La risa grave y ácida de su asistente lo conmocionó al otro lado de la línea. ¿Desde cuándo había perdido su toque con Ingrid, que ahora parecía impasible a sus encantos?
—Si no te portas bien con ella, te aseguro que cuando regrese será para recoger mis cosas de la mesa y lanzarme de cabeza a la prejubilación. Dios sabe que necesito mucho más que cuatro semanas de descanso.
Frank resopló. No podía ser tan horrible trabajar con él que, a fin de cuentas, se pasaba la mayor parte del día en sus mundos. Pero no quería seguir discutiendo con ella. La necesitaba y él ya había decidido que haría el esfuerzo de comportarse esas cuatro semanas.
—¿A dónde vais a ir tu marido y tú de vacaciones, a mi costa? —le preguntó para cambiar de tema, mientras llevaba la copa hasta el elegante salón, decorado casi todo en blanco, de la casa que le había prestado para esos días su amiga y compañera escritora.
—¡A España! —gritó ella con entusiasmo—. Estoy como loca, va a ser fantástico. Gracias por estas maravillosas vacaciones, jefe —dijo emocionada, pero a Frank no se le escapó el tonito travieso de su voz.
—Ha sido un placer, supongo —dijo él, y dio un gran sorbo a su copa.
—¿Y vosotros, os vais a quedar allí en la ciudad? —quiso averiguar ella, porque Frank no le había dado ningún detalle de sus planes. Hasta el punto de no haber podido preparar bien a Penélope para lo que le esperaba.
—Aún no lo he decidido. ¿Por qué? ¿Va a ser un problema para tu sobrina viajar conmigo?
Por el tono que usó, Ingrid se dio cuenta de que buscaba una excusa para hacer fracasar el plan antes de que este empezara.
—Por supuesto que no. Es una profesional y aparecerá en tu puerta con su maleta, una sonrisa y dispuesta a hacer un estupendo trabajo.
—A ver si me va a gustar tanto que no voy a querer que regreses —le lanzó el comentario, para chincharla, pero Ingrid no cayó en la trampa.
—¡Quién sabe! ¿Te imaginas? —dijo divertida.
Frank fue a fruncir los labios en una mueca, cuando el timbre de la puerta de la verja de la entrada, que daba a la finca, sonó desagradable. Ingrid, que lo escuchó, no perdió la oportunidad de comentar.
—Parece que estás a punto de averiguarlo. Mucha suerte, jefe. Y pórtate bien. No te molestes en llamarme, que no tendré cobertura.
Antes de que pudiese darle una ácida respuesta, esta colgó. Un nuevo timbrazo lo sacudió, haciéndolo mirar hacia la puerta con el ceño fruncido. Por lo visto, sí estaba a punto de averiguarlo, estuviese preparado o no.
Capítulo 7
Beckett llegó hasta el botón de apertura de la puerta principal pero, antes de pulsarlo, se dio unos segundos para ver, por el moderno sistema de vigilancia, a la recién llegada. La pantalla le ofrecía varios planos de la zona de la entrada, dividiendo la gran imagen en otras cuatro más pequeñas, pero con una resolución asombrosa. Él, que era un fanático de la seguridad y privacidad, después de algunos incidentes que había sufrido de fans que habían allanado sus casas, anotó mentalmente preguntar a su amiga por aquel sistema, para sustituir al que tenía en su hogar.
