–¿Es por el bebé?
Él se quedó mirándola unos segundos y luego asintió con la cabeza.
–Sí.
Amy estaba cada vez más desconcertada. Heath era mucho más complejo que el chico malo que conocía. Pero estaba empezando a cansarse de ser solo la portadora de un bebé con el apellido Saxon. Deseaba hablar de ella misma y de su relación con Heath. De su futuro juntos.
–Bien. Si los dos queremos lo mejor para el bebé, espero que todo funcione bien.
–No va a ser fácil, Amy. Tendremos que poner mucho de nuestra parte –dijo él, inclinándose hacia ella.
Amy comenzó a sentir un hormigueo por el cuerpo. Vio su cara muy cerca de la de ella. Sus ojos eran oscuros e inquietantes. Sus pómulos destacaban de forma prominente. Sintió la sangre agolpándose en su cabeza.
Bajó la mirada antes de que él pudiera descubrir sus sentimientos.
–Amy…
La tensión flotaba en el ambiente.
Alzó la vista y vio una pequeña caja de terciopelo negro sobre el mantel blanco de la mesa.
Sintió la boca seca. El momento de la verdad había llegado.
Se quedó mirando la caja, sin atreverse a tocarla.
–Ábrela –dijo Heath.
Amy alzó la vista hacia él. La caja no podía encerrar ningún misterio. Solo podía ser un anillo de compromiso. No tenía ninguna prisa en verlo.
De hecho, prefería que fuera él quien la abriera, sacara el anillo y se lo pusiera en el dedo. Así no quedaría duda de su compromiso. Sería la prueba de que estaba dispuesto a compartir su vida con ella y su bebé.
Miró a Heath a los ojos y vio su expresión de desafío. Parecía como si temiera que ella pudiera volverse atrás en el último momento. ¿Pensaría que iba a salir huyendo?
Amy se miró la mano. En su dedo anular había ya un anillo. Un brillante de dos quilates, engarzado en platino, que Roland le había regalado cuando ella cumplió veintiún años.
Echó de nuevo un vistazo a la caja que seguía sobre la mesa.
Suspiró hondo. Si iba a casarse con Heath, tendría que llevar el maldito anillo que había en esa caja negra. Extendió la mano hacia ella. Sintió el suave contacto del terciopelo. Dudó unos segundos y luego levantó la tapa con mucho cuidado.
Se sintió sobrecogida al verlo. Era un anillo fabuloso. Un magnífico brillante dorado, cortado en forma de corazón, engastado en oro blanco y flanqueado por una hilera de brillantes más pequeños. El delicado detalle de la filigrana resultaba increíble. Debía ser una joya antigua.
–Es de la época victoriana, ¿verdad?
–Sí –respondió él–. Y hace juego con tus ojos.
Era maravilloso. No quería ni pensar lo que debía haberle costado, se dijo ella, mientras lo tocaba. ¿Cómo podía Heath haber adivinado sus gustos? ¿Había sido solo una casualidad o era un libro abierto para él? Sería algo terrible que pudiera leer sus pensamientos.
Probablemente, Megan lo hubiera elegido por él. Su hermana tenía un gusto exquisito y sabía lo mucho que le gustaban las joyas victorianas. A menudo, se había preguntado si Megan no habría sido también la responsable de la elección de su regalo favorito: el medallón relicario de oro en forma de corazón que Roland le había dado y que tanto le gustaba.
Volvió a mirar el anillo.
–Es una maravilla.
–Me alegro de que te guste.
Amy lo sacó cuidadosamente de la caja.
–Tendrás que quitarse ese otro –dijo Heath, señalando al anillo de Roland y alargando el brazo.
–¡No! –exclamó ella, apartando la mano.
Eso era algo que tenía que hacer por sí misma.
Sin saber por qué, le vino a la memoria lo que Heath le dijo durante el baile de disfraces la noche del fatal accidente de Roland: «Estás cometiendo un error».
Pero ella no había querido escucharlo. Se había puesto el anillo de compromiso de Roland y le había respondido desafiante: «No sabes de lo que estás hablando». No había querido creer los rumores que había oído de que Roland tenía una amante que era una celebridad. Había preferido ponerse una venda en los ojos y engañarse a sí misma, aferrándose a la idea de que Roland la amaba. Pero, en el fondo, había presentido que el sueño de amor que había alimentado desde los diecisiete años había empezado a desmoronarse. Cuando Heath se marchó esa noche, ella se enfrentó a Roland preguntándole abiertamente si los rumores de que tenía una amante eran ciertos o no. Roland había tratado de reírse de sus dudas, pero ella le había planteado un ultimátum. O le era fiel o no sería su esposa.
Amy dejó caer la mano en su regazo y se tocó el vientre. Apenas había algún signo externo del embarazo, pero sabía que llevaba una vida dentro. El bebé de la vergüenza que ella había concebido. El bebé que era la razón de su matrimonio con Heath.
–Tú no querías que me casase con Roland.
–No creía que él pudiera hacerte feliz. Pero no hacías caso a mis consejos y, al final, pensé que sería inútil cualquier cosa que te dijera.
–Roland era el hombre que deseaba desde que cumplí los diecisiete años.
¡El hombre que deseaba!. ¿Qué podía saber ella de deseos a los diecisiete años? Lo único que sabía sobre el deseo lo había aprendido aquella noche fatídica en la que una mano le apartó el pelo de la cara, unos labios acariciaron los suyos, deslizándose luego hacia abajo.
Sintió un fuego abrasador en el cuerpo solo de pensar en aquella noche. Había hecho cosas y había tenido experiencias con las que nunca había soñado. Se había despertado una pasión en ella que no quería revivir.
Pero ¿podría casarse con Heath y ser capaz de guardar en secreto aquel lado lascivo y salvaje que había descubierto la noche en que había concebido a su bebé?
Presa de una gran agitación, volvió a dejar el anillo en la caja de terciopelo.
Debía controlarse. Ahora tenía que pensar solo en el bebé.
–Tengo que volver al trabajo –dijo Amy, deseando cambiar de conversación.
–Olvídate de eso. Te estoy pidiendo que te cases conmigo y ni siquiera te has puesto mi anillo.
–Es gracioso. Desde que era niña y leía cuentos de hadas, he soñado con un chico guapo, un anillo, un vestido de novia y con todas esas cosas del amor. Pero me he dado cuenta de que la realidad es muy distinta. Obedece a aspectos más prácticos, como la posibilidad de quedarte embarazada sin estar casada o la necesidad de asegurarte un trabajo.
–Olvídate de tu maldito trabajo por un día –dijo Heath, levantándose de la mesa–. Mi madre se ha quedado en la empresa para atender a los clientes. Puede que no exista entre nosotros ese amor tan maravilloso que siempre habías soñado, pero disponemos de este día para llegar a conocernos mejor y debemos aprovechar cada minuto.
Salieron del restaurante y dieron un paseo por Marine Parade. Él llevaba la chaqueta al hombro, sujeta con un dedo, con aire despreocupado.
Pero era solo un pose. Sentía una gran frustración. Apretó con la mano la caja del anillo que llevaba en el bolsillo. El anillo que ella debería llevar ahora en el dedo.
Parecía ajeno a todo lo que pasaba a su alrededor, solo tenía ojos para la mujer que llevaba al lado. Apenas le llegaba a la barbilla, pero llenaba todo el vacío de su vida.
–¡Mira, Heath! –exclamó ella, parándose en seco.
Delante