Ca$ino genético. Derzu Kazak. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Derzu Kazak
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878708713
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de los transeúntes, que no llegaron a percatarse de lo ocurrido hasta que vieron los cadáveres tirados en el suelo con un delgado hilo de sangre cruzándole el rostro.

      Unas horas después, la policía encontró el Buick abandonado en un recodo, cerca de la playa de estacionamiento del Newark International Airport. El pájaro, aparentemente había volado... y quedaba como evidencia una camioneta Chevrolet color arena, sin huellas, pero con algunos legajos de juego clandestino y manejo de prostíbulos por demás interesantes, que asombraron por su importancia a la misma policía.

      Estaba alquilada, para colmo, a nombre de Carlo Ziegler, uno de los lugartenientes del más ilustre Padrino de la Mafia de New York...

      Hacia esa flamante presa giraron las miras de otros implacables asesinos buscando “venganza”... Un huracán se avecinaba presagiando que correría la sangre por las calles.

      Al día siguiente, cuando eran exactamente las 10:30, el Dr. Malcon Brussetti, enardecido y desconociendo los hechos acaecidos el día anterior, llamó desde un teléfono público al enigmático Leonid Alexei, con firmes intenciones de echarle en cara el “método de la ecuatoriana” y asegurarle con todas las letras que, como ese asunto no quedase plenamente suprimido, no entregaría los códigos de apertura del archivo grabado en el SSD.

      Pero no lo atendió Leonid Alexei, sino alguien con voz cavernosa y siniestra, que carraspeaba continuamente, un personaje que dijo llamarse escuetamente Koshevnikov. Tan sólo Koshevnikov.

      – ¡Yo no tengo nada que ver con ningún Koshevnikov! Contestó enfurecido, ¡preciso hablar con Leonid Alexei!

      – Señor, no le diré su nombre por razones que entenderá sin necesidad de más explicaciones, aunque sé quién es usted, qué hizo y de qué habla. Lo conozco tanto o más que Leonid Alexei, pero sí le diré que ayer a la tarde, cerca de las diecinueve, un poco después del traspaso, Leonid Alexei y su secretario fueron asesinados y le robaron su coche con algo que Ud. conoce mejor que nosotros. El jefe desea averiguar absolutamente todo lo que sabe de ese tema. ¡Le aseguro que su humor no está para juegos!

      – ¿Que mataron a Leonid Alexei y se roba...? Balbuceó el científico sin que lo dejaran terminar de hablar.

      – Señor, el jefe necesita entrevistarse urgentemente con Ud., este asunto pasó al área policial y periodística, y no es de su agrado mezclar el vinagre con la leche. Además, no se le ocurra tocar su ración hasta que las olas se aquieten. Lo espera mañana a las 12:00 horas en la playa del Brooklyn Institute of Arts and Sciences. Él lo encontrará a usted. De allí estaremos cerca para confiscar el bulto del JFK si no resulta convincente su explicación. Piénselo. Y por favor, no se arriesgue... ¡El ambiente está tan caldeado que puede fundir acero!

      Un calor de muerte erizó el bozo de la nuca y en ese instante, tardíamente, se arrepentía de haber jugado a los espías con unos rusitos de imbecilidad manifiesta. ¡Hasta sabían dónde había escondido el maldito dinero! No dijo una sola palabra de su “pareja” seleccionada electrónicamente, ni del hijo que amenazaba llegar tan inoportunamente a este mundo.

      Regresó a su apartamento y llamó al hotel donde se había alojado provisoriamente la señorita Amelia Salinas Ugarte. Los dedos golpeaban los dígitos con riesgo de perforar el aparato. Apretó con tal fuerza el auricular, que los nudillos se emblanquecieron y la barba se cuadró por la tensión de sus maxilares. El timbre repiqueteaba una y otra vez como si nadie estuviese presente...

      – Hotel Commodore...

      – ¿¡Acaso no tienen un maldito conserje de guardia en ese hotelucho!? ¡Comuníqueme con Amelia Salinas!

      – Si es tan amable... ¿quién la llama?

      – Ella sabe...

      – Hello...

      No hizo falta verificar que era ella, la voz en verdad era inconfundible.

      – Fire o como te llames, necesito que vengas a mi departamento... ¡ya mismo!

