La montaña y el hombre. Georges Sonnier. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Georges Sonnier
Издательство: Bookwire
Серия: No Ficción
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9788418236365
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o su collado… Nos quedamos con nuestra vana curiosidad. Sin embargo, tienen que existir, sepultadas acá o allá en tierra alpina, osamentas de elefante, monedas o armas cuyo descubrimiento quizá algún día aporte la solución de este problema, aparentemente irresoluble. Pero ¿cómo no advertirlo?: un acontecimiento tan considerable desde el punto de vista histórico no supone para la montaña que lo vio más que una peripecia sin importancia verdadera, sin influencia y sin futuro. Otros conquistadores, de Julio César a Carlomagno y de este a Bonaparte, pasarían sin dejar tampoco huellas. Roncesvalles no es más que el teatro de una canción de gesta; y en el Mont-Cenis no queda más que el hospicio fundado por Lotario, nieto del gran emperador de occidente. Así pasa —gracias a Dios— la gloria de las armas, borrada por la paciente nieve de los inviernos.

      NOTAS

      6 Mémorial de Sainte Hélène, cap. XI.

      PRIMER DESTELLO

      Las montañas, en su aislamiento, atravesarán un siglo tras otro sin ser afectadas por invasiones, que no dejan huella,7 ni participar verdaderamente en las civilizaciones de las llanuras próximas, cuya suerte no correrán ni para lo mejor en tiempos de paz, ni, generalmente, para lo peor en tiempos de guerra. Terra incognita… Son desiertos poblados, escollos de soledad. Generaciones humanas viven allí, no obstante, y se suceden, pero profundamente separadas del resto de la humanidad —la que hace la Historia—. También allí acontecen hechos, pero resultan nulos si no hay nadie para relatarlos. Es la noche de los tiempos…

      * * *

      No obstante, en medio de aquellas tinieblas, en plena Edad Media, aparece un vivo destello. Su fulgor no se apagará, y la vida montañesa quedará perdurablemente transformada.

      Si se trata de espiritualidad, hay que volver siempre a la metafísica de la altitud que antes aludíamos; y al singular atractivo que ejercen sobre ciertas almas esos espacios desnudos de la montaña, donde la soledad ejerce su magia. ¿Debemos sorprendernos, entonces, de que la vida religiosa siempre haya encontrado allí un marco privilegiado? Esa vocación de espiritualidad, que es propia del hombre, pertenece también a la montaña, y trenza entre uno y otra un vínculo secreto, pero ¡cuán fuerte! Ya en el siglo VI, San Benito eligió una modesta cumbre de los Apeninos, Monte Cassino, para establecer la casa-madre de su orden. E incluso donde no existe la montaña, cuya austera presencia marca la definitiva ruptura con el mundo, habrá que inventarla… De este modo, en el siglo X, una modesta roca perdida en las arenas del Canal de la Mancha, el monte «Tombe», se convierte, con el nombre de Mont-Saint-Michel, en sede de una abadía que no tardaría en ser ilustre. El único relieve sobresaliente de una comarca enteramente horizontal determinó la elección de los fundadores benedictinos.8

      Hacia la misma época, santa Odilia fundaba en los Vosgos su monasterio; y Otón 1 de Suabia, en la Suiza germánica, el convento de Einsiedeln. Pero cien años antes, en Cataluña, otros benedictinos se habían instalado en Montserrat, en un paraje rocoso de grandiosa aspereza.

      El siglo XI verá ampliarse este movimiento religioso, que llegó a los grandes Alpes, con la creación, por San Bernardo de Menthon, de los hospicios del Grand y del Petit-Saint-Bernard, collados que anteriormente habían estado consagrados al Júpiter romano… El movimiento floreció aún más a finales de siglo, cuando san Bruno, guiado por san Hugo, obispo de Grenoble, hacia el «desierto» que él deseaba, estableció allí con seis compañeros una primera ermita que habría de convertirse en la Grande Chartreuse. En los Pirineos se fundó la abadía de San Martín del Canigó.

      Señalemos aquí el doble aspecto que reviste la vida monástica en la montaña: por una parte, como hospicio, ejerce una misión de caridad —aunque solo fuera contra los rigores de aquella misma naturaleza que la había suscitado—; por otra, en cuanto monasterio, está enteramente dedicada a la oración y al estudio, con excepción de las humildes tareas destinadas a garantizar la vida material de la comunidad. Acción y meditación —que es también contemplación—. En adelante no dejaremos de encontrar esta doble y complementaria incitación, que es la esencia del genio propio de la montaña y de su acción sobre el hombre.

