—Bueno, vale —repuso ella, alegre, rozándome al pasar. Se quedó de pie antes de entrar en el salón, preguntándose, quizá, si iba a invitarla a que se sentara—. Gracias. Me encanta la noche del viernes. No tener que pensar si me dejarán a algún niño por la mañana. Esa es la parte buena. No saber qué hacer yo sola en casa, es la parte dura.
—¿En qué puedo ayudarte, Joan? No se me ha olvidado lo del grifo de tu cocina.
Sonrió.
—Solo quería darte las gracias por lo de antes. —Escondió las manos en los bolsillos delanteros de sus tejanos, metiendo los pulgares por las presillas del cinturón.
—No estoy seguro de entenderte.
—Es que te he utilizado, más o menos —dijo, y sonrió—. Como guardaespaldas. —Debía de referirse a cuando había llegado Carl Bain—. Necesitaba a un hombretón fuerte a mi lado, no sé si sabes a qué me refiero.
—Me parece que no.
—Los dos momentos del día que más temo son cuando Carl viene a dejar a su hijo y cuando viene a recogerlo por la tarde. Ese tío me pone los pelos de punta. Me da muy malas vibraciones, ¿sabes? Como si estuviera esperando cualquier excusa para estallar.
—¿Te ha dicho algo? ¿Te ha amenazado?
Sacó las manos de los bolsillos y las agitó en el aire mientras respondía.
—Pues, verás, resulta que creo que está preocupado por si su hijo ha estado explicando cosas cuando viene a casa. Carlson no es más que un niño, es muy pequeño, y siempre dicen todo lo que les pasa por la cabeza, ¿sabes?
—Claro.
—De vez en cuando cuenta cosas de su madre. Alicia. Así se llama la madre. Aunque él la llama su mamá, no la llama Alicia. —Puso los ojos en blanco—. Faltaría más. Como si tuviera que explicártelo. El caso es que, verás, a veces le preguntas a un niño: «Bueno, y ¿qué va a hacer hoy tu mamá?», y hubo una vez que me dijo que su madre tenía que ir al hospital porque se había roto un brazo. Y yo le dije: «Ay, vaya, ¿cómo se lo ha hecho?», y Carlson me dijo que su padre la había empujado por la escalera.
—Joder.
—Sí, ¿verdad? Pero al día siguiente viene y me dice que se había equivocado. Que nadie la había empujado por la escalera. Que su papá le había dicho que su mamá se había tropezado. Así que me imagino que volvió a casa, ¿no?, y le diría a su padre: «Ah, le he contado a la canguro que mamá tuvo que ir al hospital cuando la empujaste por la escalera», y él debió de ponerse hecho una furia y le dijo a su hijo que lo había entendido mal, que su madre se había tropezado. —Sacó el labio inferior y sopló con fuerza para apartarse unos mechones de pelo que flotaron unos instantes.
—Así que cada día, cuando viene, crees que se pregunta qué piensas de él —dije.
—Sí, más o menos.
—¿Cuándo te dijo eso el niño?
—La primera vez que me habló de ello fue hará unas tres o cuatro semanas. Él..., el padre, Carl, quiero decir..., siempre me había parecido normal, pero últimamente ha estado como muy nervioso, preguntándome si no habré hecho alguna llamada de teléfono o algo así.
—¿Una llamada adónde?
—Eso no lo dice. Pero no sé si alguien habrá llamado a la policía para denunciarlo o algo parecido.
—Y ¿lo has hecho?
Negó con la cabeza muy despacio.
—Ni hablar. Vamos, que pensé hacerlo, Glen. Pero el caso es que no puedo permitirme perder a un cliente, ¿entiendes? Necesito a todos y cada uno de esos niños, por lo menos hasta que llegue el dinero de la petrolera. Es solo que no querría que Carl me hiciera a mí responsable de una denuncia que yo no he hecho. Así que he pensado que, si le hacía saber que tengo a un hombre fuerte viviendo al lado, a lo mejor se lo pensaría dos veces antes de hacer nada.
Me pareció que había puesto cierto énfasis al decir «un hombre fuerte».
—Pues me alegro de haber podido ayudar.
Joan inclinó la cabeza hacia un lado y me miró a los ojos.
—Me van a pagar, ¿sabes? Algún día, quiero decir. Y será un buen acuerdo. Quedaré bastante bien cubierta.
—Eso está bien —dije—. Ya va siendo hora.
Dejó la frase pendiendo un momento en el aire.
—Bueno, y también me preguntaba si tú crees que Sheila podría haber denunciado a Carl. ¿A ti qué te parece?
—¿Sheila?
—Es que hablé con ella, yo creo que unos cuantos días antes de su accidente y todo eso, porque no sabía qué hacer con lo que Carlson me había explicado que le había pasado a su madre. Pensé que no estaba bien saber que le habían roto el brazo a una mujer y no hacer nada al respecto. Le pregunté si consideraba que debía hacer una llamada anónima o algo por el estilo y que, si lo detenían, si creía que todavía me traerían a Carlson para que lo cuidara.
—¿Hablaste de esto con Sheila?
Joan asintió con la cabeza.
—Solo esa vez. ¿A ti no te dijo nada? ¿De que estuviera pensando en llamar a la policía o algo así?
—No —respondí—. No me dijo nada.
Joan volvió a asentir con la cabeza.
—Me dijo que tenías mucho estrés, después de que esa casa que estabas construyendo se incendiara. A lo mejor no quería cargarte con más cosas.
Suspiró, se dio una palmada en cada pierna.
—Bueno, mira, tengo que irme. Qué estupendo, ¿no?, aquí tienes a tu vecina trayéndote sus problemas a casa a estas horas de la noche. —Entonces impostó la voz—: Oye, vecino, ¿no tendrás una taza de azúcar? Y, por cierto, ¿te importa ser mi guardaespaldas? —Se echó a reír y calló de pronto—. En fin, ya nos veremos.
La miré mientras volvía a su casa.
Decidí no llamar a Ann Slocum esa noche. Lo consultaría con la almohada y por la mañana ya decidiría qué hacer.
Cuando subí al piso de arriba, Kelly estaba roque en mi habitación, hecha un ovillo en el lado de la cama de su madre.
El sábado por la mañana la dejé dormir todo lo que quiso. La había llevado de vuelta a su habitación por la noche, y en ese momento me asomé mientras iba de camino a la cocina para hacerme el café. Estaba abrazada a Hoppy, con la cara enterrada entre las orejas peludas del conejito (¿o sería conejita?).
Recogí el periódico y leí por encima los titulares mientras me sentaba a la mesa del comedor, daba algún sorbo de café y no le hacía ni caso a los copos de trigo que me había preparado.
No era capaz de concentrarme. Me decidía por un artículo y llevaba ya cuatro párrafos leídos antes de darme cuenta de que no había retenido nada, aunque al final sí que encontré uno que me interesó lo suficiente para leerlo de verdad. Para paliar la escasez de pladur que sufría todo el país —sobre todo después del boom de la construcción que siguió al Katrina—, se importaron desde China cientos de millones de metros cuadrados de material que habían resultado ser tóxicos. El pladur está hecho de yeso, que contiene azufre, el cual se elimina filtrándolo durante el proceso de fabricación. Pero ese pladur chino estaba cargado de azufre, y no solo apestaba, sino que había corroído las cañerías de cobre y había causado todo tipo de daños.
—Joder —mascullé. Una cosa más a la que estar atento.
Dejé a un lado el periódico, fregué los platos, bajé al despacho, volví a subir a la planta baja, salí a buscar en la furgoneta algo que no necesitaba