Araca corazón callate un poco. Enrique Butti. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Enrique Butti
Издательство: Bookwire
Серия: Rosa de los vientos
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874156174
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preparó canelones. Le lavo los platos y me tiro en el sofá cama.

      Y recomienza.

      Un domingo falta la más hermosa. La otra llega tarde a la misa, y cuando con Marzolini se dan los piquitos de “La paz sea contigo”, le espeta: “Necesito hablar con usted”. Se la nota nerviosa, pide a Dios con intensidad desacostumbrada; ensimismada sigue arrodillada y escondiendo su cara entre las manos cuando todos se ponen de pie o se sientan. Termina la misa, salen. Ella le dice:

      —¿Esta tarde dispondría de tiempo para acompañarme a mi casa? Mi hermana y yo tenemos que pedirle un favor importante.

      Marzolini acepta entusiasmado. Deciden encontrarse esa tarde ahí mismo, en la puerta de la iglesia.

      —Ahora tengo que irme —dice la mosquita apechugada. Parte, rauda, y Marzolini se queda sin paseo por la costanera.

      Por la tarde ahí está, puntual.

      De nuevo aparece sola la mosquita Flor y se lo lleva volando a su casa.

      (Yo interrumpo, pido un minuto para ir al baño. Me lavo la cara. Me hablo al espejo: “Llevalo otra vez a la historia de la Flaçon. Sacalo de ahí porque si se mete en la casa de las mosquitas muertas despedite de tu lindo muñeco”. Me siento en el inodoro con la mano sosteniéndome la cabeza por las cejas como la atribulada Flor habrá sostenido la suya en el reclinatorio. Una pregunta para mi amigo filósofo de bar: “¿Hasta dónde hay que respetar la libertad de los demás?”. La pregunta no está bien formulada; mejor que sea más directa: “¿Hasta dónde tengo que respetar la libertad de mi tesoro?”. Y como me la formulé mil veces ya sé la respuesta: “Tengo que respetarla hasta el punto en que yo me percate de que conviene encarrilarlo”. Lo que pasa ahora es que no sé si conviene encarrilarlo. El problema es que en esta ocasión prefiero saber lo que el señor anda buscando. Más de una vez lo vi llegar a un punto en que hasta había peligro de muerte y supe rescatarlo y llevarlo a otro lado con cualquier arma –una vez me levanté, rompí en mi arrebato el velador y lo dejé hablando solo en la oscuridad–, pero ahora no puedo dejar de saber adónde llegó con las dos benditas Bernardetas, adónde llegaron ellas mejor dicho).

      Regreso al diván.

      —¿Y entonces? —lo incentivo, tapándome las piernas con la manta peluda, fingiendo gestos de indiferencia y un largo bostezo.

      Me reprocha que haya estado una hora en el baño y perdido la descripción de la casa de las hermosas, que era una pensión que regenteaba la madre, más que pensión un conventillo, pero raro porque la casa era un viejo palacete enorme mantenido más o menos bien, bastante limpio, con un gran jardín y largos patios interiores. Y que me hubiera perdido la narración de su sorpresa, porque él una noche había estado en esa mansión, cuando había ido a filmar el cuento de esa historia que yo no le había dejado contar nunca. Pero aquella vez, acompañado por el encargado del estudio de grabación, no se había percatado de la inmensidad ni de la singularidad del lugar, porque rápidamente lo habían guiado por unos corredores y lo habían encerrado en el estudio para la filmación.

      (Se interrumpe con un falso ataque de tos y para arrancarse los escarpines y las medias y rascarse el pie de atleta que se contagió por caminar descalzo en el vestuario del gimnasio donde se inscribió para hacer pesas, y donde se peleó enseguida porque dice que a todos les daban unos aparatos pesadísimos y a él le dieron dos maracas. Espera que yo me agite o le pregunte algo sobre esa novedad de la filmación, pero me muerdo la lengua).

