No había querido ponérselo aquel día porque estaba lleno de recuerdos, pero era la única prenda buena que tenía en el armario. ¿Cuál era la alternativa, además? ¿Ir al cuartel general de Vincenzo Cardini llevando un abrigo barato?
Emma entró en el amplio vestíbulo de mármol y se acercó a la recepción, un camino que le pareció interminable.
La joven que estaba sentada detrás del mostrador le ofreció una aburrida sonrisa.
–Tengo una cita con Vincenzo Cardini a la una.
–¿Es usted Emma Cardini? –murmuró ella, mirando sus papeles.
–Sí, soy yo –asintió Emma.
–Tome ese ascensor hasta la última planta. Alguien la esperará allí.
–Gracias.
Mientras el ascensor subía, Emma se preguntaba cuánto tiempo había pasado desde la última vez que estuvo en Londres y cuánto desde la última vez que estuvo tantas horas sin ver a su hijo. Nunca durante todo un día, desde luego.
¿Estaría bien?, se preguntó por enésima vez. ¿O se pondría a llorar al darse cuenta de que su mamá se había ido?
Pero en la pantalla de su móvil no había ningún mensaje. Le había dicho a Joanna que la llamase en cuanto hubiera el más mínimo problema, de modo que todo debía de ir bien.
«Así que haz lo que has venido a hacer», pensó, respirando profundamente mientras se abrían las puertas del ascensor.
Al otro lado había una guapísima morena con una falda ajustada, el pelo artísticamente sujeto sobre la cabeza y unos pendientes de diamantes. Y, de repente, Emma se sintió como la pobre chica del pueblo que iba de visita. ¿Cuántas mujeres guapas necesitaba Vincenzo a su alrededor?
–¿Signora Cardini?
–Sí.
–Sígame, por favor. Vincenzo la está esperando.
«Pues claro que está esperándome», le hubiera gustado gritar mientras observaba a la morena mover las caderas delante de ella.
«¿Y quién te da derecho a llamar a mi marido por su nombre de pila?».
«Pero no va a ser tu marido durante mucho tiempo. De hecho, no ha sido tu marido en casi dos años y será mejor que olvides esos absurdos celos ahora mismo».
La joven abrió la puerta del despacho con un gesto que parecía indicar que estaba a punto de encontrarse con alguien de enorme importancia y Emma se hizo la fuerte para ver a Vincenzo, como había ido haciendo en el tren.
Pero nada podía prepararla para la realidad de ver a su marido otra vez en carne y hueso.
Estaba frente a la ventana, que ocupaba toda una pared de su despacho, así que a primera vista sólo era una oscura silueta. Pero eso sólo servía para destacar su magnífico físico, todo músculo y fibra, la clase de perfección que los escultores habían usado como ideal masculino desde el principio de los tiempos.
Tenía las manos en los bolsillos del pantalón, en un gesto arrogante… pero Vincenzo Cardini siempre había sido arrogante. Veía lo que quería y lo hacía suyo, así de sencillo. Y normalmente lo conseguía con una mezcla de arrogancia, poder de persuasión y carisma.
Pero ella tenía algo mucho más precioso que todas las posesiones de Vincenzo y no podía dejar que se lo quitase. Y para eso tenía que estar tranquila.
–Hola, Vincenzo.
–Emma –respondió él, antes de murmurar algo en italiano que hizo a la morena salir rápidamente del despacho.
Luego dio un paso adelante y, a pesar de haber ido preparada, a Emma se le encogió el estómago al ver su cara.
Porque era incluso más apuesto de lo que recordaba. Cuando se casó con él, estaba locamente enamorada, tanto que su atractivo le pareció algo secundario. Y luego, cuando el matrimonio empezó a romperse, le había parecido un hombre frío, indiferente. Y había empezado a apartarse de él.
Pero desde entonces habían pasado muchas cosas y todas esas cosas fueron difíciles. Ahora sabía que su matrimonio con Vincenzo había sido un sueño. Aunque aquel día Vincenzo parecía el sueño de cualquier mujer.
Llevaba un traje que sólo podía haber sido hecho en Italia y se había quitado la chaqueta, dejando al descubierto una camisa blanca de seda que destacaba la anchura de sus hombros y el poderoso físico que había debajo. Con la corbata suelta y los dos primeros botones desabrochados, Emma casi podía ver el vello oscuro que había debajo.
Pero era su rostro lo que la hipnotizaba. Un rostro que, se dio cuenta de repente, era una versión dura y cínica de las delicadas facciones de su hijo.
¿Habría sido Vincenzo alguna vez así de dulce?, se preguntó.
Podría definirlo como una belleza clásica de no ser por una diminuta cicatriz en forma de «V» en el oscuro mentón. Sus facciones eran duras, los ojos negros, brillantes como ópalos, pero en su sonrisa había cierta crueldad.
Incluso cuando la cortejaba siempre había sido un hombre duro. Una cualidad que siempre había asustado un poco a Emma.
Siempre la trataba con autoridad. Ella era sólo otra posesión a adquirir, la novia virgen que nunca había conseguido ser lo que él quería que fuera.
–Ha pasado mucho tiempo –dijo Vincenzo, mirándola de arriba abajo–. Dame tu abrigo.
Emma hubiera querido decirle que sólo se quedaría un momento, pero Vincenzo podría ponerse difícil si hacía eso. Además, había aceptado comer con él y sería absurdo hacerlo con el abrigo puesto.
Pero lo último que deseaba era que sus manos la rozasen, un gesto así le recordaría otras noches del pasado…
–Puedo hacerlo yo –murmuró, quitándose el abrigo y colgándolo del respaldo de una silla.
Vincenzo estaba estudiándola con cierta fascinación. Había reconocido inmediatamente el abrigo porque se lo había regalado él, pero el vestido era nuevo… y qué vestido tan horrible.
–¿Se puede saber qué has estado haciendo últimamente? –le preguntó, con una sonrisa desdeñosa.
–¿Qué quieres decir? –Emma consiguió que su voz sonara tranquila aunque, de repente, temía que Vincenzo se hubiera enterado de la existencia de Gino. Pero de ser así no podría mirarla con esa expresión desinteresada. Ni siquiera él era tan buen actor.
–¿Te has puesto a régimen?
–No.
–Pero estás muy delgada. Demasiado delgada.
Eso era lo que pasaba cuando una mujer le daba el pecho a su hijo durante mucho tiempo. Si además tenía que ocuparse de la casa, del jardín, limpiar, cocinar y cuidar de otros niños además del suyo sin nadie que la ayudase, era lógico que hubiera perdido tanto peso.
–Estás en los huesos –insistió Vincenzo.
Antes solía decirle que era una Venus de bolsillo, que tenía el cuerpo más perfecto que hubiera visto nunca en una mujer…
Pero quizá era mejor así, pensó Emma. El grosero comentario dejaba bien claro que su relación con Vincenzo Cardini había muerto del todo. Que no sólo no le gustaba, sino que ya no sentía el menor deseo por ella.
Y, sin embargo, le dolió. Más que eso. La hizo sentirse como una mujer pobre y desesperada que había ido a pedirle ayuda a su marido.
«Pues no lo eres», se dijo a sí misma. «Sencillamente quieres lo que es tuyo, así que no dejes que te deprima».
–Mi aspecto es cosa mía, pero veo que tú no has