Ese día, mamá había puesto en la mesa una tetera roja llena de agua caliente. Se dio la vuelta para mezclar la leche en polvo. Yo quise tomar la tetera y ésta cayó de la mesa, dando contra el suelo y salpicando agua hirviendo por todas partes. Todavía tengo una leve marca de la quemadura de aquel día del tamaño de una pequeña moneda. Grité y lloré. Mamá pensó que en adelante las teteras rojas y el agua me asustarían, como le hubiera ocurrido a un niño normal. Pero no fue así. No me atemorizaban el agua ni las teteras. Seguía intentando alcanzar la tetera roja, ya fuera que tuviera agua fría o caliente en su interior.
La evidencia seguía acumulándose. Había un anciano tuerto que vivía en la planta baja con un gran perro negro que siempre tenía atado a un poste en el patio. Me quedaba mirando directamente las pupilas lechosas del anciano, sin temor, y cuando mamá me perdió de vista un momento, estiré la mano para tocar al perro, el cual mostró sus dientes y gruñó. Incluso después de haber visto al niño de la casa vecina sangrando, pues había sido mordido por curiosear como yo lo hacía con aquel perro, no me detuve. Mamá tenía que intervenir constantemente.
Después de varios incidentes similares, mamá empezó a pensar que yo podría tener un coeficiente intelectual bajo, pero no había prueba alguna de ello. Por lo tanto, al igual que lo hubiera hecho cualquier madre, intentó hallar una manera de despejar sus dudas acerca de su hijo de forma positiva.
Es más valiente que otros niños.
Así fue como ella me describió en su diario.
Aun así, la ansiedad de cualquier madre alcanzaría su punto máximo si su hijo no hubiera sonreído ni una vez al cumplir cuatro años. Mamá tomó mi mano entonces y me llevó a un hospital más grande de la clínica habitual. Ese día es el primer recuerdo que tengo grabado en mi cerebro. Está nublado, como si lo hubiera visto debajo del agua, pero viene a mí con mayor claridad de vez en cuando, de esta forma:
Un hombre con bata blanca se sienta frente a mí. Radiante, comienza a mostrarme diferentes juguetes uno por uno. Algunos de ellos los sacude. Luego me golpea la rodilla con un pequeño martillo. Mi pierna se balancea más alto de lo que creía posible. Luego coloca sus dedos bajo mis axilas. Me hace cosquillas y me río un poco. A continuación, saca unas fotografías y me formula algunas preguntas. Una de las imágenes aún la recuerdo vívidamente.
—El niño de esta foto está llorando porque su mamá se ha marchado. ¿Cómo se siente él?
Al no saber la respuesta, levanto la vista hacia mamá, que está sentada junto a mí. Ella me sonríe y me acaricia el cabello, luego, muy sútilmente, se muerde su labio inferior.
Algunos días más tarde, mamá me lleva a otro sitio, diciendo que podré conducir una nave espacial, pero terminamos en otro hospital. Le pregunto por qué me trae al doctor cuando no estoy enfermo, pero ella no contesta.
En el interior, me piden que me recueste sobre algo frío. Me meten en un tanque blanco. Bip, bip, bip. Escucho sonidos extraños. Así fue mi primer travesía sideral. Resultó muy aburrida.
Entonces la escena cambia. De pronto, veo muchos más hombres con batas blancas. El mayor de ellos me ofrece una fotografía borrosa en blanco y negro, diciendo que es el interior de mi cabeza. Qué mentiroso. Claramente, ésa no es mi cabeza. Pero mamá asiente con la suya como si creyera una mentira tan obvia. Siempre que el hombre mayor abre su boca, los más jóvenes toman notas a su alrededor. Finalmente, comienzo a aburrirme un poco y muevo mis pies con nerviosismo, pateando el escritorio del hombre mayor. Cuando mamá pone su mano sobre mi hombro para detenerme, miro hacia arriba y veo que está llorando.
Todo lo que puedo recordar del resto de ese día es el llanto de mamá. Ella llora y llora y llora. Ella sigue llorando cuando nos dirigimos otra vez a la sala de espera. La tele proyecta dibujos animados, pero no puedo concentrarme por culpa de su sollozo. El defensor del universo lucha contra el villano, pero ella todo lo que hace es llorar. Finalmente, un anciano que cabecea a mi lado, despierta y le grita:
—¡Deje de actuar miserablemente, mujer ruidosa, ya me ha hartado!