      Retoma, resentido, y cuenta que las dos pobres hermanas, con apenas tres mucamas, se ocupan de la limpieza, de la administración y de todo lo demás, porque la madre hace un tiempito que se ha enclaustrado en su pieza. El gran palacete está lleno de pensionistas, así que toda esa gente entrando y saliendo, o haciendo cola para ir a los baños, resultaba desconcertante, sobre todo porque mientras se introducían en la casa la mosquita que lo guiaba no dejaba de saludar a los que se cruzaban, darles recados, cerrar una ventana, correr una cortina, recoger al pasar papeles o basuras dejadas en cualquier lado por los huéspedes. Había dos tipos de ocupantes, como la mosquita le explicó en la calle mientras se acercaban, preparándolo para ese escenario que indudablemente ella y su hermana se habían acobardado de presentarle antes y que alguna razón las obligaba ahora a revelar contra su voluntad; por un lado estaba la gente bien que paga por su alojamiento, gente de todas las edades que necesitaba un lugar familiar y de regular categoría para vivir o pasar una temporada, y por otro lado estaba el grupo de gente alojada por caridad, provocando siempre algún descalabro, tipo traerse poco a poco toda la parentela, o subdividir y subalquilar sus cuartos.

      La mosquita Flor lo lleva por zaguanes y corredores. Golpea a una puerta, la entreabre, pide permiso para pasar con un amigo. Entran. Es un salón, una especie de comedor atestado de muebles y cajas.

      Hay alguien en ese lugar en penumbras al que han ingresado.

      La mosquita más hermosa.

      Se levanta, tiende una mano de reina destronada. Marzolini nunca la había visto desprovista de sonrisa.

      Contra la pared hay camas plegables que revelan su uso también como dormitorio.

      (Pego un salto como si los resortes del sofá cama de Marzolini me hubieran dado una patada. No sé cómo me retengo de preguntarle: “¿Y vos vas a terminar usando esas camitas plegables, y para visitarte y charlar un rato voy a tener que ir al conventillo y tirarme arriba de unas colchas hediondas?” Enseguida disimulo y finjo bostezar. Él se crispa: Bueno seguimos otro día, es tarde. No, le digo, dale, así la próxima pasamos a otra cosa más interesante. No, dice él, se calza frenéticamente y se levanta rabioso, chocando contra la mesa de luz, haciendo caer el maldito velador y rasgándose los escarpines charolados y las calzas bordadas. Yo ya no puedo volver atrás y me voy despechada).

       El Palacio Encantado

      Pasan cinco días y me recibe con ese traje atildado de los ciclistas que modelan un bulto enorme. Me cocinó niños envueltos en hojas de parra y puré de banana con arrope de tuna.

      Cuando terminamos de comer enciende su cigarrillo y vuelve a darle a la matraca con el conventillo al que acaba de entrar.

      Me recuerda que llegó a la pieza de las mosquitas muertas. Le ofrecen una silla, ellas también se sientan, y entre las dos le hablan de un hombre que llegó años atrás proponiéndoles alquilar con pensión completa un cuarto apartado, del cual extrañamente conocía todos los detalles, ofreciendo como pago una suma extraordinaria. La viuda le preguntó por qué no se instalaba en el mejor hotel de la ciudad, que le iba a salir más barato. Y el tipo le dice que no es para él, que se trata de un caso especial, de un artista que aspira a un aislamiento completo, que quiere trabajar y vivir sin ver a nadie, que él garantizaba que este hombre no iba a presentar ningún problema, que solo tenían que respetarle el enclaustramiento, dejarle la comida al lado de la puerta sin necesidad de entrar nunca porque él mismo se ocuparía de la limpieza, y yo -dijo este intermediario- voy a pasar regularmente para pagar el alquiler y traerle a mi amigo lo que necesite, ocuparme de llevar su ropa al lavadero, proporcionarle los materiales de su trabajo y recoger sus obras para venderlas.

      En ese tiempo todavía no tenían ningún pensionista. Dos años antes había muerto el padre, un señor del cual lo único que conviene saber (así lo despacharon las zoncitas) es que había malgastado su vida y la fortuna de su esposa. (Me retuve: algún gen les habrá quedado). El palacete figuraba a nombre del hermano de la regenta, de ahí que se hubiera salvado del despilfarro.

      Y las mosquitas le cuentan la historia de la casa. Una mansión edificada por uno de los ingenieros del Ferrocarril Francés, levantada en un terreno que entonces estaba en los lindes de la ciudadela, en medio de chacras y de los talleres del propio ferrocarril, propiedades todas que a la larga pasaron a formar parte también del terreno del francés que buscaba construir dentro de su casa una ciudad ficticia donde pudieran quedar resguardadas su mujer y las siete hijas. Las historias de malones y cautivas, y las historias de estupros en las rencillas civiles entre caudillos de