—¿Va a beber de esto? —le preguntó a Kayla, aceptando el biberón.
—¿Por qué no pones la tetina cerca de su boca y lo compruebas? —sugirió ella.
Él no sabía por qué sus inocentes palabras conjuraron en su mente cierta imagen. Una imagen que tenía poco con alimentar a un perrito y mucho con nutrir algo en sí mismo. Tardó unos segundos en desechar la imagen.
—Vale —asintió.
En cuanto puso la tetina en la boca del cachorro, empezó a succionar como si se le fuera la vida en ello. Alain sonrió al verlo comer con tanto gusto. Entonces se dio cuenta de algo.
—Tiene los ojos cerrados.
Kayla asintió, observando a los otros ocho mamar—. Así es como nacen, pequeños, sin pelo y ciegos —siguió acariciando la cabeza de Ginger—. Sólo una madre podría amarlos —añadió con dulzura.
—Y tú.
Sus ojos se encontraron y ella sonrió. Él sintió que se estremecía por dentro.
—Y yo —corroboró.
Afuera el viento aullaba y la lluvia golpeaba las ventanas con más fuerza, como si hubiera empezado un segundo asalto. Absortos en el milagroso momento, ni se dieron cuenta.
—¿Adónde vas?
Habían pasado varias horas. Ginger y su camada habían sido trasladados junto a la chimenea, para que estuvieran calientes. Alain había pasado casi todo el tiempo observando a la nueva madre y a sus cachorros. Winchester se había colocado cerca del hombre y de la perra. Ginger toleraba su presencia. Alain, por su parte, se entretenía analizando la dinámica del grupo.
Oír a Kayla ir hacia la puerta, con el impermeable sobre los hombros, lo sacó de su ensimismamiento con la escena doméstica. Se preguntó dónde iba ella con ese temporal.
—Voy a ver si consigo que Mick venga a echarle un vistazo a tu coche, por si tiene arreglo —contestó ella, agarrando las llaves de su furgoneta.
El proceso del parto y de ocuparse de Ginger y de los cachorritos, especialmente de Nueve, que era el nombre que había puesto al que había salvado, había sido tan surrealista que Alain había perdido la noción del tiempo. Pero la mención de su coche lo devolvió a la realidad, y a su agenda.
—Si no es así, ¿hay algún sitio donde alquilar un coche por aquí?
—Puede que puedas convencer a Mick o alguno de su empleados para que te lleven donde tengas que ir, por un precio, cuando el tiempo mejore.
—¿Cuándo crees que ocurrirá eso?
Kayla movió la cabeza y se puso la capucha.
—No tengo ni idea —confesó—. No suele llover en esta época del año —antes de salir titubeó y lo miró por encima del hombro—. Hay comida de perro en el garaje, por si quieres chantajear a alguno. Me llevo a Taylor y a Ariel, pero el resto se quedan contigo.
Él miró intranquilo a los perros. Había tres, además de Winchester, Ginger y los cachorros. Se sentía ampliamente superado en número.
—¿Te parece buena idea? Soy un desconocido.
Ella pensó que después de cuarenta y ocho horas ya no lo era. Era increíble que hubiera pasado tan poco tiempo. Parecía mucho más.
—Los perros son listos. Perciben las cosas. Saben que no estás aquí para robar la cubertería de plata —le dijo. Al ver que seguía intranquilo, sonrió—. Volveré lo antes posible.
—¿Estás segura de que el teléfono sigue sin funcionar? —inquirió él.
En vez de salir, Kayla volvió a la cocina. Alzó el auricular de la pared y lo extendió hacia él sin decir una palabra. A pesar de la distancia que los separaba, resultó obvio que no había línea, sólo silencio.
—Estoy segura —sonrió de nuevo y, al pasar a su lado, le dio una palmadita en el hombro. Él tuvo la sensación de que era el mismo gesto que había utilizado para tranquilizar a Ginger—. Estarás bien —afirmó.
Y se marchó.
Él no dejaba de consultar su reloj, preguntándose si Kayla estaría bien. Le parecía que se había marchado hacía una eternidad.
Como abogado, lo preocupaba que le hubiera ocurrido algo en la tormenta y, dado que había salido por él, fuera responsabilidad suya. Podría demandarlo alegando diversos cargos si ella, o sus representantes, tenían la astucia de los abogados. Como hombre lo preocupaba su bienestar y quería que regresase sana y salva. Y que volviera a hacerse cargo de sus perros. Lo incomodaba que dos de ellos hubieran empezado a moverse por la habitación. Se preguntó si sabían algo que él no sabía.
O si lo hacían para intimidarlo.
Cada vez que se ponía en pie, para mirar por la ventana o sacar algo del frigorífico, tenía la sensación de que cinco pares de ojos lo seguían. Incluso los cachorros parecían alzar la cabeza siguiendo el movimiento. Le ponía muy nervioso.
Cuando Kayla entró por fin, los cinco perros que corrieron hacia ella no fueron los únicos que se alegraron de verla. Atravesó el umbral, se quitó el impermeable y lanzó una mini lluvia al suelo, mientras reía y saludaba a los perros a pares.
—¿Cómo han estado? —preguntó, mirando a los cachorros.
—Han sobrevivido a mis cuidados —contestó él. Vio que sólo habían entrado Kayla y los dos perros—. No has conseguido que viniera, ¿verdad?
Kayla lo miró interrogante un segundo, hasta entender a qué se refería.
—Ah, lo dices por Mick. Sí, conseguí que viniera.
—Y ¿dónde está? ¿En tu bolsillo?
—No, fuera, echando un vistazo al coche —la lluvia había remitido un poco, ya no caía a mantas.
Alain fue hacia ella, sin molestarse en ocultar su ansiedad. Lo que sí ocultó es que aún se sentía muy dolorido.
—¿Y?
—Y está fuera echando un vistazo al coche —repitió. Alain vivía en un mundo mucho más acelerado que ella, en el que todo se quería para ayer. Ella había probado ese mundo y se alegró de dejarlo atrás para instalarse allí—. Es cuanto sé por ahora.
Alain se dio cuenta de que estaba presionando. Llevaba toda su vida adulta exigiendo resultados y no era fácil perder la costumbre.
—Disculpa, no suelo ser tan exigente —no quería que lo considerase un hombre que vivía acelerado. Aunque no sabía por qué.
—Supongo que las circunstancias lo justifican —admitió Kayla. Se agachó y echó un vistazo a los perritos. Todos estaban bien. Estaba segura de que les encontraría un hogar. Como le había dicho a Alain, todo el mundo adoraba a los cachorros.
Él oyó que la puerta se abría. Se dio la vuelta y vio entrar a un hombre alto y delgado, con pelo largo, rubio oscuro y mojado. Olía a aceite y gasolina. Unos ojos pequeños, marrones e intensos lo escrutaron antes de ofrecerle la mano.
—Mick Hollister —se presentó—. Un coche muy lujoso para esta zona.
Alain interpretó a su manera la frase. Más que admiración, captó desconocimiento en la voz del hombre. Sintió una gran decepción.
—Así que no puede arreglarlo.
—Claro que puedo —le aseguró Mick—. Todavía no han inventado una máquina que no pueda arreglar. Pero requerirá tiempo —advirtió—. Hacen falta piezas y cosas. No suelo tener esa clase de existencias.
Alain imaginaba el proceso alargándose dos o tres semanas. Por mucho que le gustara la compañía de la risueña