Araca corazón callate un poco. Enrique Butti. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Enrique Butti
Издательство: Bookwire
Серия: Rosa de los vientos
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874156174
Скачать книгу
de sopetón.

      —Sí, mejor, por hoy terminemos; yo también estoy cansado.

      Y se ajetrea hacia el garaje para que saque la bicicleta y me vaya. Visto desde atrás parece una geisha, correteando con pasitos cortos mientras le revolotea el kimono de seda artificial.

       Nace una señora hecha y derecha

      Dos días después llama para decirme que consiguió lindos tomates para hacer unos huevos estrellados. Voy y me recibe vestido con pantaloncitos cortos y la camiseta de fútbol del equipo argentino en el Mundial 2006. Comemos, me tiro en el diván y recomienza con las especulaciones sobre la identidad de Margarita Flaçon.

      Dice que el otro día, cuando recibió el llamado telefónico del loco, se le ocurrió que Margarita Flaçon también podría muy bien ser una estrategia de la malvada devoradora de hombres que no se da por vencida, que se inventó ese nombre y con ese nombre engatusó al pobre tipo de la voz de cotorra, y antes de enloquecerlo, largarlo y desaparecer, con saña vengativa le habló de él, de Marzolini, y ahora el tipo solo cuenta con Marzolini como referencia para saber algo de ella. (Finjo que tengo necesidad de ir al baño, me levanto, y cuando regreso busco encarrilarlo hacia otra encrucijada: “Y entonces, la malvada puede que lo haya largado a este pobre tipo. ¿A vos también te largó?”. Inútil, Marzolini va para cualquier lado, pero solamente para el lado que le conviene. Me ataja:)

      —¿Te conté alguna vez de la venusina que quedó prendada, la emperatriz, que prometía operarme, injertarme las antenas para que me aceptaran en el reino y me nombrasen emperador? No, esperá, ¿te conté aquella historia, cuando yo era joven y anduve con aquella mujer a la que nadie tomaba en consideración? Capaz que es ella quien se llama Margarita Flaçon, nunca supe su nombre. A propósito, hay algo que nunca me dejaste decir… ¿sabés de qué estoy hablando, no? ¿Te acordás?

      Me empiezo a rascar la repentina urticaria:

      —¿Aquella historia que traicionaste? Porque con esa señora habían jurado no revelar nunca nada a nadie...

      Se lo digo porque de golpe me vienen ganas de estar en otro lado, tirada en la cama para otra cosa, no para escuchar la historia de madame Bovary.

      Me retruca que si me reveló ese secreto fue porque había pasado mucho tiempo y porque yo le había jurado previamente que jamás diría una palabra. Como me parece que se enojó de veras empiezo a contemporizar y en ese tire y afloje se nos va la noche del trajecito del Mundial 2006.

      La por mí tildada “traición” se produjo a poco de conocernos, hará unos dos años atrás. Me acuerdo de que Marzolini me había recibido con un traje de marinerito, de marinero pero con pantalones cortos. Comemos y lo noto reconcentrado y sin ganas de hablar. Le empiezo a tirar la lengua y al final me dice que un sueño le recordó algo de su juventud. Le pido que me lo cuente y me dice que no puede porque se lo impide un pacto secreto acordado con la mujer en cuestión. Me puse loca de curiosidad. ¿Hace cuántos años sucedió eso? ¿Tenés alguna posibilidad de volver a encontrarla? ¿Fue tu primer amor? Te juro, que me caiga muerta si algo sale de mi boca, ni bajo tortura ni hipnotizada... Deberé arrepentirme toda la vida, porque desde entonces empezó a jorobar con esa historia sin fin.

      Y si ahora le sobreviene la sospecha de que la señora en cuestión pueda ser la tal Margarita Flaçon es porque realmente nunca había sabido su nombre, como ella nunca había sabido el de él. Pero se desdice, no puede ser que esta señora fuera la Flaçon, porque esa mujer, la innominada de las citas, no era mujer capaz de enloquecer a nadie, aunque quién dice que no haya cambiado tanto como él, que de linyera se metamorfoseó en empleado modelo.

