Sabía que había una tercera, y Andrew lo había dejado bien claro muchas veces. Pero no iba a salir con él sólo para que no le subiera el alquiler. Y, además, ella no estaba buscando novio.
No quería a nadie en su vida; no tenía ni sitio ni tiempo ni inclinación para buscar un hombre. Y el deseo había muerto en ella el día que dejó a Vincenzo.
En cuanto Andrew desapareció bajo el cielo gris de noviembre, Emma entró en la habitación para ver a su hijo.
Ya tenía diez meses. ¿Cómo era posible? Crecía por días, desarrollando su cuerpecito al mismo tiempo que su bien definida personalidad.
Gino había apartado el edredón con los pies y estaba agarrado a su conejito de peluche como si su vida dependiera de ello…
A Emma se le encogió el corazón. Si sólo tuviera que pensar en ella, no sería ningún problema. Había muchos trabajos en los que, además, ofrecían alojamiento y hubiera aceptado cualquiera de ellos.
Pero tenía que pensar en su hijo, Gino, que se merecía lo mejor del mundo. No era culpa suya que su nacimiento la hubiera colocado en una situación imposible.
La sugerencia de Andrew podría parecer perfectamente lógica, pero él no sabía nada sobre su matrimonio. Nadie lo sabía, en realidad. ¿Podría tragarse el orgullo y pedirle ayuda a su marido?
¿Tendría derecho legal a una pensión? Vincenzo era un hombre fabulosamente rico y, aunque había dicho que no quería volver a verla nunca más, ¿le pasaría una pensión si le pidiera el divorcio?
Cansada, se pasó una mano por los ojos. ¿Qué otra solución había? Ella no tenía titulación universitaria y la última vez que trabajó fuera de casa casi todo lo que ganaba era para pagar a la niñera. Y el pobre Gino no soportaba estar sin ella.
Por eso decidió hacer de su casa una pequeña guardería. Le había parecido lo más lógico; ella adoraba a los niños y era una manera de ganar dinero sin tener que dejar a su hijo con otra persona. Pero últimamente ni siquiera eso era suficiente para pagar las facturas.
Algunas madres se habían quejado de que la casa era demasiado fría. Dos de ellas incluso se habían llevado a sus hijos para no volver más y sus sospechas de que eso iba a provocar un efecto dominó pronto acabaron siendo ciertas. Ahora no había más niños que cuidar y, por lo tanto, no entraba dinero en casa.
¿Cómo iba a pagar la casa si Andrew le subía el alquiler?
Emma tenía ganas de llorar, pero no podía permitirse el lujo porque eso no resolvería nada. No había nadie que secara sus lágrimas y llorar era cosa de niños… aunque ella estaba decidida a que su hijo llorase lo menos posible. De modo que debía portarse como una adulta.
Pero cuando sacó la tarjeta de visita del cajón, su mano empezó a temblar al ver aquel nombre.
Vincenzo Cardini.
Debajo del nombre estaban su dirección y sus números de contacto en Roma, Nueva York y Palermo, pero también el número de su oficina en Londres, donde sabía que últimamente pasaba mucho tiempo.
Le dolía saber que Vincenzo era el propietario de un lujoso bloque de apartamentos en la mejor zona de la capital. Pensar que pasaba tanto tiempo en Inglaterra y ni una sola vez, ni una sola, se había molestado en buscarla, ni siquiera por los buenos tiempos…
«Pues claro que no», se dijo a sí misma. «Ya no te quiere, ni siquiera siente afecto por ti, eso lo dejó bien claro».
Aún recordaba sus últimas palabras, pronunciadas con ese frío acento siciliano: «Vete de aquí, Emma, y no vuelvas nunca más. Ya no eres mi mujer».
Había intentado hablar con él antes, no una vez, sino dos veces, y en ambas ocasiones, Vincenzo se había negado a hablar con ella. ¿Volvería a ocurrir lo mismo?, se preguntó.
Pero le debía a su hijo seguir intentándolo. Le debía la seguridad que debían tener todos los niños y que su padre podría darle. ¿No era eso más importante que cualquier otra cosa? Tenía que hacerlo por Gino.
Emma tembló, envolviéndose en el jersey de lana. Había perdido mucho peso y la ropa parecía tragársela. Generalmente, llevaba varias prendas superpuestas y se movía continuamente para entrar en calor en aquella casa helada. Pero su hijo se despertaría pronto y tendría que encender la calefacción, cuya factura cada día era más difícil de pagar.
En fin, no tenía más remedio que llamar a Vincenzo, pensó, pasándose la lengua por los labios resecos mientras marcaba el número con dedos temblorosos.
–¿Dígame? –la voz femenina que contestó al otro lado de la línea tenía sólo una traza de acento.
Vincenzo sólo contrataba a gente que hablase italiano además del idioma del país, recordó Emma. Incluso prefería que hablasen el dialecto siciliano, que era un misterio para tanta gente.
«Porque los sicilianos cuidan los unos de los otros», le había dicho su marido una vez. Eran miembros de un club muy exclusivo del que estaban fieramente orgullosos. De hecho, cuanto más sabía Emma del asunto, más le sorprendía que Vincenzo se hubiera casado con ella.
«Se casó contigo porque pensaba que era su obligación», se recordó a sí misma.
Se lo había dicho muchas veces. Como que el matrimonio se había roto porque, según Vincenzo, ella no había cumplido su parte del trato.
–¿Dígame? –repitió la mujer.
Emma se aclaró la garganta.
–¿Podría hablar con el señor Cardini, por favor?
Al otro lado de la línea hubo un silencio… como si a la secretaria le sorprendiera que una extraña se atreviese a querer hablar personalmente con «el gran hombre».
–¿Podría decirme quién es?
Emma respiró profundamente.
–Me llamo Emma Cardini.
Hubo otra pausa.
–¿Y su llamada es en relación a…?
De modo que no sabía quién era. Ella apretó los labios, herida.
–Soy su esposa.
Eso debió de pillar a la secretaria por sorpresa, porque no parecía saber qué decir.
–Por favor, espere un momento.
Emma se vio obligada a esperar lo que le pareció una eternidad y unas gotas de sudor aparecieron en su frente a pesar del frío de la casa. Estaba ensayando en silencio un «Hola, Vincenzo» lo más neutral posible cuando la voz de la secretaria interrumpió sus pensamientos:
–El señor Cardini está en una reunión y no puede ponerse ahora mismo.
Esa respuesta fue como un golpe en el plexo solar y Emma se encontró agarrándose a la mesita del teléfono porque no la sostenían las piernas. Estaba a punto de colgar cuando se dio cuenta de que la mujer seguía hablando…
–Pero si me deja un número de teléfono, el señor Cardini intentará llamarla cuando tenga un momento libre.
El orgullo hizo que Emma quisiera decirle que podía irse al infierno si no tenía un minuto para hablar con la mujer con la que se había casado, pero no podía permitirse ese lujo.
–Sí, claro. ¿Tiene un bolígrafo?
Después de colgar se hizo un té y agarró la taza con las dos manos, como si fuera un salvavidas, mientras miraba por la ventana de la cocina.
Un par de piñas habían caído desde el enorme jardín de Andrew, separado del suyo por una valla de madera. Emma había pensado en plantar un fragante jazmín que perfumase el aire durante las largas noches