Mi identificación con la Moreno se mezclaba con mi fascinación escolar por Mariano Moreno, por su inteligencia precoz, su romántica muerte en alta mar que aún permanece en el misterio: ¿sobredosis involuntaria, lo que lo convertiría en un contemporáneo drogón, o asesinato que el tiempo dejará impune para expansión de los historiadores?
¡Ah, esa frase de su enemigo, “Se necesitaba tanta agua para apagar tanto fuego”! Macanas: si con el “María Moreno” escribí para la revista Status, donde interrogaba a los sobrevivientes de una aristocracia en decadencia que resistía a la incipiente cultura del diseño última generación, entre sus viejos muebles de sus estancias perdidas y vueltos a comprar, simulé saberes de los que siempre había carecido, me fui creyendo esa ficción, llegando a abandonar sus reglas: pronto a los clichés de una supuesta niña bien adosé los de las librerías de la calle Corrientes, los bibelots teóricos que improvisaba en banda entre varones autodidactas. Melindrosa, conservé el “Cristina Forero” para firmar reseñas de libros y notas de vida cotidiana en el diario La Opinión pero, poco a poco, una única voz quedó fagocitada por “María Moreno” que, a pesar de ser mi nombre más legal desde una visión conservadora –salvo la omisión del “de”–, terminó figurando en los formularios de factura como “nombre de fantasía”. Qué divertido: la ley imponiéndose como fantasía, ese sentimiento que se agiganta en las noveleras. En síntesis, me había reinventado al igual que Jean Valjean se reinventó en el “señor Magdalena”, identidad que elige, tal vez, por saberse un converso como la Magdalena de la Biblia, luego de recibir una iluminación rentable: reemplazar la laca por la resina en la imitación del azabache inglés y de las cuentas de vidrio negras alemanas, haciéndose comerciante. Entonces pasa de rico a alcalde.
Esas fueron las enseñanzas de Los miserables, que deduzco leyendo el libro y calculada la bestial síntesis de Santa Cruz: un nombre es una novela entera que se puede vivir sin escribirla.
María Cristina es un nombre habitual entre mis contemporáneas, en competencia con Silvias, Martas y Gracielas. Compuesto, permite elegir entre dos posibilidades igualmente simples. Quien elige el Cristina opta por la comodidad y elude la convención que suele privilegiar, para el uso, el primer nombre de pila. Quien elige el “María”, se las da de clase alta, clase cuyo sencillismo impostado querella con los supuestos rebuscamientos burgueses que, por aparentar, sobrecargan, con la imaginación popular bien dispuesta hacia los nombres extranjeros. Pero si yo me hago llamar “María” es por otra historia que demoro. En los años cincuenta María Cristina me quiere gobernar era una guaracha de moda. Mi madre dice que mi abuela gallega le impuso para bautizarme el “María Cristina” sobre el “Dolores”, no porque conociera el peso del nombre como cifra –en la España católica, el sentido parecía vaciarse luego de las primeras gotas de agua bendita y nadie parecía imaginarse un destino terrible por llamarse “Angustias” o “Recato”, y conocí un “Casto” que era en realidad un don juan– e imposible por saber el sentido del significante, ese fetiche estructuralista, sino por las resonancias del estribillo que, Borbones atrás, se mofaba de la esposa de Fernando VII.
El estribillo decía: “María Cristina me quiere gobernar / y yo le sigo, le sigo la corriente / porque no quiero que diga la gente / que María Cristina me quiere gobernar”. No sé si existe alguna figura retórica donde una justificación se da por la contraria. Porque me quiere gobernar, yo le sigo, le sigo la corriente, es decir le obedezco, para que no se diga que ¿me gobierna? ¿Me quiere gobernar, entonces no lo logra? De chica yo no la entendía nada. “Seguir la corriente” podía significar fingir estar de acuerdo, dado que la rebelión sería inútil, puesto que María Cristina, seguramente, se impondría, dejando desnuda la propia debilidad: maquiavelismo de guaracha.
Puede haber otros relatos igualmente inventados sobre mi elección de un seudónimo. Yo solía escuchar El Glostora Tango Club; un programa nocturno de música comercial donde era más común D’Arienzo que Pugliese, jamás Piazzolla. Había un tango que repetían, Felisa Tolosa, con letra de Amadori, cuyo estribillo decía: “Se llamaba Felisa Tolosa / y era guacha, con nombre prestado; / el Felisa, lo había pedido, / y el Tolosa, lo había inventado”. Ni las pruebas de la infamia llevadas en la maleta, ni las trenzas de la china ni el corazón de él, que el oro (yo oía “loro”) no tuviera los besos de alguien, la rima zonza de la serpentina nerviosa y fina, todas esas figuras de los tangos no tenían la audacia de robar un nombre o de pedirlo prestado, aunque todas las metáforas consistieran justamente en eso. Tampoco me importaba el resto de la letra: que las miradas de angustia de Felisa cruzaran jineteando detrás de la pena –había que rimar una “cara color tierra siena”–, ni el desdichado verso de Amadori según el cual un arriero le deja en la oreja a Felisa un suspiro de fuego “como un aro colgado”, haciendo pensar en el que ensarta la sortija; nada más audaz que el “Se llamaba Felisa Tolosa y era guacha, con nombre prestado; el Felisa, lo había pedido, y el Tolosa, lo había inventado”. ¿Qué era la imagen final de la guacha con el hijo guacho –destino cantado de toda pobre infeliz– al lado de esa acción de autobautizarse y no en secreto, puesto que “el Felisa lo había pedido” y “el Tolosa lo había inventado”? Encima, en esa vida desdichada, una que no tenía ni dónde morirse y de cuyos pesares sabían los perros y los gorriones, se atrevía a ponerse “Felisa”, como si hubiera sido feliz.
Por supuesto que he buscado en el libro original de Víctor Hugo las huellas del radioteatro, por un lado extendido en capítulos, pero cortado en sus múltiples historias laterales. Pero recuerdo la voz amplificada del relator que decía, una y otra vez: “Yo era podador en Faverolles”, como si dijera “Había una vez”.
Esas voces donde crepitaban las interferencias hacían inclinar a mi abuela, que empezaba a mortificar el dial hasta que la aguja se movía de estación en el momento justo en que el inspector Javert pisaba los talones del héroe o lo reconocía en el rostro de un mendigo apostado en la puerta de la iglesia.
No, no quería ser Cosette, claro que no. Quería ser Jean Valjean: dormir en un ataúd o en una perrera, caer desde el palo mayor de un barco y salir de las aguas negras de la tormenta para cambiar de nombre hasta la próxima prisión de la que también huiría.
Pero hay una escena que sí recuerdo por haberla contado a lo largo de los años. Jean Valjean lleva a Cosette sobre los hombros y debe hacerlo con gran esfuerzo porque la voz del relator finge angustia, como si él estuviera viendo a los dos ocultos en la calle sin salida que se abre entre Chemin-Vert-Saint-Antoine y Droit-Mur y no pudiera ayudarlos. ¿Por qué un hombre de la estatura de Jean Valjean que, embarcado en un navío como prisionero –a pesar de llevar el gorro verde de los perpetuas, lo habían autorizado a romper la cadena de su grillete con un martillo para salvar a un compañero suspendido en un estribo del mástil mayor durante una tormenta–, luego de tirarse al agua, ha logrado alcanzar unos peñascos y trepar