Tras los primeros reconocimientos, descubrieron la vía mejor y superaron los obstáculos. «Hay que subir media legua por escalera y una legua por un camino horrible de ver, más terrible incluso para descender que para ascender», escribió Ville.
Llegaron a la cumbre, que es «el lugar más hermoso jamás visto». Era el27 de junio de 1492: el año del descubrimiento de América. Antoine de Ville y sus compañeros habían descubierto su América, en forma de una amplia y suave pradera de un kilómetro de longitud por cien metros de anchura, harto inesperada en lo alto de aquellas hoscas murallas; y una manada de rebecos, más inesperada aún, cuyo origen les dejó perplejos, pues se llegó a creer que los antepasados de aquellos rebecos habían sido llevados allá por las águilas.
Había también en aquella cumbre gorriones, así como cornejas, que hoy llamaríamos chovas. Las flores eran abundantes en aquella estación. Y Ville, como buen cortesano, observó entre ellas gran número de flores de lis…
Bautizó su conquista: Éguille-Fort. François de Bosco, notario apostólico de la expedición, redactó un proceso verbal. Pero aquello no bastaba a nuestro hombre, que envió una carta al presidente del parlamento de Grenoble rogándole que diera la noticia al rey y solicitando que despachase a un alguacil con objeto de comprobar su presencia en la cima.
Tras ello se instaló en la cumbre para una permanencia de cierta duración. Se preparó un refugio de piedras que le permitiera vivaquear.
Al día siguiente, 28 de junio, se celebró una misa en la cumbre. Luego se alzaron tres cruces, hechas con pedazos de escalera, en honor de la Santísima Trinidad.
Cuando los magistrados llegaron por último al pie de la montaña, la vista de los que permanecían en lo alto de los gigantescos acantilados les llenó de espanto. Emprendieron la fuga y Ville, desde su atalaya, tuvo que llamarles. La comprobación estaba hecha…
El primero de julio, sin embargo, otros alpinistas fueron a reunirse con los primeros. Entre ellos se encontraba Guigues de la Tour, de un castillo del próximo burgo de Clelles. Llevaron a la cumbre «conejos domésticos blancos, negros y grises», que inmediatamente se pusieron a mordisquear la olorosa hierba de aquellas alturas.
A los seis días de ocupación se decidió la retirada. Los atrevidos expedicionarios descendieron sin accidentes, pero no sin dificultades. Y la montaña recobró la soledad que habría de conservar por espacio de tres siglos y medio.17
Episodio asombroso18 y singular en el contexto de su época, pero carente de toda significación profunda: no pasa de ser algo accidental y no tiene relación con nada de cuanto lo precede o lo sigue en la historia humana de la montaña. Mas no por ello la conquista del Aiguille dejó de ser la primera manifestación deportiva del alpinismo, cuyo primer testimonio espiritual está representado, por su parte, por la ascensión de Petrarca al Ventoux.
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Un cuarto de siglo más tarde tuvo lugar otro acontecimiento notable, a siete u ocho mil kilómetros de allí, precisamente en aquella América descubierta el mismo año de la «primera» del monte Aiguille. Efectivamente, el año 1519, en México, un capitán de Cortés llamado Diego de Ordaz escaló el Popocatépetl con un puñado de compañeros. En este caso se trata de una cima de casi cinco mil quinientos metros, ¡y semejante récord de altitud no sería batido hasta unos siglos después!
Pero ¿cuál era el fin de aquella expedición? Únicamente ir a buscar al cráter del volcán el azufre que faltaba a las tropas de Cortés, en guerra contra los aztecas de Moctezuma, para fabricar pólvora. Lo consiguieron. Pero estamos muy lejos de Petrarca; y también de Saussure….
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Rochemelon, monte Aiguille, Popocatépetl… En ninguno de estos tres casos, tan notorios, el objetivo de la ascensión había sido el auténtico deseo ni el amor desinteresado por la montaña. Solo constituía el medio para un fin ajeno a ella. El espíritu del que un día había de nacer el alpinismo no se concebía aún.
Y, una vez más, vuelve a caer el silencio.
