¿Y por qué la papanatas de su madre no hizo nada para que la niña no fuera a la escuela con el pantalón de la piyama debajo del vestido?, preguntaría mi mamá, que era muy afecta a usar el término “papanatas”, aunque casi siempre se lo dirigía a mi papá, que la verdad es que sí nos daba una cuerda terrible.
Pues porque me lo confesó a la mitad del camino, después de que habíamos logrado dejar la casa con dos salidas en falso previas, una porque Carlitos y su vejiga nerviosa tenían que hacer pipí y otra porque Rosario no le había dado un beso a su papá y no era cosa de adentrarse así nomás, sin ninguna protección, en el horrible mundo exterior.
Y cuando estábamos a tres cuadras de la escuela, cuando podíamos más o menos respirar completo porque todavía se veía bastante bola en la entrada, aquella me dice:
—¿Sabes qué, mamá?
Nada, nada bueno sucede después de que Rosario mi hija pregunta “¿Sabes qué, mamá?”. Siempre resulta que se hizo pipí o que rompió algo en casa del abuelo y lo dejó escondido. Porque el problema es que siempre tiene el impulso de contar las cosas, y yo ya no sé si preferiría que se quedara callada y no enterarme para no tener que lidiar con las consecuencias.
—¿Sabes qué, mamá? —esta vez ya fue dándome un jalón en la mano de la que me tenía pescada, para que le hiciera caso.
—Mande, mi reina, mande.
—Fíjate que traigo el pantalón de la piyama.
Y sí. No me había percatado, pero sí. De la falda de tul del vestido azul cielito le salían las piernas a rayas naranjas y negras de su piyama de Tigger.
—¡Mijita!, pero ¿por qué?
La respuesta era muy sencilla: porque tenía frío.
—¡Me hubieras dicho y te poníamos unas mallas, Rosario!, ¿cómo vas a ir así?
Miró con atención sus tenis blancos, iguales a los de Carlitos, el calcetín de puntitos rosas, los pantalones guangos de algodón naranja y el tul azul cielito.
—¿Qué tiene? —preguntó, muy en serio.
En ese instante, mientras contemplaba la muerte social de mi hija de tres años, pensé que bastante tiempo tendría la pobre para que el mundo entero le cuestionara sus decisiones de indumentaria, que no era ni el momento ni la razón para estarle diciendo que no se veía bien y que qué iba a pensar la gente. Bendita ella que no se preocupaba, mientras que yo rezaba para que no nos fuéramos a encontrar a ninguna de las mamás del salón, porque a duras penas me había dado tiempo de pasarme un peine por la cabeza y estaba segura de que hasta lagañas tenía.
Ni modo. Rosario iría con su piyama. Además, ¿qué? Ni modo que nos escondiéramos en un zaguán para que se quitara los pantalones con alguna discreción, ¿no? Eso sí era salvaje y no cosas.
Así que optamos todos por hacernos locos, yo saludé a Carmelita muy amable, le comenté que qué bonita se le veía esa bufanda que traía puesta, y mientras intercambiábamos opiniones sobre el color bugambilia, que realmente le queda bien a todo el mundo, los gemelos se colaban por el hueco que quedaba entre la puerta, Carmelita y yo, y se metían a la escuela.
Cuando regresé a la casa y le conté a Andrés, no se rio tanto como yo pensaba. Se me hizo raro, porque por lo general le hacen mucha gracia nuestras aventuras de las mañanas.
Siempre dice que deberíamos tener nuestro propio programa. Que habría que hacer apuestas a ver cuánto logramos estirar la liga de la paciencia de Carmelita hasta que se rompa.
—Aunque yo creo que esa mujer es a prueba de todo. Está ahí desde que nosotros éramos chicos.
Pero ese día no. Ni siquiera me hizo una discreta burla sobre mis declaradísimas intenciones de comenzar una nueva vida y llegar a tiempo. Y ni siquiera Andrés es tan buena persona como para desperdiciar una oportunidad de ese tamaño. Algo le pasaba.
