Un buen librero podía allanar esta incomodidad, pero la fórmula del club simplemente la obviaba. El socio recibía en su propia casa el libro solicitado, en muchas ocasiones sin necesidad siquiera de pasar por el trance de tener que escogerlo, dado que, si no solicitaba ninguno en particular, se le mandaba por omisión el destacado aquel trimestre (pues al principio la oferta del club se renovaba cada tres meses, dando lugar a un nuevo número de la revista que se mandaba a los socios para que hicieran su pedido correspondiente).
Considérese bien: el club facilitaba el acceso a los libros a mucha gente que no estaba en absoluto familiarizada con ellos. Ni con los libros, ni con la lectura. Para buena parte de esa gente, tener libros en su casa no era tanto una necesidad como un signo de distinción, revelador de cierto estatus recién adquirido. Si ellos mismos no los leían, al menos sus hijos los tendrían a mano y quizás ellos sí se aficionarían a la lectura y se harían individuos realmente cultos. Entre los alicientes que un club del libro ofrecía para muchos socios, al menos en la España de los años sesenta y setenta, se contaba en muy primer lugar el de disponer en casa de una pequeña biblioteca. El club permitía procurársela mediante unas cuotas razonables, facilitando la tarea de seleccionarla, y dotándola de volúmenes bien cuidados, siempre en tapa dura y por lo tanto resistentes y de buena apariencia.
Quisiera despejar toda sombra de ironía en esto que estoy diciendo. Para todo un sector de la población que experimentaba como un privilegio el acceso a una educación que sus padres no habían recibido, y a ciertas comodidades que hasta hacía bien poco quedaban fuera de su horizonte, tener libros en la propia casa era un signo tan indicativo de haber prosperado como tener una televisión en el salón de la misma casa o, aparcado en la calle, un Seat 600 (por nombrar un utilitario que en España sirvió casi de emblema al desarrollismo de los sesenta). En este sentido, importa tener en cuenta un dato curioso, relativo al promedio de permanencia en el club de los socios, al menos hasta bien entrada la década de los ochenta: entre dos y tres años (más adelante, bajo la dirección de Meinke, este período se estiró significativamente). El dato admite ser interpretado en muchos sentidos (Raquel Jimeno cita un testimonio conforme al cual, transcurrido este plazo, el socio tendía a “realizar sus compras por otros cauces”), pero un comercial de Círculo de Lectores me dio una vez una explicación que estimo plausible: durante ese período de dos o tres años el socio acumulaba el suficiente número de volúmenes como para poder hablar de una pequeña biblioteca, suficientemente acreditativa de que en esa casa, de que en esa familia, se leía.
En la actualidad, hace ya tiempo que los interioristas constatan que sus clientes han dejado de pensar en librerías como elementos ya sea funcionales o decorativos de sus hogares. Raquel Jimeno cita las palabras de un estudio de Amando de Miguel e Isabel París, Los españoles y los libros, en el que se dice que “es muy posible que la constitución de una biblioteca no sea un bien tan apetecible hoy como hace algunos decenios”. Corría el año 1998 cuando fueron escritas estas palabras. Más de veinte años después, el desarrollo de la tecnología digital ha barrido del todo con las aspiraciones antes mucho más comunes a tener una. De hecho, en los hogares actuales –cada vez más reducidos, por otra parte–, las bibliotecas –como las colecciones de vinilos o de cedés, de vídeos o devedés– han quedado en buena medida desterradas, con tanto más motivo en cuanto una casa puede carecer de todo eso sin que ello desdiga que sus habitantes, convenientemente provistos de tablets, de un Kindle o de smartphones, sean aficionados a la lectura, a la música o al cine. De ahí que haya que hacer un esfuerzo –sobre todo han de hacerlo los más jóvenes– para reconstruir el valor que la posesión de una biblioteca, por mediana que fuera, llegó a tener hace apenas medio siglo, cuando Círculo procuró a centenares de miles de españoles el modo de agenciársela mediante cómodos plazos y con ciertas garantías de solvencia intelectual, y no solo material.