NOTAS
16 El collado de Septimer, en los Grisones, es en esta época aún más frecuentado.
17 El 16 de junio de 1834, un pastor llamado Jean Liotard intentaba y conseguía la segunda ascensión, solo y sin ningún artificio técnico.
18 Tan notable que Rabelais, en su Pantagruel (Cuarto Libro, cap. LVII), aludiría al monte Aiguille.
ENCUENTROS FALLIDOS
Para romper aquel largo e interminable silencio, en ausencia de un movimiento general de los espíritus, faltaba un encuentro afortunado, semejante al de Petrarca con el Ventoux; es decir, de la montaña y un hombre excepcional por su inteligencia, su cultura y su sensibilidad, y también por su renombre, capaz de atraer la atención de una minoría selecta de seguidores sobre cualquier objeto de su interés.
Las posibilidades para un encuentro semejante parecieron a punto cuando, hacia comienzos del siglo XVI, Leonardo da Vinci fue a los Alpes Peninos para realizar excursiones. Algunas de sus notas, y el nombre de «Monboso» que se encuentra entre ellas, han inducido abusivamente a creer que hubiera escalado el monte Rosa. De ahí se originó una especie de leyenda, perfectamente inverosímil si se consideran por un solo instante la índole de esta altísima cumbre, las dificultades y los peligros glaciares de su acceso, por una parte, y la inexperiencia total de los hombres, así como la falta de un equipo adecuado, por otra. Algunos opinan que se trata del monte Viso, pero esta hipótesis tampoco resiste el examen. Es mucho más verosímil creer que ese «Monboso», que no se encuentra en ningún mapa, fuera en realidad el Monte Bò —o también Cima di Bò—, cumbre fácil de unos dos mil quinientos metros que domina la Valsesia, no lejos del monte Rosa, como un espléndido mirador.
He visto —escribe Leonardo— el aire tenebroso por encima de mí y el sol que bañaba la montaña, más luminoso que en las llanuras bajas, porque se interponía menos espesor de aire entre la cima del monte y el propio sol.
Es una descripción exacta, casi científica. No cabe ninguna duda de que aquel genio incomparable sintió la profunda belleza de la montaña. Pero, como hombre del Renacimiento, pretendía descubrir y comprender tanto como gozar. Y además, su interés era de pintor, sus mismas observaciones físicas tenían ante todo la finalidad de servir a sus investigaciones personales. La montaña no es más que un objeto, lo mismo que en sus cuadros solo es, al fondo, un accesorio sublime. Habiendo llegado una vez hasta ella, Leonardo la abandonará sin intentar volver a ella, y experimentará sucesivamente con todos los demás misterios del mundo, pero sin detenerse en ninguno, a no ser el del alma humana y su sonrisa, a la vez transparente y opaca, que refleja la claridad, pero al propio tiempo la absorbe.19
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Tres cuartos de siglo más tarde, los Alpes tendrán otro visitante de nota. Pero este no es un escalador: es un viajero, y no hace más que pasar…
En 1580, Michel de Montaigne abandonaba su señorío guyenés para iniciar un largo periplo: llegó hasta Italia, pasando por Suiza y Alemania. En el otoño de aquel mismo año, pasó el Brenner, de Insproug (sic) a Brixen. He aquí la montaña. ¿Qué vio en ella? ¿Qué le llamó la atención? ¡Nada! O mejor dicho, los pueblos, las iglesias, las «hosterías», los castillos, las inscripciones: en una palabra, las huellas del hombre. Pero solo esto.
Un año más tarde, Montaigne regresaba a Francia. Pero esta vez pasó por el Piamonte y la Saboya y franqueó el Mont-Cenis.
El primero de noviembre de 1581 estaba en Suse: «El día de Todos los Santos —escribe— salí de allí y fui a Novalèse, una posta, donde tomé ocho marrons20 para hacerme llevar en silla hasta lo alto del Mont-Cenis y hacerme “deslizar” luego por el otro lado.»
Aquí finaliza la parte del Viaje que Montaigne había tenido la coquetería de escribir en italiano. Luego prosigue:
Aquí