      El siglo XII es la edad de oro de la instalación monástica en las montañas de occidente. Vio nacer, entre otras, la abadía de Hautecombe, las cartujas de Durbon y del Reposoir, las trapas de Tamié y de Aiguebelle. Pero no tratamos aquí de confeccionar un catálogo. Solo en los Alpes, se edificaron docenas de abadías monasterios. Así se afirmaba brillantemente aquella vocación espiritual del medio montañés, que ofrece al alma a la vez el impulso hacia el infinito celestial y todos los recursos de un espacio desnudo, de una soledad tan propicia a convertir la contemplación en mirada interior. La prueba reside en la constancia de una elección semejante, no solo en nuestras montañas, sino en todo el mundo, tanto si se trata, en el otro confín de Europa, del Monte Athos y de los Meteoros, o bien, en la más lejana Asia, de los centros lamaístas del Tíbet, para no citar más que dos ejemplos. ¡Se está muy lejos de las burdas supersticiones que hacían de las cumbres la mansión de los demonios o los espíritus maléficos! La verdadera religiosidad barre aquello que nunca había dejado de ser una caricatura. Por lo demás, no creo que la aventura espiritual de personajes como san Bernardo o san Bruno —como tampoco la de los lamas del Tíbet— hubiera podido desarrollarse fácilmente a ras de tierra. El espíritu, para exaltarse, a veces necesita ser ayudado por la materia.

      Además de ser importante en sí misma, esta «colonización» religiosa comporta consecuencias fecundas. Gracias a ella, la montaña queda por fin vinculada al movimiento general de las ideas. Esos monasterios y abadías serán, en su misma entraña, sendos focos de alta civilización, al margen de las vicisitudes del siglo.

      Pero esto no es todo: los monjes de occidente no consagran su vida entera a la oración y al estudio. También proveen a sus necesidades materiales mediante un trabajo físico notablemente organizado, valiéndose de los medios más evolucionados de su época. Bajo su influencia, la explotación de los recursos locales, la agricultura y la ganadería montañesas se perfeccionarán rápidamente. Hay aquí un factor de progreso de máxima importancia. Roturación material y espiritual avanzan a la par.

      La conquista —o, por lo menos, una conquista— de la montaña comienza aquí. Se trata de una conquista por el espíritu, que ha precedido a cualquier otra. Sin duda, era preciso que fuera así: el conocimiento debe siempre preceder la acción, para determinarla y guiarla. Eso está bien.

      NOTAS

      7 Sin embargo, conviene distinguir entre el «paso» de guerreros, como los de Aníbal o de los romanos, para quienes la montaña fue solo itinerario y no objetivo, y las incursiones sangrientas, como las de los musulmanes, que dejaron bastantes huellas en nuestros Alpes.

      8 Hay que ver en ello un deseo de seguridad: se trata, no lo olvidemos, de una abadía fortificada.

      LA MONTAÑA, REFUGIO Y ORIGEN DE LAS LIBERTADES

      En el transcurso de los tiempos, a veces el espíritu no ha buscado voluntariamente la montaña como lugar de soledad y de meditación, sino que, perseguido, ha encontrado en ella su refugio natural. Es el paso de la elección a la necesidad.

      Así, en 1244, los albigenses se concentraron para una última resistencia en el hosco pitón de Montségur. Aquel lugar inspirado había de ver llamear las últimas hogueras de los cátaros. En 1488, los herejes vaudenses de Vallouise se ocultarían en vano en las grutas de su alto valle; y también en los valles de los Alpes piamonteses encontrarían refugio algunos de sus correligionarios.

      Más tarde aún, la revocación del edicto de Nantes había de arrojar a los hugonotes del sur de Francia al «desierto» de Cévennes. Bajo el sol abrasador o en las noches heladas, apiñados en torno a tristes fuegos, medio hambrientos, debieron pagar muy caro el precio de aquella precaria libertad. La naturaleza que les protegía les era al propio tiempo maternal y hostil: contra ella misma, les exigía la lucha. Pero el adversario humano era, por su parte, implacable… La dureza de los elementos contiene aún una promesa de vida; pero la crueldad del hombre con el hombre no deja el menor resquicio a la esperanza.