      La voz rugiente de un desconocido Malcon Brussetti pretendió exigir, con la tosquedad que da el recelo a lo advenedizo y el sentirse atrapado en un cepo para idiotas, una visita que desenredara los hilos de la intriga y posibilitara escapar de sus garras.

      – Iré mañana a primera hora... digamos a las ocho. Respondió la mujer con voz neutral y firme.

      – ¡Vendrás ahora mismo! ¡Maldita sea!

      Un largo silencio pareció madurar la respuesta.

      – Estaré allí en el tiempo que tarde el taxi. Espero que no haga un viaje inútil...

      Capítulo 9. New York

      De pie en la acera, contemplaba inmóvil la silueta amarilla del taxi alejándose. Se dio vuelta con rabia y comenzó a andar hacia la puerta.

      Maullando lastimosamente y erizando el pelo, un gato callejero con la cola levantada, enclenque y negro como la noche, se cruzó por delante de la mujer con meneos ariscos, la miró unos instantes indeciso y le cedió el paso.

      – Lo único que me falta... ¡Un gato negro! Por la mente de Fire pasó la idea de darle un puntapié, pero lo miró con compasión. Los dos estaban iguales.

      Los aposentos de Malcon Brussetti estaban ubicados en el extremo sur de la isla de Manhattan, sobre la Whiterhall St. enfrentando la Statue of Liberty. Uno de los innumerables taxis que circulaban por la zona la había dejado frente una entrada un tanto austera y con marcados aires ingleses. Con un taconeo envarado avanzó hacia el interior del edificio y pulsó el Nº 18 del ascensor, el piso de su “prometido”.

      La mujer llegó con una cara de ansiedad tan marcada que no dejaba dudas de su situación embarazosa, o de una excelencia histriónica en verdad fantástica. Pero a Malcon poco le importaba que se tratara de una cosa o la otra. Ahora empezaría paso a paso a soltarse de los condenados rusos y de sus cepos escondidos en la nieve.

      – Fire, aunque estoy seguro que Ud. sabe la verdad, porque no le creo una sola palabra con relación al tema de la Agencia matrimonial, ni mucho menos en lo referente al asunto de mi paternidad en su embarazo, empezaremos por el principio para ir desatando los nudos. Haremos un estudio genético del ADN de la criatura para descartar mi papel de padre y dejarla en plena libertad para descubrir al fulano que la dejó preñada. Para mí, Ud. sigue siendo una zorra callejera, con todo el respeto que me merecen, ¡pero jamás consentiré que me tomen como un imberbe pelot... estúpido para tenerme atado de pies y manos a los malditos soviéticos!

      La mujer, con un rostro que decía a las claras que no entendía nada de nada, respondió con dureza: – ¿Acaso no es eso mismo lo que yo le pedí que hiciera ante sus dudas?

      El Dr. Malcon la miró de reojo, sin que su duro semblante cambiara lo más mínimo de expresión. Tomó las muestras que analizaría secretamente en los pasmosos instrumentos de su laboratorio, y las guardó en un maletín Samsonite. Pronto sabría la verdad. Conocía perfectamente su clave genética y aunque, desvelado por el cariz que tomaban las cosas, estaba seguro que tomó las debidas precauciones para evitar contagios y embarazos, y que terminaría, de una vez por todas con esa mujerzuela y su camarilla de espías.

      Lo que no sospechaba ni remotamente, era que los rusos también habían tomado las debidas precauciones, acribillando sus adminículos de látex para que sucediera todo lo contrario.

      La mujer fue devuelta a su hotel en otro taxi, como un indeseable bulto, y el científico pasó toda la noche rotando entre las sábanas, buscando y rebuscando las certidumbres y engaños que lo estaban atrapando en una telaraña, una telaraña demasiado astuta para que fuese casual.

      Si bien no podía creerlo, le preocupaba más el asunto de la paternidad que el tema del asesinato de Leonid Alexei, y en última instancia tener que reembolsar el dinero. Sabía que podía ser una farsa para sacarle los millones y hacer evaporar los SSD. Una forma muy eficaz de dejarlo sin el pan y sin la torta.

      Cuando ingresó al edificio de cristal broncíneo, amanecía con un sol estupendo, Werner Newmann lo saludó afablemente