—¿Todo bien, mi vida?
Suspiró y miró su taza de café, ya bien frío.
—Sí, pues sí.
Después dijo que no quería ir a la oficina. Que es lo que uno dice diario cuando tiene que ir a la oficina, porque nadie quiere ir nunca.
(A menos que lleves tres años y pico metida en tu casa porque decidiste renunciar para ser madre, pero ésa es otra historia.)
Lo dijo de una manera que, pues que le creí. No era que tuviera flojera, era que genuinamente no quería ir a trabajar.
Y cuando finalmente juntó las fuerzas suficientes para ponerse los zapatos y el saco y subir por su portafolios y volver a entrar porque se le habían olvidado unos papeles y volver a salir al coche y regresar de nuevo por las llaves (mis hijos no lo hurtan; lo heredan), lo vi irse desde la puerta del garaje con una sensación horrible de angustia.
A mi marido no le gusta nada, pero nada, su trabajo.
Los miércoles de llevar a su suegra al súper no eran exactamente el momento favorito de Susana.
Y era muy injusto, porque si alguien se había beneficiado de las constantes visitas de Amparito al súper, ésa había sido Susana.
Catalina siempre decía que habían crecido en un régimen cuasisoviético. Susana pensaba que eso era una exageración, pero era cierto que la doctora y don Eduardo confiaban ciegamente en las virtudes de la restricción. En su casa había de todo, pero en cantidades limitadas.
—Una caja de galletas al mes es mucho más que suficiente, niñas.
Susana y Catalina no estaban de acuerdo con esto. Para nada. Pero no era cosa de alegar. Básicamente, porque no hubiera servido de nada: la doctora iba al súper una vez al mes, en una excursión que implicaba mucha logística y una profunda participación de sus hijas, que quedaban con ganas de no volver a recorrer un pasillo ni cargar una bolsa en sus vidas.
Y lo que compraran tenía que ser suficiente para sobrevivir hasta el próximo mes, porque hasta entonces Blanquita sólo iba al mercado, y ahí no había galletas.
A veces, Susana se preguntaba si su fuerte amistad con Juan el vecino no estaría basada en el cochino interés; si lo que más le atraía de Juan no sería el hecho de que podía tocar la puerta de su casa y saquear alegremente la alacena. Pero no se detenía demasiado en estas reflexiones. A nadie le resultaba cómodo pensar que era capaz de vender su alma por un paquete de Chocorroles.
O de roles de canela, o lo que fuera. Porque, eso sí, en casa de los Echeverría siempre había de todo. Y mucho. Y nadie hablaba de lo dañina que podía ser el azúcar en grandes cantidades, porque qué era eso de andarles restringiendo el alimento a las criaturitas, si estaban creciendo. En casa de los Echeverría había siempre más de una caja de cereal abierta al mismo tiempo, y pastelitos y galletas de varios tipos. Y, si uno tenía ganas, hasta papas fritas y Doritos de esos que don Eduardo decía que no eran más que colorante y ganas de echarse a perder el colon.
Para consternación de la doctora, que pensaba que era indigno que fuera mendigando alimentos procesados por las casas vecinas, Susana se acostumbró a ir a buscar su postre en casa de los Echeverría.
Aunque el gusto le duró poco. Una tarde llegó a buscar a Juan y se encontró a Amparito comiendo con una mujer con el pelo más negro que Susana había visto en la vida; Amparo la presentó como “mi comadre” y de Susana dijo que era “una vecinita muy amiga de Juan Diego”, para luego preguntarle si no quería algo de postre e invitarla a la despensa.
Desde el fondo del cuarto que la familia ocupaba como despensa, mientras trataba de decidir si se le antojaba más una galleta de canela o una de chispas de chocolate, Susana alcanzaba a escuchar la conversación de las dos señoras en el comedor.
—Qué envidia estos niños que comen y comen y no engordan, ¿verdad? —dijo la comadre.
—Pues te diré, ¿eh? —contestó Amparo—. Mis hijos no, mis hijos ya