Ahora sí me interesan; creo en el Zodiaco. Soy un típico Escorpión, según me has explicado haciendo gala de un talento increíble para esas cuestiones.
Sigues siendo un vanidoso redomado y un Escorpión. Claro. Pero hay más (poniéndose seria en tono burlón): Picasso, Voltaire y Alain Delon son de tu mismo signo.
Ya lo veo y no me explico qué demonios hago en medio de talentos.
Pasas a la modestia: el papel no te queda. Déjame decirte que una de las afinidades positivas para Escorpión es Sagitario. Sagitario es de temperamento fogoso, se entrega al amor con todas sus implicaciones y decide afrontar los riesgos que aparezcan en su vida. Sagitario y Escorpión se comprenden perfectamente, sobre todo en el aspecto físico, sexual. Por último, yo soy Sagitario.
Magnífico. En lo sucesivo leeré mi horóscopo. Lo prometo, afirmé poniendo el puño sobre el corazón e inclinando la cabeza en señal de respeto.
Tantadel sonrió.
Ayúdame, payaso.
Y me entregó un trapo mugroso con el que intentaba despojar de polvo sus libros, sus muñecas.
A los treinta días de comenzada la relación pude comprobar que Tantadel me excitaba demasiado y que no me aburría hacer el amor con ella. Pero. El fracaso de la primera noche no fue mi culpa, la tuvo el alcohol. El calificativo con que me lo reprochó (egoísta) era excesivo, finalmente fue una bobería. No es que hiciera el amor para mí solo. Una preocupación fundamental ha sido procurarle placer a mi pareja. Estaba bebido, sé que el amor es para dos y ambos tienen que llegar al clímax. Un reproche sin sentido. A cambio, Tantadel, yo podría traer a estas páginas otros momentos, cuando hacíamos un violento acto sexual, preludiado por cientos de caricias y besos, y yo pensaba en muchas cosas para olvidar lo que estaba llevando a cabo: trataba así de impedir el orgasmo, no me concentraba, y aquello se prolongaba por más de media hora y entonces —fastidiado— decidía terminar luego de haber llegado al límite, sin más paciencia. Qué mal, exclamé irritado, arrojando la almohada que soportaba el peso de mi cabeza. Ella repuso con suavidad: es cuestión de acostumbrarnos. Y lo creí, en verdad. No obstante, me desesperaba hacer ejercicio gratuito esperando que Tantadel concluyera. Era odioso y en esos momentos detestaba el sexo y el amor, y me prometía dejarla y luego trazaba la orden del día para la siguiente jornada de trabajo y durante los larguísimos minutos que duraba aquello deseaba echarla de la cama, quitármela de encima. Yo abría los ojos: el cabello rubio de Tantadel le cubría la cara y, a juzgar por su respiración acompasada, su rítmico e ininterrumpido movimiento sobre mi cuerpo parecía no fatigarla. Pero todo era salir del trance asfixiante, hablar con ella, mirar su cuerpo, volver a recomenzar y olvidaba por segundos su aborrecible lentitud hasta que el tiempo y el cansancio me la recordaban. Por su parte, Tantadel insistía en que nunca tuvo una relación tan completa, especialmente en el aspecto intelectual; decía que teníamos gran comunicación. Y lo repetía sin cesar cuando sus amigos le preguntaban qué veía en mí, de dónde esa necesidad de estar conmigo. E ignoraban los esfuerzos desplegados para mantenerla a mi lado, desconocían las tretas que utilizaba para que no se alejara más de lo indispensable. Imbéciles. Como si ellos la merecieran por derecho divino. Tantadel me pertenecía por conquista. Que la disputaran si la deseaban para consejera espiritual de su círculo.
Ocasionalmente Tantadel asumía posiciones escorpiónicas, si he de creer en la astrología, y tomaba iniciativas brutales para hacer el amor o para acariciarme. Yo la elogiaba: las mujeres, por su educación, por el sistema en que viven, porque no han sido capaces de superar tremendas barreras puestas por la historia o más bien porque no se lo han permitido, viven esperando que las besen, que las acaricien, que las tomen, que les hagan proposiciones, siempre aguardando decisiones masculinas, sin poder decidir cuándo, a qué hora, cuál sitio, cómo. En general, a Tantadel le fascinaba ser parte activa, quizá demasiado, en la cama, actuaba sin los ancestrales prejuicios femeninos. Pero en este punto también discutíamos. Yo la acusaba de dominante, de ir al extremo opuesto, de manifestarse autoritaria, y en el amor lo demuestras: se hace conforme quieres. Invariablemente me he plegado a tus deseos. Tantadel reaccionaba quejosa: ¿Sabes? en el sexo no eres tan Escorpión. Das la impresión de ser fogoso, bien erótico, y luego una descubre que no es así, que es una pose más para configurar tu supuesta originalidad. Es como tu espíritu burlón, tu humor satírico, el veneno que usas para calificar a la gente, la manera en que desprecias al país y a su sistema, a los mexicanos; en el fondo son defensas.