Funciona. Mamá frunce sus labios como un adolescente reprendido, temblando en silencio.
5
Mamá me hace comer un montón de almendras. He probado almendras de Estados Unidos, Australia, China y Rusia. De todos los países que las exportan a Corea. Las chinas tienen un sabor amargo y horrible, y las australianas saben agrias y terrosas. También están las coreanas, pero mis favoritas son las estadunidenses, especialmente las de California. Tienen una suave tonalidad marrón debido a la absorción de la ardiente luz del sol de allí.
Yo tengo mi forma especial de comerlas.
En primer lugar, sostengo el paquete y siento la forma de las almendras desde el exterior. Hay que sentir las duras y resistentes semillas con los dedos. A continuación, rasgo lentamente la parte superior del paquete y abro el doble cierre. Después, asomo la nariz en el interior del paquete y aspiro su aroma lentamente. Para esta parte hay que cerrar los ojos. Lo sostengo con ligereza, conteniendo la respiración de vez en cuando, para permitir que el aroma impregne mi cuerpo el mayor tiempo posible. Por último, cuando la fragancia me inunda por completo, echo un puñado a la boca. Dentro, las hago rodar de un lado a otro sintiendo su textura, palpando sus puntas con la lengua y sintiendo las muescas en su superficie. Hay que asegurarse de que no transcurra demasiado tiempo, porque las almendras adquieren mal sabor si se hinchan de saliva. Todos estos pasos son sólo la preparación del final. Si es demasiado corto, resultará aburrido. Si se prolonga demasiado, el impacto se diluirá. Cada cual debe encontrar su procedimiento ideal. Hay que imaginar que las almendras crecen del tamaño de una uña a las dimensiones de una uva, un kiwi y un melón. Finalmente, del tamaño de una pelota de rugby. Entonces es momento. Crac, las aplastas. Hecho correctamente, saborearás todo el sol de California inundando tu boca.
La razón por la que me molesto en realizar este ritual no es siquiera porque adore las almendras. Es porque, en todas las comidas del día, había almendras sobre la mesa. Resultaba imposible deshacerse de ellas. Así que simplemente inventé una forma interesante de comerlas. Mamá pensaba que, si comía un montón de ellas, las almendras en el interior de mi cabeza crecerían. Era una de las remotas esperanzas a las que ella se aferraba.
Verás, todo el mundo tiene dos almendras dentro de su cabeza, firmemente incrustadas en algún lugar entre la parte posterior de las orejas y la parte posterior del cráneo. De hecho, se llaman “amígdalas”, que deriva de la palabra latina “almendra”, porque su tamaño y forma son idénticas.
Cuando recibes algún estímulo del exterior de tu cuerpo, estas almendras envían señales a tu cerebro. Dependiendo del tipo de estimulación, sentirás miedo o ira, alegría o tristeza.
Pero, por alguna razón, mis almendras no parecen funcionar correctamente. No se activan cuando son estimuladas. Así, ignoro por qué la gente ríe o llora. La alegría, la tristeza, el amor, el miedo: todas estas cosas son ideas vagas para mí. Las palabras “emoción” y “empatía” son para mí sólo tinta en papel.
6
Los médicos me diagnosticaron con alexitimia, o incapacidad para expresar sentimientos. Llegaron a la conclusión de que era demasiado joven, mis síntomas diferían del síndrome de Asperger y mis otros comportamientos no mostraban signos de autismo. No se trataba necesariamente de la incapacidad de expresar sentimientos, sino más bien de una imposibilidad para reconocerlos. No presentaba dificultades con la formulación de frases o su entendimiento, al contrario que las personas afectadas con algún daño cerebral en las áreas de Broca o Wernicke,* pero yo no podía sentir emociones, no era capaz de identificar los sentimientos de otras personas ni categorizarlos. Todos los médicos dijeron que estaba relacionado con las almendras de mi cabeza, las amígdalas, que eran inusualmente pequeñas, y con la conexión entre el sistema límbico y el lóbulo frontal, que no funcionaba como debería.
Uno de los síntomas