lope de Vega, bien cerquita de la cancha de Vélez.
Ocupaba toda la esquina y estaba rodeada de un toldo de metal gigante que se abría en invierno para dejar pasar la luz y para tapar