Puede que tengas razón, sólo que jamás pretendí ser ni un semental ni un garañón, hago el amor como puedo y cuando lo deseo. Es todo. En lo último, estás equivocada. No desprecio al país, desprecio a sus grupos gobernantes, a las personas que permanecen impávidas ante ellos; no soporto la podredumbre, la demagogia, la falsedad. Sabes bien que en materia política difiero bastante del capitalismo, lo hemos discutido y estamos de acuerdo. Las acusaciones son torpes. Parece que no me conoces. Es necesario ver a una persona en todos los casos, en todas las situaciones, cuando está alegre, cuando llora, cuando pasa por cada uno de los cientos de estados anímicos existentes. De otra manera nos limitaremos a una visión fragmentaria. Y tú, en treinta días, no has averiguado ni averiguarás qué causas mueven cada acto mío, cada reacción. Hasta hoy únicamente has visto ciertos aspectos de un todo, disculpa la pedantería, pero cada ser es una complicada cosmogonía por simple que parezca. Creo que nunca llegamos a conocer bien a la gente. Es difícil. O imposible. Pongamos un ejemplo tonto. Yo no fumo mariguana; si un día alguien ve que acepto un poco y varios meses después, por mera y mala coincidencia, observa que repito el hecho, sin duda creerá, ya nadie lo sacará de ello, que soy un vicioso.
Después guardé silencio meditando las palabras de Tantadel: no tenían sentido; habló con falta de tacto y con la seguridad y aplomo que le daban sus torrentes de cultura psiquiátrica, obtenida en pláticas con amistades que ella cultivaba esmeradamente y que se ganaban la vida (y muy bien) escuchando problemas de señoras burguesas y confundiendo más a cuanto ingenuo paciente tocaba sus puertas. Me sentí agredido. No era cuestión de virilidad o machismo, si yo quería dar una imagen o si era natural. Tantadel demostraba su desconocimiento acerca del hombre que decía querer, y eso me irritaba, me hería. Tantadel deseaba verme por dentro, descubrir el porqué de mis actitudes (a veces irrazonables, de neurótico). Pero el amor no es sujeto de sicoanálisis, es problema de amor aunque suene a perogrullada. Intentaba desesperadamente hallarle soluciones a todo, lo que resultaba grotesco, y esas necedades causaban desamor: por momentos la detestaba y durante horas buscaba la forma de hacerle pagar caro sus tonterías. ¿Sería posible que Tantadel echara por la borda la relación? Decía amarme, decía que nunca nadie le dio tanto, que no le importaba mi matrimonio (anoche estuve pensando en tu esposa, en el momento en que regrese, y llegué a la conclusión de que no te divorciarás, me dijo un día después de comer, mientras paseábamos por Chapultepec, mirando el castillo, los árboles, pero, ¿sabes?, decidí seguir amándote, decidí no separarme de ti hasta que ya no me quieras). Entonces por qué causas ponía barreras infranqueables. Empecé a dudar de la firmeza de su amor. Era obvio, contrario a lo señalado por la lógica zodiacal, no arrostraría ninguna dificultad y yo, en mí mismo, era una grave dificultad para ella: mis brutales cambios de carácter, mi afán por mantenerla sujeta, por absorberla, mis fobias hacia su exmarido, mi egoísmo en una palabra. A las interrogantes más complejas, Tantadel buscaba respuestas de molde, de papel carbón. Lástima. Y llegó el día. Luego de ásperas discusiones le pregunté qué deseas, qué buscas.
Guardó silencio tratando de ser clara en sus ideas o de envalentonarse para hablar. Aproveché la pausa.
Seamos francos, yo quiero vivir tranquilamente, rodeado de hijos, poseer las escrituras de una casita, dos automóviles, aspiraciones de cualquier imbécil pequeño burgués, repugnantes pero concretas e inobjetables, hasta legítimas, ¿no crees? No pretendo hacer la revolución ni participar en las transformaciones para salvar este país que es insalvable. Que se hunda en su corrupción y yo con él.
Tantadel me miró con esa mezcla de dulzura y enojo que le era característica cuando se molestaba