Conocía por mi madre las anécdotas gorilas según las que Perón se hacía buscar caramelos en los bolsillos por las chicas de la UES, en las que yo no veía nada malo, y solo muchos años después me enteré de ese entrecasa del que fue testigo David Viñas cuando, en su condición de colimba, le tocó alcanzarle la urna a una Evita que ya estaba postrada. Antes de retirarse la comitiva, Perón habría dicho: “¿Te apago la luz, Negrita?”. Pero, en mi libro de lectura, Evita y Perón estaban cubiertos hasta el cuello y solo reconocibles por sus elementos más característicos: el rodete y las jinetas.
Yo imitaba a Gardel frente al espejo del ropero. Hacía playback, agitando las narinas y levantando la mirada al cielo raso. A través de una mímica que me distraía, iba gustando, a través de mi propio cuerpo, de lo que Gardel decía. Y decía “Aunque busques en tu verba pintorescos contraflores” o “Cuando ve la carta amarillenta, / llena de pasajes de su vida, / siente que la pena se le aumenta / al ver tan destruida la esperanza que abrigó”. Todo seguido. Con el cebo de la voz bruja yo entraba en el gusto por la metáfora, puesto que, por añadidura, me marcaba un maestro al que la familiaridad de Cadícamo le quitaba el apellido (Darío): “Al raro conjuro de noche y reseda / temblaban las hojas del parque también / y tú me pedías que te recitara / esta sonatina que soñó Rubén”. Y hasta hacía de cuenta que Gardel-Darío me recitaban a mí: “¡La princesa está triste! ¿Qué tendrá la princesa?”. Siguiendo las líneas de Gardel con los oídos y agarrada al tango canción fui a parar a la poesía modernista y a la literatura abarcable.
Ya no soy muy sensible a la música, sino como un fondo de palabras que fueron escritas en español antes de mi nacimiento. Pero mientras me voy volviendo sorda, en un sentido profundo –si su voz es intransferible, él me transmitió algo más allá de su don– podría decir que con Gardel aprendí a leer.
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