Contempló las pantallas con curiosidad. Primero había una perspectiva frontal, en la que se podía apreciar que la recién llegada conducía un Mini Cooper amarillo, con franjas negras. A pesar de ser un coche diminuto, no le desagradaba el modelo. La cámara de la izquierda no mostraba nada interesante, pues estaba enfocada en el lado del copiloto y ella llegaba sola. La siguiente ofrecía un plano amplio de la zona de la entrada, y pudo comprobar que era el único vehículo que había en la puerta, tal y como podía esperar. Y entonces descendió la mirada hacia la última imagen. En ella se veía a una chica que, tras bajar del Mini, se había acercado al telefonillo con gesto confuso. La vio inspeccionar el pequeño aparato con el timbre y la diminuta cámara. Y Beckett durante unos segundos se quedó mirándola, escudriñando las facciones y gestos de la mujer con la que debía compartir las siguientes cuatro semanas. Le hizo gracia la forma en la que ella arrugó la naricilla pecosa. El sol había bajado bastante y los rayos agónicos iluminaban su cabello cobrizo, confiriéndole el aspecto de llamas. Tenía una boca generosa de labios carnosos que ahora se fruncían en una mueca, mientras daba unos golpecitos al aparato, seguramente sopesando si este estaba roto, pero en lugar de abrir, él siguió escrutándola, aprovechando la momentánea libertad que le daba la cámara. Sus ojos eran enormes, muy expresivos y claros, aunque definitivamente no podía advertir el color exacto de los mismos. En cuanto al resto de ella no había mucho que decir. Menuda, no debía sobrepasar el metro sesenta. De complexión esbelta, con aquellos pantalones vaqueros oscuros y el jersey rojo sobre una camisa, parecía una niña. Pero nunca se había fiado de las pelirrojas, escondían un mundo de llamas con tanto fuego como parecía tener ella rodeándole el rostro desenvuelto. En unos pocos segundos la había visto fruncir el ceño, resoplar, alzar las cejas, mostrar una gran concentración analizando el panel de entrada, y volver a resoplar tras hacer una mueca muy graciosa, mientras se mordía el labio inferior, con duda. Cuando finalmente ella se decidió por volver a pulsar con más insistencia el botón de llamada, la impresión de escuchar el timbre a tan corta distancia lo sacó de su ensimismamiento.
El que frunció el ceño entonces fue él, que se apresuró en pulsar el botón del intercomunicador.
—¿Sí? —preguntó con una voz que no pareció la suya y lo hizo carraspear.
—¡Ho… hola! Soy Pe… —Antes de que pudiera terminar su presentación, Penélope oyó el zumbido que anunciaba que la puerta había sido abierta, miró confusa el aparato, pero tras encogerse de hombros, corrió al coche para entrar antes de que las puertas se cerrasen, con la misma impaciencia.
Frank la vio correr con pequeños pasitos hasta el vehículo, apresurándose en entrar, y sonrió con cierta diversión. Se sorprendió al sentirse con una inquietud patente, mientras abría la puerta de la casa y salía un par de pasos para indicar a la recién llegada que fuese hasta el camino del lateral, en el que se encontraba la puerta del enorme garaje de su amiga. Allí podía dejar su miniatura de vehículo. Normalmente, en esa casa había personal de servicio que atendía las necesidades de Stone y mantenía la propiedad cuando ella no estaba. Pero su amiga lo conocía lo suficiente como para saber que, por encima de las comodidades, valoraba su tranquilidad y privacidad. Así que tuvo que ser él el que rodeara la casa, con el mando en la mano, para accionar la apertura del garaje a pesar de que ya había bajado considerablemente la temperatura de aquel día de principios de diciembre.
Cuando Penélope vio a Frank Beckett salir por la enorme puerta blanca de la lujosa casa a la que acababa de llegar, se tuvo que decir a sí misma que continuase y no se quedase allí parada como un pasmarote, mirándolo como una boba. Se irguió inconscientemente en el asiento e intentó sonreír, pero la tensión de sus músculos faciales le jugó una mala pasada haciendo que formase una mueca rara. Entonces apretó los labios y giró el rostro hacia la puerta que él le indicaba, que debía ser la del garaje. Lo vio por el rabillo del ojo accionar el botón y cómo esta empezaba a subir. Ella, mientras, con las manos aferradas al volante, miraba hacia delante con los brazos rígidos y sensación de estar a punto de desmayarse, ya que podía sentir a escasos dos metros la mirada de Frank Beckett sobre ella. Del hombre con el que, aunque no había sido capaz de reconocérselo a Zola, había tenido las fantasías más escandalosas de su vida. Y solo por haber grabado en su mente cada milímetro de la solapa de aquel primer libro suyo que se compró.
Cuando la puerta terminó de abrirse, en su mente se despejó la imagen de la fotografía y apareció ante ella un enorme aparcamiento con los coches más lujosos que ella hubiese visto jamás, y volvió a entrar en pánico. ¿Cómo iba a meter allí su pequeño Mini R50? Sin embargo, cuando Beckett con su