En este punto me da por recordar el provocativo lema que años atrás acuñó el célebre actor, director de cine y escritor John Waters, en lo que parecía una parodia de esas campañas de fomento de la lectura que periódicamente emprenden los gobiernos progresistas. Waters aparecía sentado en su escritorio, con una gran biblioteca detrás, y decía de cara al público: “We need to make books cool again. If you go home with somebody and they don’t have books, don’t fuck them”.(2) Una recomendación que hoy día equivale a un voto de castidad, pero que no hace tanto operaba subliminalmente en las aspiraciones de muchos a disponer de una biblioteca propia.
“Leer es sexy”, se decía en otra famosa campaña de fomento de la lectura en que esta frase aparecía impresa sobre fotos de famosos leyendo. Este tipo de consignas desinhibe y trivializa, muchos años después, el tipo de gancho que tanto la lectura como la posesión de libros y la exposición pública de uno mismo como lector tenía hace unas pocas décadas, aquellas en que Círculo amasó su enorme capital social.
Pero retomo el hilo. En un apartado de este trabajo de Raquel Jimeno se habla de la legitimación de Círculo como “pionero cultural”. La expresión, al parecer, la empleó Manuel Fraga Iribarne, nombrado ministro de Información y Turismo en 1962, el mismo año en que se fundó el club. En su momento –como recuerda bien Hans Meinke, que suele contar a este respecto una anécdota muy suculenta que no me atrevo a repetir sin su consentimiento–, Fraga se había mostrado muy escéptico ante las perspectivas de éxito del club en un país “indiferente a todo movimiento de cultura”. Pero el éxito arrasador del club, que en 1970 alcanzaba la cifra apabullante de un millón de socios, lo persuadió de la valiosa “misión” que cumplía como desbrozador de un terreno que luego, decía, colonizaban los libreros. Ese terreno no era otro –permítaseme insistir en esto– que el de la muy amplia franja de ciudadanos con aspiraciones a conseguir con los libros, emblemas de cultura, una familiaridad que no les era propia por herencia.
Lo cierto es que el papel de Círculo de Lectores como “pionero cultural” se articuló, en la España de los años sesenta y setenta, con el de un destacado sector editorial que por la misma época desempeñó, a su vez, el papel de “vanguardia cultural”. Los dos conceptos, el de “pionero cultural” y el de “vanguardia cultural”, son sin duda afines, pero no intercambiables. El de vanguardia es un concepto de connotaciones militares, que sugiere posiciones de avanzada respecto de un cuerpo de ejército que ocupa posiciones más atrasadas. Por su parte, el pionero no es tanto un conquistador como un colonizador, el primero de los muchos que luego pueblan las posiciones por él ocupadas. El vanguardista es un adelantado, siempre en situación de seguir más adelante; el pionero es más bien un precursor, cuando no un fundador: su finalidad es establecerse y prosperar allí donde ha llegado. Las diferencias, como se puede ver, son importantes. Y bien: la articulación –pocas veces subrayada– del papel de Círculo de Lectores como “pionero cultural” y de un destacado sector editorial como “vanguardia cultural” sería, a mi juicio, uno de los factores determinantes de la profunda transformación del sistema editorial español que tuvo lugar en los años ochenta.
En la misma ciudad de Barcelona en que Círculo estableció su sede, un puñado de sellos editoriales venían actuando, ya desde los años cuarenta, como esforzados dinamizadores de una cultura atenazada por la censura y por la ranciedad y cortedad de miras de las instancias oficiales. La exitosa creación de premios literarios comerciales –esa pintoresca particularidad del sistema editorial español–, con su notable impacto sobre el público, fueron una herramienta decisiva a la hora de dar cauce y visibilidad a propuestas narrativas que ofrecían una imagen de la realidad –y de la literatura misma– bastante distinta de la que promovía el régimen de Franco a través de sus canales de propaganda, entre los que se contaba una prensa celosamente controlada. A la vista de aquello en lo que han terminado en convertirse (costosas plataformas publicitarias que se sostienen gracias a la connivencia de los medios y de los agentes literarios), cuesta admitir, en la actualidad, que premios como el Nadal, el Biblioteca Breve o incluso el Planeta actuaran en su momento como punta de lanza de la literatura más novedosa y más crítica. Pero así era en unos tiempos en que, conforme vengo diciendo, sellos como Destino o Seix Barral desempeñaron de manera cada vez más relevante el papel de “vanguardia cultural” para un público más o