      Recuerdo que el marinerito me dio un poco de animadversión cuando se dedicó a describir a la innominada inexistente; nadie la veía, ni el marido, ni los dos hijos, ni la suegra que también vivía en su casa. Con mi muñeco erotómano se encontraban en algún motel, acordando cada vez la próxima cita, citas que no eran regulares ni frecuentes porque ella además cargaba con un trabajo mediante el cual mantenía a toda la familia, incluyendo a la suegra. En el trabajo tampoco la veía nadie; apenas registraban unas telas flotantes, unos zapatos, un flequillo, y se acordaban de ella solo cuando la necesitaban. Hará más de dos años, pero se me grabó cómo lo contó Marzolini. Textual:

      —Solo yo, que era tan joven y estaba tan perdido, buscando alguien a quien pudiera ver y tocar, solo yo supe encarnarla. Y ella, a su vez, me decía que recién al encontrarse conmigo había nacido.

      A mí me asalta a veces esa maldad de mi amigo filósofo de bar, y por suerte Marzolini se ríe porque tiene humor:

      —Con karma feo se reencarnó la señora. Nació con vos, pero de la vida anterior se traía en el changuito un marido, dos hijos y una suegra.

      Yo sabía que en aquel tiempo, cuando él era un jovencito, había estado un poco chiflado. No hablaba con nadie, de noche escribía poemas y al día siguiente buscaba a quién dárselos. O los abandonaba al azar, en un banco de plaza, en el ómnibus, en un bar. Y fue en medio de ese vacío que descubrió a quien llamaré la neonata que carga en un hatillo con un marido, dos hijos y una suegra.

       ¿Eres tú Nadie también?, pregunta mi Ulises

      Más de una vez, más de cien veces me había hablado acerca de su triste adolescencia tardía. Y el marinerito completó ese episodio clave en su vida: cómo se había rescatado de su etapa de vagabundo. Me lo terminé aprendiendo de memoria:

      —Apareció en la ciudad desierta y solo yo, que naufragaba en el vacío, que no encontraba a nadie, supe verla. Yo había empezado a vivir en la calle, cerca de los linyeras pero sin compartir nada con ellos en las vías del tren casi abandonadas; los edificios y las casas habían empezado a presentárseme como moles de cemento compacto, impenetrables, sin vacío interior. Y apareció ella. Cuando entendió que yo la veía se detuvo. Quedamos paralizados, mirándonos a doscientos o trescientos metros de distancia. Supongo que las personas en la calle debieron atropellarnos, o se habrán percatado de nuestra locura y se harían a un lado; yo no veía ni autos ni a nadie interponiéndose. Éramos como dos seres de carne y hueso en un mundo de fantasmas casi transparentes. Lentamente nos fuimos acercando, un pasito ella, un pasito yo. Habremos demorado horas. Fueron horas; ella me contaría después que contra su costumbre ese día había regresado muy tarde a su casa.

      “Era exactamente como el acercamiento de los dos duelistas en la escena final de una buena película de vaqueros; nos acercábamos pero los dos aterrorizados al mismo tiempo, queriendo escaparnos. Cuando estuvimos frente a frente, casi tocándonos, volvimos a paralizarnos. Muchas veces tratamos de recordar quién habló primero y nunca lo supimos. Pero sí sabíamos lo primero que dijo ella y lo primero que dije yo. Ella me preguntó si necesitaba algo y tuvo el impulso de abrir su bolso para darme dinero, y yo le detuve el gesto tocándole la mano, un roce que fue para ambos como una descarga eléctrica. Yo, por mi parte, le recité un poema, con una sonrisa, como queriendo no ser tomado en serio, un poema de Emily Dickinson que en su precisión me indica ahora cómo era lúcida mi locura de entonces, una precisión que muchas veces me hace recordar con nostalgia aquel tiempo en que yo era un artista cuyo destino no supe continuar”.

      (Resentida, porque en el fondo lo que mi muñeco estaba diciendo era que esa mujer había sido real, mientras yo no pasaba de ser un ectoplasma, muchas veces le pedí que me repitiera ese poema, con la ilusión de que esta nueva vez lo diría para mí. Lo busqué en internet; yo lo recuerdo ligeramente distinto, así:)

       ¡Soy Nadie! ¿Quién eres tú?

       ¿Eres tú Nadie también?

       ¡Somos dos, entonces!

       No lo cuentes, nos descubrirían.

       ¡Qué feo ser alguien!

       ¡Qué